Ensimismado, Pitt caminaba por el dique del Támesis en dirección a Keppel Street; con agrado reparó en los vapores que navegaban por el río, atestados de personas que llevaban sombreros con gallardetes, se divertían y saludaban a la gente que había en la orilla. Justo detrás de la curva, donde no podía verla, una banda tocaba música. Los vendedores callejeros ofrecían limonada, bocadillos de jamón dulce y diversas golosinas. Así era como debía ser Londres a la caída de una tarde de estío. La brisa arrastraba el olor a sal de la marea entrante, y se oían las carcajadas, la música, los cascos de los caballos en los adoquines y el débil rumor del agua.
– Buenas tardes, Pitt. Todo está como debe ser, ¿no le parece?
Pitt se paró en seco. Reconoció la voz incluso antes de girarse: Charles Voisey, al que la reina había concedido el título de sir por el extraordinario valor que había mostrado al matar a Mario Corena y salvar al trono de Inglaterra de uno de los republicanos más apasionados y radicales de Europa. En aquel momento también era parlamentario.
Lo que su majestad desconocía y jamás sabría era que, por aquel entonces, Voisey era el jefe del Círculo Interior y había estado a punto de conseguir su ambición de derrocar la monarquía y convertirse en el primer presidente de una Gran Bretaña republicana.
Sin embargo, fue el propio Mario Corena quien intencionadamente desencadenó ese acto, que obligó a Voisey a asesinarlo a fin de salvar su vida. Este hecho ofreció a Pitt la oportunidad de que Voisey apareciese como salvador del trono y, por consiguiente, traidor de sus seguidores. Voisey jamás se lo perdonaría, a pesar de que este había cambiado de bando y casi sin vacilaciones había aprovechado su condición de favorito real para presentarse a las elecciones y salir elegido. El premio era el poder. Solo los integrantes del Círculo Interior sabían que su objetivo era conseguir la república. Para el resto de la gente era un hombre valiente, ingenioso y fiel ala Corona.
Pitt lo miró, de pie en el sendero y sonriente. Recordaba sus facciones a la perfección, como si lo hubiera visto por última vez un par de minutos antes. Llamaba la atención, pero en modo alguno era apuesto. Su piel pálida estaba salpicada de pecas y su larga nariz estaba un poco torcida. Como de costumbre, sus ojos transmitían inteligencia; también se mostró ligeramente divertido.
– Buenas noches, sir Charles -contestó Pitt, se sorprendió al notar que se le cortaba la respiración y llegó a la conclusión de que aquel encuentro no podía ser casual.
– No es fácil dar con usted -apostilló Voisey. Cuando Pitt reanudó la marcha, anduvo a su lado, mientras la brisa les acariciaba la cara-. Supongo que el atentado de Myrdle Street lo ha preocupado profundamente.
– ¿Me ha seguido por todo el dique solo para decir esto? -inquirió Pitt, contrariado.
– No era más que un preámbulo, tal vez innecesario -repuso el parlamentario-. Quería hablar con usted del atentado en Myrdle Street.
– Si pretende reclutarme para que apoye la campaña de armar a la policía, le aseguro que pierde el tiempo -puntualizó Pitt secamente-. Ya tenemos armas en el caso de que sea necesario usarlas y no necesitamos más autoridad para registrar a las personas o las casas. Hemos tardado décadas en conseguir la cooperación ciudadana y si empezamos a mostrarnos autoritarios la perderemos. Mi respuesta es negativa. A decir verdad, haré cuanto esté en mis manos para que no se apruebe esa propuesta.
– ¿Está seguro? -Voisey se adelantó un paso y se volvió para mirarlo con los ojos desmesuradamente abiertos.
Pitt no tuvo más remedio que detenerse para responder.
– ¡Sí!
– ¿No existe la menor posibilidad de que cambie de parecer, aunque esté sometido a presión? '
– En absoluto. ¿Pretende ejercer alguna presión sobre mí?
– No, de ningún modo -repuso Voisey, que se encogió ligeramente de hombros-. Por el contrario, me produce un profundo alivio saber que no cambiará, al margen de que haya amenazas o súplicas. Es lo que esperaba de usted, pero oírlo de su boca me llena de alivio.
– ¿Qué quiere? -preguntó Pitt con impaciencia.
– Tener una conversación sensata -replicó Voisey, bajó la voz y de pronto se mostró muy serio-. Hay cuestiones de gran importancia en las que coincidimos. Estoy al corriente de ciertos asuntos que probablemente usted desconoce.
– Dado que es parlamentario, lo que dice es indiscutible -afirmó Pitt cáusticamente-. De todos modos, está muy equivocado si supone que compartiré con usted información de la BrigadaEspecial.
– ¡En ese caso, cállese y escúcheme! -espetó Voisey. De repente su fuerte temperamento pudo con él y se ruborizó-. Un parlamentario apellidado Tanqueray presentará un proyecto para armar a la policía londinense y dotarla de mayor capacidad de registro y detención. Tal como está la situación, en este momento tiene muchas probabilidades de lograr que se apruebe.
– La policía retrocederá varios años.
A Pitt le preocupaba esa posibilidad.
– Probablemente -coincidió Voisey-. Pero hay algo mucho más importante.
Pitt no se molestó en disimular su impaciencia; el pinchazo de la curiosidad no cesaba de aguijonearlo. Voisey debía de querer algo, y tenía que ser importante para tragarse el desprecio que sentía por Pitt, seguirlo y hablarle en esos términos.
– Lo escucho.
Voisey había palidecido y se le movía un pequeño músculo de la mandíbula. Miró a los ojos a Pitt mientras permanecían cara a cara en la acera del dique, bajo el viento y el sol de finales de la tarde. No oían a los transeúntes, las risas, la música y el chapoteo de la marea creciente en la escalera que se extendía a sus pies.
– Wetron aprovechará el temor de la gente para respaldar el proyecto -explicó Voisey con voz baja-. Cualquier atropello que se produzca favorecerá sus propósitos. Permitirá que los delitos aumenten hasta que nadie se sienta a salvo: me refiero a robos, asaltos callejeros, incendios provocados y hasta es posible que nuevos atentados con bombas. Quiere que la gente tenga tanto miedo que le niegue que consiga armas, más hombres y competencias, lo que sea con tal de que vuelva a sentirse segura. Y en cuanto le concedan todo esto pondrá fin a los delitos de la noche a la mañana y se convertirá en el gran héroe.
– Y usted quiere impedirlo -dijo Pitt, que entendía la intensidad con la que Voisey debía de odiar al hombre que tan genialmente le había arrebatado el cargo al que aspiraba.
En su intento de disimular sus emociones, el rostro de Voisey se tornó casi inexpresivo.
– Al igual que usted -replicó sin inmutarse-. Si se sale con la suya, Wetron se convertirá en uno de los hombres más poderosos de Inglaterra. Será quien salvó a Londres de la violencia y el caos, quien restableció la seguridad para poder caminar por las calles y dormir tranquilamente sin temor a explosiones, robos o a perder el hogar o el negocio. Ni siquiera tendrá que pedir que lo nombren comisario. -La furia alteró su tono de voz y no pudo esconder el desdén. Sus ojos brillaban-. Estará al mando de un ejército privado de policías, con armas y competencias para registrar y detener, lo que garantizará que nadie podrá echarlo del cargo. Seguirá cobrando tributos del crimen organizado y recibiendo pagos porque podrá seguir extorsionando sin que nadie lo moleste. Si alguien desobedece o protesta, lo detendrán o registrarán su casa, donde misteriosamente descubrirán que tenía en su poder mercancía robada. El pobre desgraciado acabará entre rejas y su familia en la miseria.
Junto a ellos pasó un landó descubierto en el que unas jovencitas con vestidos en tonos pastel y con los parasoles en alto reían y llamaban a las amigas que se desplazaban en dirección contraria.
– Nadie acudirá en ayuda de ese hombre corriente -acotó Voisey, que no hizo caso de las muchachas-. Nadie lo auxiliará porque hará mucho tiempo que los que ostentan el poder habrán sido silenciados. La policía no confiará en nadie porque la mitad de sus miembros se habrán vendido a Wetron, aunque no se sabrá quiénes son. Satisfecho porque habrá ley y orden, el gobierno mirará para otro lado. Pitt, ¿es esto lo que quiere o esa posibilidad le desagrada tanto como a mí? Sus razones me traen sin cuidado.