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En la mente de Pitt se acumulaban los pensamientos. ¿Era posible? La ambición de Wetron no tenía límites, pero ¿poseía realmente la imaginación y la osadía necesarias para intentar algo tan terrible? Supo la respuesta incluso mientras se formulaba la pregunta: desde luego que las tenía.

Voisey lo percibió, se relajó y la expresión de pánico abandonó su mirada.

A Pitt le molestó que hubiese visto tan fácilmente qué pasaba por su cabeza pero, por otra parte, le habría molestado más que Voisey supusiera que no le importaría o, peor aún, que le inquietaba pero le faltaba valor para tomar medidas.

– En ese caso, alíese conmigo -propuso Voisey amablemente-. ¡Ayúdeme a demostrar lo que Wetron está haciendo y a impedírselo! -Pitt tenía sus dudas. El odio que había entre ambos era como la hoja afilada de una navaja-. ¿Qué es más importante para usted, su afecto por Londres y sus gentes o. el odio que siente hacia mí?

Una banda situada en el dique interpretaba música de baile. La gente que navegaba por el río reía y se saludaba. A lo lejos un organillo tocaba una canción popular. El viento arrancó el sombrero a una niña y las cintas aletearon.

– El odio no tiene nada que ver -apostilló Voisey secamente-. Confío en usted… al menos es previsible. Reflexione. Ocupo un escaño en el Parlamento y conozco el Círculo Interior. Juntos nos irá mejor que si vamos cada uno por su cuenta. Pitt, piense en qué quiere. Y no se olvide de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo…», al menos hasta que acabe la lucha. Medite. Mañana nos reuniremos y me dará su respuesta.

Pitt necesitaba más tiempo. Era una idea absurda. Voisey era un hombre peligroso que lo odiaba y lo destruiría a la primera oportunidad que se presentase. Solo gracias a lo que sabía… y de lo que tenía pruebas, que guardaba cuidadosamente escondidas, Voisey no hacía daño a su familia. Incluso había utilizado a su propia hermana, la única persona del mundo a la que quería, para cometer un asesinato.

La suposición de que Wetron aprovechara la amenaza anarquista para hacerse con el poder era demasiado creíble como para restarle importancia. Pitt lo sabía y Voisey se había asegurado de que así fuera.

– Pasado mañana -puntualizó Pitt-. ¿Dónde? Voisey sonrió.

– No hay tiempo para satisfacer deseos personales. Tendrá que ser mañana. Propongo que nos reunamos en un lugar agradable y público. ¿Qué le parece a mediodía en la cripta de St Paul, junto al mausoleo de Nelson?

Pitt respiró hondo. Miró a Voisey y vio que él ya sabía que estaría de acuerdo. Asintió.

– Allí estaré.

Pitt dio media vuelta, se alejó y cruzó la calle; Voisey se quedó solo junto al río, que brillaba a sus espaldas con los últimos rayos del sol.

4

Pitt no experimentó la alegría de costumbre cuando franqueó la puerta principal de Keppel Street. Voisey le había estropeado ese placer. Si mencionaba su nombre, Charlotte recordaría la desdicha y la violencia del pasado. Sería muy egoísta contarle el encuentro sólo para no tener que tomar la decisión en solitario.

Entró y se desabrochó las botas, pero no la llamó para que supiese que estaba en casa. Carecía de sentido hablarle de Voisey si al final decidía no aliarse con él. Y si aceptaba su ofrecimiento, sería mejor para Charlotte no saberlo. Siempre le había contado las cosas importantes. Se conocieron a causa de un asesinato. Charlotte era observadora y sensata y comprendía a las mujeres como él jamás llegaría a hacerlo. Y, lo que era más significativo en sus observaciones, su esposa entendía las peculiaridades de su clase social de una forma que Pitt, que no pertenecía a ella, no podía. En diversas ocasiones habían sido las observaciones de Charlotte las que le habían mostrado algún aspecto decisivo, una anomalía, un móvil, una forma de pensar.

De todas maneras, la protegía de algunas cuestiones y la necesidad de trabajar con Voisey sería una de ellas. Aunque todavía no había tomado una decisión. Deseaba rechazar aquella propuesta y su intuición también se oponía a esa vinculación.

Recorrió lentamente el pasillo hasta la cocina. Las luces estaban encendidas y oyó el entrechocar de los platos.

Cada vez que estaba a punto de rechazar la perspectiva de trabajar con Voisey, el rostro terso y frío de Wetron acudía a su mente y pensaba que tal vez Voisey tenía razón. Quizá Wetron aspiraba al más alto cargo policial, a tener la ley de su parte y disfrutar de un poder casi ilimitado para corromper. Tal vez aliarse con Voisey era la única forma de derrotarlo.

¡Desde luego jamás confiaría en Voisey! Sin embargo, tal vez podría utilizarlo para ese fin. Era mucho lo que podía perder si no corría semejante riesgo. O, mejor dicho, tal vez la pérdida sería excesiva si no lo intentaba.

Abrió la puerta de la cocina y entró.

Durante la cena no mencionó el dilema que lo preocupaba ni se refirió a la corrupción policial. Charlotte percibiría su sufrimiento y también se sentiría dolida. Sabría que sus palabras, los abrazos, el afecto y la confianza no facilitarían lo que tenía que afrontar.

Cuando terminaron de cenar y recogieron la mesa, Pitt se repantigó en su sillón del salón y observó a su esposa, que estaba sentada con la cabeza inclinada. La luz de la lámpara situada a un lado marcaba las sombras de sus pestañas en la mejilla. Con manos ágiles Charlotte clavó la aguja en la ropa que remendaba; Pitt se alegró de no haber perturbado su paz.

En el salón no había más sonido que el suave repiqueteo de la aguja contra el dedal y el ligero chisporroteo de las llamas. Aquella imagen y el silencio casi absoluto eran reconfortantes. La seguridad, la compañía, esa familiaridad eran el verdadero premio al final de la jornada; era más que el alimento, el calor o el tiempo disponible para hacer lo que le viniera en gana. Se trataba de la certeza de que todo importaba. Estuviesen o no de acuerdo, habían emprendido una campaña a favor de algo que a ambos les interesaba. Triunfales o vencidos, llenos de energía o demasiado agotados para pensar, lo cierto era que Charlotte estaba de su parte.

Era una estupidez asustarla con la posibilidad de trabajar con Voisey o con los aspectos más desagradables de la corrupción policial. Además, si reflexionaba minuciosamente, era sensato y sopesaba todas las posibilidades, tal vez encontraría una solución más adecuada.

Jack Radley era la persona a la que le convenía consultar. Era el cuñado de Pitt, el marido de Emily, la hermana de Charlotte. También era parlamentario y estaba adquiriendo mucha experiencia. Por la mañana Pitt acudiría ala Cámara de los Comunesy le haría algunas preguntas. Pero para esa noche ya era hora dealejar la cuestión de sus pensamientos y dejar que el calorpenetrase en su interior y le reconfortase.

Jack respondió con cierto nerviosismo:

– Tanqueray.

Había optado por no reunirse con Pitt en su despacho, donde corrían el riesgo de ser interrumpidos por empleados, funcionarios y otros parlamentarios, por lo que se vieron en el exterior, en la terraza que miraba al río. De espaldas al gran palacio gótico de Westminster y a la torre del Big Ben se confundirían con la gente y probablemente se librarían de ser reconocidos.

– ¿Es verdad? -inquirió Pitt sin levantar demasiado la voz.

Un par de ancianos pasaron tras ellos y Pitt olió en la brisa el aroma a humo de cigarro. El sol destellaba sobre el río, en el que hileras de barcazas se dirigían aguas arriba con la marea a favor.