Pitt sintió un escalofrío a pesar de que en el despacho hacía calor. Por muy desencaminados que estuviesen, ajusticiar a esos jóvenes que hacían lo que consideraban justo era un aspecto de su trabajo que le provocaba náuseas.
De todos modos, sabía que discutir con Narraway no serviría de nada. Mejor dicho, no sabía qué opinaba este de condenar a hombres a la horca o qué sentía acerca de los placeres y los sinsabores del trabajo. Narraway era meticuloso con la vestimenta y los hábitos, pero era desordenado con el papeleo. Comía frugalmente, pero le gustaban la buena repostería y el buen vino. Leía mucho: historia, biografías, ciencia y poesía. Pitt no lo había visto nunca con una novela en las manos, salvo algunas obras traducidas de otras lenguas, sobre todo del ruso. Desconocía absolutamente qué emocionaba a Narraway, qué le hacía daño o qué le quitaba el sueño.
– Propóngales la amnistía a cambio de información para acabar con la corrupción policial y el compromiso de no cometer más atentados. -La voz de Narraway interrumpió los pensamientos de Pitt-. Plantéelo como quiera, pero de forma que funcione.
Pitt estaba sorprendido y preguntó, incrédulo:
– ¿Ha dicho amnistía?
Su superior abrió mucho los ojos.
– ¡No deja de sorprenderme, pensé que le gustaría! Obviamente, no es ese el motivo por el que lo hago. Propóngales cinco años de cárcel en vez de la horca, pero consiga que se lo ganen.
Pitt se alegró.
– ¿A quién tiene que consultar para que sea oficial? ¿Cuándo lo sabrá?
Narraway se metió las manos en los bolsillos.
– Pitt, ya lo sé. -Una ligera chispa de diversión iluminó su mirada-. Vaya a ver qué consigue a cambio.
Cinco minutos antes de mediodía Pitt recorrió el suelo de piedra blanca y negra de la catedral de St Paul y bajó la escalera que conducía a la cripta. Franqueó discretamente los arcos e intentó evitar que sus pisadas perturbasen aquel silencio sepulcral. Abajo solo vio a dos personas: un anciano de pelo ralo y expresión apacible y soñadora y una mujer joven, muy concentrada en el papel que sostenía en la mano. Nadie lo miró cuando pasó.
De las paredes colgaban placas que conmemoraban a los héroes muertos en las grandes batallas del pasado. Le sorprendió que muchos fueran capitanes de la Marina caídos en Trafalgar. Fue un crudo recordatorio de qué sombríoparecía entonces el futuro de Inglaterra, con Napoleón en plenaconquista de Europa y preparado para apoderarse también de GranBretaña. En aquel momento daba la sensación de que nada podíadetenerlo.
Pitt divisó el techo central, con arcos de color claro, donde se unían las columnatas, y debajo, en el corazón mismo de la cripta, el gran sepulcro de Horatio Nelson. Voisey estaba de pie frente al mausoleo. ¿Acaso analizaba en silencio el heroísmo, el sacrificio y las vicisitudes de la guerra, que podían cambiar la historia tras una sola batalla? ¿Podría controlar todos aquellos factores un hombre dotado de visión, aptitudes y valentía? La señal de Nelson a la flota antes del ataque pasó a la historia y hasta es posible que explicara la esencia de ser inglés: «Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber».
¿Por qué Voisey había elegido ese sepulcro entre todos los que albergaba la gran catedral? Había una veintena de lugares donde reunirse, todos de fácil acceso. ¿Por qué había llegado tan temprano?
¿Se trataba de su primer y sorprendente error táctico? Pitt había calculado que Voisey se retrasaría diez minutos, no tanto para que se marchase, pero lo suficiente para que estuviera ansioso y se sintiera en desventaja, como si él fuese quien esperaba una respuesta.
Pitt se detuvo unos segundos para ver si Voisey se daba la vuelta y lo buscaba. No lo hizo. ¿Estaba más seguro de lo que daba a entender su temprana llegada o acaso veía el reflejo de Pitt en la superficie de mármol negro del sepulcro?
Por si era así, Pitt sonrió y avanzó. No echaría a perder su ventaja dando la sensación de que era calculada.
– Buenos días, sir Charles -dijo. Empleó el tratamiento que correspondía y que recordaría a Voisey que, en su más duro enfrentamiento, era Pitt quien había ganado.
Habría preferido no tener que llamarlo así, pero evitarlo habría resultado incluso más obvio. Habría indicado que temía evocar aquel recuerdo. Darse cuenta de lo mucho que había pensado en Voisey le creó un gran desasosiego.
Voisey se volvió poco a poco. Iba elegante y sobriamente vestido, como si estuviera allí para recordar a los héroes del pasado en vez de para debatir batallas políticas del presente.
– Buenos días, Pitt -respondió-. Llega un poco tarde. ¿Es la primera vez que visita St Paul? Si es capaz de concentrarse en el asunto que nos ha traído aquí tal vez podríamos caminar por la cripta. Le mostraré los sepulcros de otros notables aunque, como es evidente, nada puede rivalizar con este puro… -titubeó-, con este puro espectáculo.
Pitt observó el magnífico monumento. Tenía diversos adornos y estaba resplandeciente; era el tributo de una nación a un hombre que no solo había sido el artífice de su mayor victoria naval, sino un héroe muy querido que había muerto en el momento de su triunfo. Pitt valoró el monumento y se sintió lleno de un profundo orgullo mientras permanecía delante; olvidó fugazmente que Voisey se encontraba a su lado.
– Perdimos cerca de cuarenta oficiales y quinientos efectivos. Las palabras de Voisey interrumpieron sus pensamientos, por lo que preguntó, sorprendido:
– ¿En Trafalgar? -Parecían muy pocos para una batalla de tanta importancia.
– En la flota británica -contestó Voisey, con expresión irónica y la mirada encendida-. Obviamente, esa cifra no incluye a los franceses ni a los españoles. -Pitt guardó silencio y se sintió un poco ridículo-. Perdieron más de cien oficiales y mil cien efectivos -precisó Voisey. En esta ocasión Pitt tampoco respondió-. Era un hombre peculiar. Se mareaba al principio de cada travesía. -Voisey se refería a Nelson.
– Lo sé -afirmó Pitt.
– Le gustaban las mujeres gordas y malolientes -apostilló Voisey.
El investigador no tenía ni idea de si aquello era cierto o falso, pero tampoco le interesaba. Observó a Voisey y apartó rápidamente la mirada. Supo por qué lo había mentado: se trataba de una cuestión de clase. Le recordaba que era un caballero mientras que Pitt no lo era. Contraponía la soltura aristocrática a la falibilidad de los héroes y los aspectos más terrenales de la naturaleza con la mojigatería de la clase obrera. Tanteaba el terreno, intentaba encontrar la forma de herirlo.
– ¿Está seguro? -preguntó Pitt con indiferencia-. ¿Cuántos barcos perdimos?
– Los franceses y los españoles de la flota combinada perdieron veintiuno-contestó Voisey.
Pitt sonrió y entre ambos se produjo cierta sensación de confianza.
– Por lo visto, ha estudiado el tema.
– Fue un momento decisivo de la historia, una de las batallas navales más importantes. -En ese momento era Voisey quien estaba a la defensiva-. Me habría gustado verla. -Miró en dirección al sepulcro. A pesar de todo, su voz sonó cargada de orgullo-. Una fría mañana de octubre sesenta y dos buques de guerra se encontraron cara a cara. Nos superaban numéricamente y en cañones por treinta y tres a veintinueve.
– ¿Cuántos barcos perdimos? -repitió Pitt.
No quería sentir aprecio por Voisey porque le interesara la historia ni estaba dispuesto a identificarse con su patriotismo, pero tuvo que esforzarse y pensar exclusivamente en los hechos.
– Los franceses perdieron ocho y los españoles, trece -replicó Voisey.
– ¿Y nosotros?
Voisey ladeó la cabeza para señalar el sepulcro. -Nosotros perdimos a Nelson.
– ¿Cuántos barcos? -insistió Pitt. No quería pensar en los seres humanos, sus vidas y sus pasiones; decidió ceñirse a lo mensurable.