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– ¿Por qué?

Charlotte puso los ojos en blanco y disimuló una sonrisa. No estaba dispuesta a ayudar.

Pitt estuvo tentado de dar una respuesta graciosa, pero reparó en la expresión seria y bastante preocupada de su hijo y cambió de parecer.

– Creen que sería mejor que cada uno hiciera lo que quisiera. Daniel se mantuvo expectante.

– ¿Recuerdas el día que fuimos a Piccadilly en coche de caballos? -intervino Charlotte con delicadeza-. ¿Te acuerdas de que la rueda de un coche se enganchó en la de otro y se soltó? Todos corrieron en distintas direcciones para recuperarla y acabaron empeorando la situación -Daniel movió afirmativamente la cabeza y la satisfacción iluminó su rostro-. Pues bien, sería más o menos lo mismo -concluyó su madre-. Durante un rato resultó muy divertido, pero no te haría gracia si tuvieras prisa, estuvieses muy cansado, sintieras frío o te encontrases mal. Si hay reglas, a la larga todos llegamos donde queremos ir.

Daniel se dirigió a su padre:

– ¿A quién puede interesarle tanto lío? ¡Es una tontería!

– Hay personas tontas -intervino Jemima-. Dolly Fielding es tonta. Mi gato tiene más sentido común.

– Los gatos son muy sensatos -coincidió Charlotte-. Deja de llamar tonta a la gente y acábate las zanahorias.

– Los gatos no comen zanahorias. -Jemima probó suerte.

– Tienes razón-reconoció Charlotte-. ¿Prefieres un ratón?

Jemima dejó escapar un grito de asco y con dos bocados se acabó lo que quedaba en su plato.

Ya eran casi las nueve de la noche cuando Pitt se quedó a solas con Charlotte. Le resultó imposible seguir eludiendo el tema, no porque se sintiera obligado a plantearlo, sino porque su esposa se le adelantó.

– Hoy he visitado a Emily -comentó Charlotte, que no había cogido la labor de costura, doblada y colocada en la pequeña mesa contigua a su sillón.

Los niños estaban en el primer piso y Gracie tenía libre el resto de la noche.

– ¿Cómo está? -preguntó Pitt; en parte por cortesía y en parte porque apreciaba sinceramente a su cuñada, pese a que en ocasiones también lo exasperaba.

Hacía un par de años que ni Emily ni Charlotte se entremetían tanto en sus casos. Y él ya no estaba tan preocupado como antes por la seguridad de las mujeres; incluso reconocía que habían sido inteligentes, imaginativas y que habían demostrado que no tenían miedo al peligro.

– Está preocupada -contestó Charlotte.

Pitt estaba encantado de hablar de las preocupaciones de Emily. Probablemente tenían que ver con sus hijos o con alguna cuestión doméstica. Se libraría de sentirse culpable por no compartir sus sentimientos con Charlotte. No podía contarle que colaboraría con Voisey. Cada vez que llegase a casa media hora más tarde de lo previsto su esposa tendría miedo y pensaría en actos de violencia y traición.

– ¿A qué se debe?

Su mujer lo miró a los ojos.

– Al proyecto de armar a la policía -replicó-. Teme que hombres como Wetron, que como todo el mundo sabe es el jefe del Círculo Interior, convenzan a parlamentarios como Tanqueray, que es un inconsciente, para que se apruebe el proyecto. De esa forma Wetron tendrá todavía más poder. No sabemos quién está a favor y quién se opone. Es posible que Charles Voisey vuelva a formar parte del Círculo e incluso que compre su vuelta apoyando el proyecto.

– No lo apoyará -se apresuró a decir, aunque enseguida se arrepintió de haber sido tan categórico-. Al menos… -Calló. Charlotte lo miró con el ceño fruncido.

– Thomas, ¿cómo lo sabes? -No fue un desafío. Se había dado cuenta de que estaba al corriente de la situación y simplemente le pedía explicaciones. No le quedaba más remedio que decir la verdad o, por primera vez, mentirle deliberadamente. Se enterase o no, Charlotte notaría su sentimiento de culpa. Se daría cuenta de que había faltado a la confianza que había entre ambos y a partir de ese momento no volvería a existir la misma calidez, la misma seguridad. Insistió-: Thomas, ¿cómo sabes que Voisey no apoyará el proyecto?

Charlotte temería por la seguridad de su marido si se enteraba de lo que pensaba hacer.

– Wetron no necesita que vuelva a formar parte del Círculo -contestó, sin faltar totalmente a la verdad-. Además, sería tonto si confiara en él.

¡Cuánta ironía había en aquella respuesta! ¿Acaso alguien era tan mentecato como para confiar en Voisey?

– ¿Confiarías en él? -preguntó Charlotte de forma directa y franca.

– Confiaría en que es capaz de actuar por su propio interés. Quizá para ampliar sus posibilidades de venganza.

No hacía más que empeorar las cosas. Acababa de meterse en una situación en la que era imposible decirle que colaboraría con Voisey; por otro lado, no estaba preparado para sacrificar la confianza que se tenían y mentirle. Deseaba batirse en retirada y pedirle, simplemente, que no siguieran hablando de ello, pero era una evasiva que solo aumentaría los temores de su esposa.

– Voisey no está implicado en este asunto. -Las palabras de Charlotte eran una afirmación más que una pregunta, pero su expresión suplicante parecía pedirle que lo confirmase.

– Desde luego que no -reconoció Pitt-. Hará cuanto esté en sus manos para perjudicar a Wetron y, si lo consigue, yo estaré encantado. De todos modos, si lo que preguntas es si sé qué se propone, tengo que responder negativamente; no lo sé.

– Pero ¡algo hará!

– Supongo que sí. Espero que haga algo.

La mujer suspiró.

– Comprendo.

A Pitt le habría gustado inclinarse, tocarla y estrecharla entre sus brazos, pero la sensación de que la había traicionado se lo impidió.

Se hundió un poco más en el sillón, como si estuviera agotado, y sonrió a su esposa.

– Te prometo que tendré mucho cuidado -aseguró-. Al igual que Vespasia y tú, yo tampoco he olvidado lo que hizo.

5

La misma mañana que Pitt fue a St Paul para reunirse con Voisey, Charlotte telefoneó a Emily para decirle que iría a verla y que quería hablar con ella de un asunto de cierta importancia. Esta tuvo a bien cancelar los compromisos que tenía con la sombrerera y la modista y estaba en casa cuando su hermana llegó.

La recibió en la sala privada, la de los cojines con dibujos de grandes flores. El bastidor de bordado se encontraba junto a la cesta con los hilos de seda, bajo el cuadro del castillo de Bamburgh con el mar de fondo.

Emily llevaba un vestido de muselina de su color preferido: el verde claro. El corte era del año anterior, pero nadie se daría cuenta a menos que fuese un fanático seguidor de la moda. La línea de la falda, lo amplio de las mangas y la colocación de los abalorios o los lazos delataban ese hecho.

El paso del tiempo había sido muy generoso con Emily. Mediada la treintena, aún conservaba una figura esbelta, pues había tenido dos hijos en lugar de la media docena que habían parido muchas de sus amigas, y su piel poseía la delicadeza del alabastro, propia de las rubias naturales. No era exactamente hermosa, pero desprendía elegancia y carácter. Lo mejor era que sabía qué la favorecía y qué no le sentaba bien. Evitaba lo vulgar y para las ocasiones importantes escogía colores fríos: los azules y los verdes del agua, los grises y los granates de las sombras. No se vestiría de rojo aunque le fuera la vida en ello.

Charlotte estaba limitada por las restricciones económicas. Eran muchas las ocasiones en las que, para moverse en sociedad, había tenido que pedir ropa prestada a Emily, lo cual era un engorro porque medía cinco centímetros más, o a la tía abuela Vespasia. Por añadidura, ninguna de las dos poseía su tez cálida y con toques ambarinos, sus ojos grises y su pelo de color caoba.

Esta vez Charlotte solo iba a conversar con su hermana, por lo que el vestido de muselina azul grisácea y mangas amplias era totalmente adecuado.

– ¡Charlotte! -Emily la aguardaba en la puerta del gabinete, con el rostro muy animado. Le dio un rápido abrazo y retrocedió-. ¿Qué ocurre? Tiene que haber pasado algo importante, de lo contrario, no habrías venido a esta hora. ¿Se trata de uno de los casos de Thomas? -Su tono reveló un deje de apremio, casi de esperanza.