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Pitt notó que tenía hambre aunque, por encima de todo, le habría apetecido beber una taza de té caliente. Tenía la boca seca y estaba harto de permanecer en el mismo sitio. A pesar de que era verano, a la sombra la mañana aún era fría. El empedrado seguía mojado por el rocío de la noche. Todavía no se había acostumbrado al olor rancio de la madera húmeda y las alcantarillas.

En los adoquines del otro extremo de la calle se oyó un ruido sordo y apareció un carro viejo, tirado por un caballo de pelaje grueso. Al llegar a la mitad, el carretero se apeó de un salto. Desaparejó al animal y dejó que se marchara al trote. Segundos después apareció otro carro parecido y se detuvo detrás. Ambos vehículos estaban ladeados.

– Correcto -musitó Narraway y se irguió.

Estaba muy serio. Gracias a la suave pero penetrante luz, cada pequeña arruga de su rostro era visible. Daba la sensación de que todas las pasiones que había experimentado a lo largo de la vida habían dejado su huella en él, si bien la impresión dominante que transmitía era de inquebrantable fuerza.

A lo largo de la calle se habían desplegado seis policías, la mayoría de los cuales parecían armados. Otros se habían situado en la parte trasera de los edificios y en los extremos de la calle.

Tres agentes avanzaron con un ariete para abrir la puerta por la fuerza. En ese momento se hizo añicos el cristal de una ventana de las plantas superiores y todos permanecieron inmóviles. Un segundo después sonaron disparos y las balas rebotaron en las paredes a la altura del hombro y por encima. Nadie resultó herido.

La policía respondió a los disparos y estallaron los cristales de otras dos ventanas.

A lo lejos, un perro ladró con furia; se oía el ruido sordo del tráfico pesado que discurría por Mile End Road, a una calle de distancia.

Los disparos se reanudaron.

Pitt era reacio a participar. Pese a todos los delitos que había investigado a lo largo de sus años en el cuerpo de policía, lo cierto es que jamás había tenido que disparar a un ser humano y la idea le producía un frío dolor.

En ese momento, Narraway corrió hasta donde se encontraban dos hombres, agazapados detrás de los carros; una bala se empotró en la pared, justo por encima de la cabeza de Pitt. Sin pararse a pensar, éste levantó el arma y disparó hacia la ventana de la que había salido la bala.

Los hombres que portaban el ariete habían llegado al extremo de la calle, por lo que quedaban fuera de la línea de fuego. Cada vez que una sombra se movía tras los restos del cristal de las ventanas, Pitt disparaba y se apresuraba a recargar su arma. Aunque detestaba disparar a personas, descubrió que sus manos estaban firmes y que lo dominaba una suerte de regocijo.

Calle arriba repiquetearon más disparos.

Narraway observó a Pitt, le lanzó una mirada de advertencia y recorrió el empedrado hasta donde se encontraban los hombres con el ariete. De una ventana de la planta superior salió otra lluvia de disparos que chocaron contra las paredes y rebotaron o se hundieron en la madera de los carros.

Pitt volvió a disparar y apuntó en otra dirección. Se trataba de otra ventana, desde la cual hasta entonces nadie había disparado. Vio el cristal roto, iluminado por el reflejo de la luz del sol.

Los disparos procedían de diversos lugares: la casa, la calle y el extremo de la vía. Un policía se dobló y se desplomó.

Pitt volvió a disparar hacia arriba, primero contra una ventana y después contra otra, dondequiera que veía una sombra en movimiento o un fogonazo.

Nadie se acercó al herido. Pitt comprendió que no podían hacerlo porque quedarían al descubierto.

Un disparo alcanzó el metal de la farola que se alzaba a su lado y produjo un intenso chasquido que le aceleró el pulso y casi lo dejó sin aliento. Afirmó deliberadamente la mano para el siguiente disparo, que atravesó la ventana. Su puntería mejoraba. Abandonó la protección de la farola y se dispuso a cruzar la calle para acercarse al agente caído. Se encontraba a veinte metros. Un nuevo disparo pasó por su lado y chocó contra la pared. Pitt tropezó y se dejó caer muy cerca del policía. El empedrado estaba manchado de sangre. Reptó el último metro que lo separaba del herido.

– Quédese tranquilo -aconsejó en tono apremiante-. Lo pondré a salvo y luego le echaremos un vistazo.

No sabía si el agente lo oía. Su cara estaba de un color blanco pastoso y tenía los ojos cerrados. Parecía rondar los veinte años y tenía la boca ensangrentada.

Era imposible que Pitt lo trasladase, ya que no se atrevía a incorporarse; si lo hacía, se convertiría en un blanco perfecto. Hasta era posible que, de rebote, lo alcanzase una bala disparada por uno de los suyos, que volvían a abrir fuego con presteza. Se inclinó, cogió al agente por los hombros, retrocedió torpemente y lo arrastró por encima de los adoquines hasta que por fin quedaron al amparo de los carros.

– Quédese tranquilo -repitió, aunque en realidad hablaba para sí mismo.

Comprobó sorprendido que el agente abría los ojos y esbozaba una débil sonrisa. Con sobresaltado alivio Pitt vio que la sangre de la boca manaba de un corte que tenía en la mejilla. Lo examinó rápidamente para averiguar dónde había sufrido heridas y taponarlas. Siguió hablando en tono suave y tranquilizador para ambos.

El agente había sufrido una herida en el hombro. Perdía bastante sangre, pero no era fatal. Probablemente al caer se había dado con la cabeza en los adoquines, lo que le había dejado sin sentido. De no haber llevado el casco habría podido ser peor.

Pitt hizo lo que pudo con una manga del uniforme, que le arrancó y colocó sobre el hombro sangrante. Cuando terminó, cuatro o cinco minutos después, ya se habían acercado otros agentes a ayudarlo. Les pidió que retirasen al herido y cogió su arma. Se agachó y corrió hasta los que portaban el ariete en el preciso momento en que cedía el marco de la puerta que, al abrirse, chocó estrepitosamente contra la pared.

Nada más entrar había una escalera estrecha. Los policías subieron a la carrera, Narraway les pisaba los talones y Pitt se pegó a su espalda.

Más arriba resonó un disparo y se oyeron voces crispadas y ruido de pisadas; hubo más disparos a lo lejos, probablemente en el fondo de la casa.

Pitt subió los peldaños de la escalera de dos en dos. Al llegar a la segunda planta encontró una amplia estancia que, probablemente, en su origen eran dos habitaciones. Narraway permanecía de pie en medio de la luz intensa que entraba por las ventanas rotas. En el otro extremo se abría la puerta de la escalera que descendía hacia el fondo de la casa. Había tres policías con las armas a punto y dos jóvenes que permanecían absolutamente inmóviles. Uno de ellos tenía el pelo oscuro y largo y la mirada enloquecida. Sin la sangre y la hinchazón en la cara habría sido apuesto. El otro era más delgado, algo demacrado, con el pelo de color dorado rojizo. Sus ojos eran de un azul verdoso casi exageradamente claro. Aunque parecían asustados, ambos intentaban mostrarse desafiantes. Dos policías los esposaron violentamente.

Narraway volvió la cabeza hacia la puerta, junto a la que se encontraba Pitt, y en silencio indicó a los policías que se llevasen a los detenidos.

Pitt se hizo a un lado para dejarlos pasar y recorrió la estancia con la mirada. Con excepción de un par de sillas y de un hato de mantas apiladas en el otro extremo no había nada más. Los cristales de todas las ventanas estaban rotos y las paredes, acribilladas a balazos. Era todo lo que esperaba ver, exceptuando la figura inmóvil tendida en el suelo, con la cabeza en dirección a la ventana del centro de la estancia. La tupida cabellera de color castaño oscuro del hombre caído estaba empapada en sangre.

Pitt se acercó y se arrodilló a su lado. Estaba muerto. En el suelo también había sangre. Lo habían matado de un único disparo. La bala había entrado por la nuca y salido por el rostro; su lado izquierdo estaba destrozado. El derecho indicaba que en vida había sido guapo. Su expresión manifestaba sorpresa.