– Y tu gran sensatez -apostilló Landsborough. Vespasia sonrió ligeramente.
– Espero que tenga la amabilidad de concederme el placer de oír su opinión -añadió Denoon a regañadientes. Cordelia lo miró, furiosa.
– Espero que Vespasia nos ofrezca algo más que su opinión. Dado que coincide con nosotros en la urgencia y la necesidad de acabar con la violencia y de tomar alguna medida para que la policía pueda hacerlo antes de que la ola de destrucción nos arrolle a todos, Vespasia podría sernos de gran utilidad.
Durante unos segundos el intento de dominar su arrogancia se reflejó en el rostro de Denoon, pero no tardó en disimularla. Miró con afabilidad a Vespasia.
– Me parece excelente. Sé perfectamente que tiene mucha influencia en ciertas personas cuyo apoyo necesitaremos. Huelga decir que dicha influencia sería de un valor incalculable.
La criada entró con la bandeja del té y el debate se centró en cuestiones prácticas. Mencionaron a otros parlamentarios, a directores de periódicos y de panfletos políticos y hablaron de conseguir su ayuda o, en el caso de que no compartieran sus ideas, del mejor modo de contrarrestarlos.
Vespasia se fue en cuanto la cortesía se lo permitió. Dijo que tenía otros compromisos. Se excusó y se despidió de Cordelia y de Denoon. Algunos minutos antes Enid había abandonado el gabinete sin dar explicaciones. Vespasia pidió que se despidieran por ella y se dirigió al vestíbulo en compañía de Landsborough.
El mayordomo mandó buscar su coche; durante la espera, Vespasia miró hacia el pasillo que daba a la puerta que conducía al jardín y vio que Enid hablaba en voz baja con un lacayo. No llevaba la librea de los Landsborough, por lo que probablemente pertenecía a la casa de Enid y había llegado con ella. Se trataba de un joven apuesto, condición que a menudo se exigía a los de su profesión. De todos modos, fue su expresión lo que llamó la atención de Vespasia y la mantuvo momentáneamente atenta. La mirada del joven era directa, muy sincera, y escuchaba a Enid como si esta le diera instrucciones para llevar a cabo una tarea complicada y de gran importancia. El lacayo se cuadró mientras Enid le hablaba en voz baja; se acercó a él más de lo necesario y parecía que no habían reparado en la presencia de nadie más.
En ese momento Landsborough regresó y sus pisadas interrumpieron la escena. Enid se calló y el lacayo retrocedió un paso y recobró su actitud sumisa. Aceptó las instrucciones y se retiró para cumplirlas. Enid regresó lentamente al vestíbulo y con gran naturalidad se acercó a Landsborough.
Vespasia volvió a despedirse. Enid se lo agradeció y se dirigió hacia el gabinete. Landsborough acompañó a Vespasia hasta el coche.
– ¿Estás realmente convencida de que será bueno que se dé más armas a la policía? -preguntó Sheridan, con la cara fruncida de preocupación. Ya estaban en la acera.
La mujer dudó. Landsborough la miraba con desconcertada honestidad y a cambio esperaba sinceridad. En el pasado se habían dicho muchas cosas que probablemente eran más amables que verdaderas, aunque nunca con la intención de engañar. Pero en esos momentos era distinto; aquella faceta de su relación pertenecía al pasado y hacía mucho tiempo que los acontecimientos la habían alterado. La pena y la sabiduría habían sustituido a la impaciencia, y en el presente la soledad era de otra naturaleza y requería un tratamiento distinto.
¿Qué verdad sería soportable en medio de un sufrimiento tan desgarrador? Al evocar el afecto de la expresión de Enid cuando lo miró, Vespasia no solo recordó la frialdad de Cordelia, sino la clara indiferencia que había manifestado Sheridan. También estaban presentes otras penas, más antiguas, pesares que podía deducir. Por el bien de todos, ¿hasta qué punto debía confiar en él?
Un coche avanzó por la calle, el caballo levantó las patas a gran altura y su arnés resplandeció bajo el sol.
– Es necesario hacer frente a los anarquistas -respondió Vespasia-. Pero todavía no sé con certeza cómo.
– Aumentar las competencias policiales no es el camino adecuado -añadió Landsborough con gran seriedad-. Magnus me habló mucho de los abusos que ya se habían cometido. La ley debe proteger a los inocentes y también atrapar y castigar a los culpables; de lo contrario, se convierte en una licencia para oprimir.
– Lo sé.
Vespasia escrutó su rostro, deseosa de comprender las emociones que había tras sus palabras. ¿Hasta qué punto estaba al corriente de lo que Magnus había hecho? ¿Qué podía creer que fuera soportable para él?
– ¡No confíes en Voisey! -exclamó Sheridan y repentinas y profundas emociones dieron gravedad a su voz-. ¡Te lo ruego! Vespasia, sigas el camino que sigas, ten mucho cuidado y asegúrate de en quién confías. Hay en juego mucho más de lo que parece.
Como si se hubiera dado cuenta de que lo observaban desde las ventanas que se encontraban a sus espaldas, Landsborough se despidió, la ayudó a subir al coche e inclinó educadamente la cabeza cuando el coche se alejó.
6
Tellman estaba empeñado en dar lo antes posible con Jones el Bolsillo, pero sabía que debía hacerlo con sumo cuidado y en su tiempo libre, no durante su jornada en Bow Street. Si alguien lo veía tendría que dar explicaciones de su interés por un hombre cuyos delitos, en el caso de que existieran, no se habían cometido en su distrito. Tarde o temprano la situación llegaría a oídos de Wetron, que no tardaría en sacar sus propias conclusiones.
La primera noche, Tellman se puso ropa vieja, que era algo que detestaba porque le recordaba su juventud, los tiempos en los que era lo único que tenía. Muy a su pesar, tuvo que hacerlo. Necesitaba pasar desapercibido y sabía que su cara chupada y peculiar era reconocible en demasiados lugares. Era la única ventaja de desplazarse a la zona de Cannon Street, pero tampoco se atrevía a pedir ayuda a los agentes de esa comisaría. No tardarían en mencionárselo a Simbister y, pocas horas después, llegaría a oídos de Wetron. Si Pitt tenía razón y la corrupción estaba tan extendida como temía, Tellman no trabajaba con la policía, sino contra ella.
Había nacido en el East End. Conocía las calles, los callejones, los atajos, las tabernas y las casas de empeño. Ya no trataba a muchos de sus habitantes, pero sabía perfectamente cómo eran sus vidas. Fue extraño y desagradable volver a recorrer esos lugares conocidos, como si el olor jamás hubiera abandonado el fondo de su garganta y sus pies todavía reconociesen el empedrado irregular que pisaba.
Había pasado muchas veces frente a cada una de esas tiendas y casas; solía ir con las botas agujereadas, siempre hambriento, sin saber si obtendría alimento o calor y temeroso del futuro. Si Jones el Bolsillo procedía de ese barrio, Tellman lo comprendería demasiado para sentirse cómodo persiguiéndolo. El caso de Grover era todavía peor. Tellman lo compadecería porque conocía la vida de la que había escapado y lo odiaba porque había traicionado el camino que el propio Tellman había seguido para salir.
Grover también había visto cómo su madre luchaba para alimentar y vestir a sus hijos y probablemente había perdido a alguno de ellos por culpa de alguna enfermedad. Tellman jamás olvidaría el silencio, el miedo y el sufrimiento que había en su casa. Los viejos podían morir, era previsible, pero a pesar de los años transcurridos el dolor seguía siendo aterrador e inconsolable cuando se trataba de un niño. Si cerraba los ojos aún veía el rostro de su madre la noche que ocurrió, y volvía a sentir aquella impotencia.
Una parte de su ser odiaba a Grover por aprovecharse de los demás. Sin embargo, comprendía que, si se tiene hambre y se está desesperado, se coge lo que se puede cuando se puede. Había que ser muy fuerte, listo o afortunado para no acabar derrotado.
De todos modos, esos pensamientos no afectaban en absoluto su decisión de dar con Jones el Bolsillo y detenerlo. Aunque era una situación que no le producía la menor alegría.