En el transcurso de la noche visitó todas las tabernas situadas en un radio de tres kilómetros de la Dirty Dick y la Ten Bells. Observó a los propietarios y buscó el camino más corto paradesplazarse de una taberna a otra.
Al día siguiente envió a los hombres que solían trabajar con él a realizar diversos recados que los mantendrían ocupados toda la tarde. A mediodía regresó a la Ten Bells. Según lo que Pitt había explicado, era el día de recaudación,por lo que pidió un bocadillo de ternera y una jarra de cerveza yse dispuso a esperar. Se sentó cerca de la puerta y observó acuantos entraban.
Para mayor seguridad había llegado temprano. Al cabo de media hora, un hombre con una larga nariz y el pelo alborotado entró, bromeó con la camarera y pidió un pastelito caliente y una pinta de cerveza.
Tellman estuvo a punto de no fijarse en el siguiente parroquiano. Tenía la cara afilada y puntiaguda, ojos saltones y llevaba un ancho abrigo que al moverse le golpeaba las piernas. De repente la cara de la tabernera rubia se volvió inexpresiva. Sin aguardar a que hablase, la mujer le sirvió una medida de ginebra en un vaso y la dejó encima de la barra. El hombre la cogió, la bebió con un rápido movimiento y volvió a dejar el vaso vacío en la barra. No hubo intercambio de dinero.
Tellman apuró su cerveza y se puso en pie.
La tabernera extendió la mano, con la palma hacia arriba.
El hombre del abrigo buscó una moneda y se la entregó.
Tellman se sintió ridículo. Tendría que volver a sentarse. Después de todo, ese individuo no era Jones.
La tabernera estaba rígida e incómoda. En su rostro no había ninguna sonrisa, como la que le había dedicado a Tellman que, después de todo, era un desconocido en la taberna. Se dirigió al cajón en el que guardaba el dinero como si fuera a buscar el cambio. Hizo un movimiento brusco, llevó la mano a otro cajón y sacó una bolsa con monedas. Lo cerró bruscamente, se volvió y le entregó la bolsa al hombre. Este la cogió, pronunció unas palabras que Tellman no llegó a oír y con mucho cuidado guardó las monedas en uno de los amplios bolsillos exteriores de su abrigo. El pago se había realizado pero, para cualquiera que hubiese estado menos atento, lo ocurrido no era más que el habitual intercambio de dinero por una consumición.
Jones había terminado su tarea. Se dio la vuelta y salió a la calle. Tellman salió detrás de él.
Lo siguió, aunque a cierta distancia. Incluso se permitió perderlo de vista, ya que sabía adónde iba. Solo lo preocupaba que no entregase el dinero ese mismo día. En ese caso no sabría dónde encontrar nuevamente a Jones antes de la semana siguiente en la misma ruta, pero Pitt no podía esperar siete días más.
Eran cerca de las seis y no había visto que Jones diera el dinero a otra persona o entrara en un edificio que pudiese ser su hogar.
Al final Jones entró en una taberna de Bethnal Green y pidió la cena. Pitt reparó en que la camarera se la sirvió sin pedirle que pagase. En un primer momento llegó a la conclusión de que formaba parte de su ronda, pero vio que la mujer reía y se dio cuenta de que no estaba molesta. Caminaba contoneando ligeramente las caderas. Parecía muy segura de sí misma; coqueteó con otros clientes cuando pasaba a su lado, miró a algunos y les guiñó el ojo. Bromeaba con ellos. Un hombre corpulento replicó y la camarera fingió que se escandalizaba. Sonaron más risas. Jones se sumó a ellas.
La mujer regresó a la barra, apuntó algo en un trozo de papel y lo guardó en el cajón.
Jones era un cliente habitual. No la extorsionaba: la mujer simplemente apuntaba la cena en su cuenta. Sin duda solía comer allí. Lo más probable es que viviese cerca.
Por fin había averiguado dónde encontrar nuevamente a Jones. Se marchó con paso ágil. Notó que estaba hambriento, pero decidió comer en otro lugar, no quería cenar en la misma taberna que Jones el Bolsillo.
Tellman llegó a su alojamiento con una sensación triunfal, pero cuando se tumbó en la cama y pensó en ello se dio cuenta de que, aunque sabía exactamente qué era lo que había visto, no tenía pruebas de que Jones hubiera cometido un delito por el que pudiese arrestarlo. Paradójicamente, pensó que si el proyecto de la nueva ley se hubiera aprobado habría podido aplicar las nuevas competencias de la policía. Claro que lo último que le apetecía era llevar un arma y, menos aún, que la policía corrompida por Wetron y los de su calaña dispusieran de ellas.
Necesitaba una excusa para detener a Jones y mantenerlo encerrado el tiempo suficiente para que Pitt ocupara su lugar, recaudara el dinero y esperara a que sus jefes fuesen a buscarlo.
Sin embargo… si los jefes suponían que Pitt también era corrupto, como ellos esperaban, sus motivos para detener a Jones no tenían por qué ser honrados.
Pero si los jefes no eran corruptos y Wetron se enteraba, Tellman caería en sus redes y pagaría por su delito durante el resto de su vida.
Se dio la vuelta y se tapó con la ropa de cama. Tuvo la sensación de que la almohada estaba llena de plumas apelmazadas. Tan pronto tenía mucho calor como al minuto siguiente se moría de frío.
Había algo peor que caer en las redes de Wetron: perdería el honor. ¿Qué pensaría su madre? Imaginó su desprecio y también, más amargo que el desprecio, su dolor.
Por no hablar de Gracie. Se pondría furiosa con él por no haber sido lo bastante inteligente para encontrar una salida más airosa. A sus ojos dejaría de ser un héroe.
Desde un punto de vista legal, ¿con qué motivo podía arrestar a Jones? Era culpable de extorsión, pero no había forma de demostrarlo porque nadie declararía que había pagado contra su voluntad; nadie se atrevería a decirlo. Si lo hacía, se arriesgaba a recibir la visita de la policía, que, misteriosamente, encontraría en su casa mercancía robada, dinero falsificado o algún documento comprometedor cuidadosamente colocado a fin de comprometerlo.
Se incorporó en la cama y, a través de la camisa de dormir, notó el aire frío. ¡Ya lo tenía! No había visitado todas las tabernas del barrio. Al día siguiente Jones iría a cobrar más dinero. ¿Y si en alguna le pagaban con billetes falsificados? Sería fácil organizarlo. No era un delito pagar una extorsión con dinero falsificado. Tellman no tendría dificultades para hacerse con un puñado de billetes falsos. En la zona de Bow Street había al menos un timador que le debía un favor y que estaría encantado de saldar su deuda. ¿Cuánto costaba un billete falsificado? Dadas las circunstancias, muy poco.
Evidentemente tendría que moverse con mucho cuidado: vigilaría a Jones, se cercioraría de que cogía el billete y solo entonces lo detendría. El dinero falso, a cuyo autor no podría delatar porque no lo conocía, sería el motivo que le permitiría ponerlo entre rejas durante varios días, tal vez una semana, el tiempo suficiente para que Pitt pudiera reunirse con sus jefes.
Tellman estaba demasiado desvelado para conciliar el sueño; ya había tomado una decisión. Lo único que faltaba concretar era a quién llevaría consigo para efectuar el arresto. No se atrevía a hacerlo solo por si Jones le plantaba cara, cosa que podía ocurrir. En zonas como Mile End o Whitechapel había suficientes callejones oscuros o patios cerrados en los que podía clavarle un cuchillo y escapar. Nadie acudiría en ayuda de Tellman, que no se atrevería a recurrir a la policía local. Cualquier agente podía ser tan corrupto como el propio Jones, e incluso podía ser su jefe o un intermediario.
Se tumbó y al final durmió con un sueño ligero; cuando despertó, empezó a pensar en quién confiaba lo suficiente como para que lo acompañase.
Finalmente, apenas tuvo elección. Se llevaría a Stubbs o a Cobham. Éste era novato y se mostraba poco dispuesto a acatar órdenes. Solía hacer preguntas y buscar un motivo para todo y no había tiempo para explicaciones. Elegiría a Stubbs. Lo único que sabía acerca de ese agente era que, al igual que él, era el mayor de una familia numerosa. De vez en cuando se refería a su madre, aunque nunca hablaba de su padre. Tal vez estaba muerto. Era posible que Stubbs tuviese ambiciones o lealtades personales, pero lo mismo podía decirse de todos los demás. Ese temor podía impedir que Tellman se atreviese a dar un solo paso. Era una de las peores cosas de la corrupción: paralizaba la acción, dificultaba la toma de decisiones hasta que, al final, dudabas de todos, incluso de tu propia capacidad.