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Cuando salió, muy temprano, a buscar el dinero falsificado la mañana era fría y una ligera bruma cubría el río. A las ocho ya había hablado con el dueño de la taberna que pagaría a Jones con los billetes falsos. Para cerciorarse de que todo fuera bien, Tellman le recordó las dificultades que podía tener si la operación fracasaba y las futuras ventajas de las que disfrutaría si tenía éxito.

A las nueve estaba en Bow Street, como siempre; cumplió con sus deberes y se mantuvo tan apartado como pudo de Wetron. Prefirió no correr el riesgo de comentarle a Stubbs que lo necesitaba; a la hora de comer fue a verlo a su mesa, donde estaba resolviendo el papeleo y le dijo que tenía una tarea para él. Stubbs, que detestaba el trabajo burocrático, aceptó encantado.

Salieron juntos e interrogaron a un prestamista acerca del robo de una urna y un par de candelabros de plata. Era algo que Tellman podría haber hecho perfectamente en solitario; luego, se dirigieron al este, como si prosiguiesen la investigación. Compartieron un agradable almuerzo en la taberna Smithfield y se dirigieron tranquilamente al pub en el que Tellman supuso que Jones recaudaría el dinero de la extorsión. En un principio, pensó dar antes con Jones, cerca de donde vivía, y seguirlo hasta la taberna en la que estaba el dinero falso. Pero si Stubbs era leal al Círculo Interior o a cualquiera de sus miembros, si estaba en deuda con ellos, se asustaba o simplemente Tellman se mostraba descuidado, se las apañaría para advertir a Jones del riesgo que corría.

Por lo tanto, estaban obligados a esperar. El cielo se encapotó y cayó un chaparrón que los hizo tiritar de frío. Stubbs se mostraba cada vez más desconcertado y descontento.

Tellman decidió que no le daría explicaciones, ya que tendría que contarle algunos detalles que no le apetecía mencionar.

Cayó otro chubasco. Durante unos minutos el granizo golpeó los escaparates de la tienda situada a sus espaldas. En ese momento apareció Jones; caminaba por la acera, con los faldones del abrigo aleteando y con el sombrero negro calado. Entró en la taberna, salió diez minutos después, se pasó el dorso de la mano por los labios y se dispuso a cruzar la calle hasta la acera de enfrente.

– ¡Adelante! -exclamó Tellman tajantemente-. ¡Es nuestro hombre!

– ¿Por qué? -preguntó Stubbs, aunque obedeció rápidamente. Metió el pie en un charco y maldijo en voz baja-. ¿Quién es?

– Alguien que pasa dinero falsificado -contestó Tellman.

– ¿Cómo lo sabe?

Stubbs lo alcanzó al tiempo que, un poco más adelante, Jones entraba en un callejón para coger un atajo hasta su siguiente parada.

– Es mi trabajo -repuso Tellman. Cruzó la calle tras Jones y se internó en el callejón.

Le preocupaba seguir al extorsionador a un lugar que no conocía y en el que fácilmente podían tenderle una emboscada, pero no se atrevía a perderlo de vista. Si dejaba de verlo durante un par de segundos podría pasarle el dinero a alguien y su plan se iría al garete.

La corrupción policial lo indignaba profundamente y le resultaría insoportable fracasar a causa de un momento de cobardía. Por añadidura, dejaría a Pitt en la estacada, lo cual era casi peor.

El callejón estaba oscuro, las nubes de tormenta teñían el cielo de gris y hacían que las sombras resultasen agoreras. Jones iba más adelante y se acercaba velozmente a un hombre fornido, con un pecho imponente y las piernas cortas y ligeramente arqueadas. Tenía un rostro fuerte, con facciones afiladas y ojos hundidos. Permaneció en el centro de callejón, justo en la trayectoria de Jones, pero este no vaciló y tampoco hizo ademán de darse la vuelta o querer distanciarse.

Tellman ya no podía elegir. En cuanto el dinero cambiase de manos se quedaría sin motivos para detener a Jones.

– Tenemos que cogerlo -dijo con voz queda.

De esa forma comprobaría de qué lado estaba Stubbs. Se le hizo un nudo en el estómago y se le cerró tanto la garganta que durante unos instantes le costó respirar. Se adelantó, se lanzó sobre Jones, lo cogió por detrás, le retorció el brazo a la espalda y mantuvo su cuerpo como un escudo ante el otro hombre. Si llevaba un arma, fuera la que fuese, de momento no la utilizaría. A sus espaldas oyó las pisadas de Stubbs en el pavimento.

– Policía, señor Jones -dijo Tellman con toda claridad-. Queda detenido por pasar dinero falsificado.

Jones lanzó una exclamación, en parte de sorpresa, pero sobre todo de dolor, porque intentó soltarse y Tellman le aferró el brazo con más fuerza.

– ¡Comprobará que no llevo nada! -declaró, ultrajado.

– Usted es de Bow Street -intervino en tono suave el hombre de las facciones afiladas. Su voz era ligera y su dicción extraordinariamente clara, lo que no coincidía en absoluto con su imagen-. ¿Qué hace aquí? Me llamo Grover. Soy el sargento Grover, de Cannon Street.

– Soy el sargento Tellman. Le sigo la pista al dinero desde la zona de Bow Street -repuso Tellman.

– ¡Es mentira! -exclamó Jones, indignado-. Nunca he estado ni siquiera cerca de Bow Street.

– Sargento Tellman, ¿está totalmente seguro? -preguntó Grover y dio un paso hacia ellos, por lo que solo quedó a tres metros de distancia.

Tellman retrocedió, arrastró consigo a Jones, se alejó de Grover y se aproximó a Stubbs.

– Sí, sargento, estoy seguro -contestó-. Es muy fácil comprobar si lleva encima dinero falsificado. Echemos un vistazo. ¡Agente Stubbs! -No le pidió que sujetara a Jones. Si lo soltaba, podían convertirse en tres contra uno y a Tellman no le quedaría ninguna salida. Ordenó-: Regístrele los bolsillos.

Durante unos momentos nadie se movió; por fin, Stubbs se adelantó.

Jones dejó escapar un resoplido.

– ¡Comprobarán que no llevo dinero falsificado! -se defendió, furibundo-. ¡Sargento Grover, usted me conoce! Esta es su zona. ¿Por qué permite que este agente de Bow Street se salga con la suya?

– Si lo que dice es verdad, le pediré disculpas -intervino Tellman y lo sujetó incluso con más fuerza, por lo que Jones retrocedió-. Incluso le pagaré la cena. ¡Muévase, Stubbs! ¿Qué le pasa?

A Tellman le costaba cada vez más sujetar a Jones; reparó en que alguien aparecía en el otro extremo del callejón y se acercaba por detrás de Grover. Este debió de oírlo, ya que se volvió, pero se giró de nuevo y miró a Tellman con una expresión de duda.

El recién llegado se acercó a la zona iluminada. Era Leggy Bromwich, un ladrón de poca monta que Tellman conocía desde hacía años. En un par de ocasiones Tellman había hecho la vista gorda cuando Leggy intentaba recuperar lo que era suyo, por lo que le debía algún que otro favor. No es que sirviera de mucho, pero al menos ya era algo.

– Hola, Leggy -saludó Tellman con una sonrisa que consistió, básicamente, en mostrarle los dientes-. ¿Has visto alguna buena falsificación en los últimos tiempos?

– ¿Tiene alguna, señor Tellman? -preguntó Leggy y se le iluminó la cara.

– La tendré en cuanto el agente Stubbs se decida a cumplir su trabajo.

Leggy se detuvo más allá del alcance de Grover, abrió los ojos de par en par y una ligera sonrisa alegró su rostro delgado.

Stubbs registró los bolsillos de Jones y sacó un puñado de dinero. -Solo son monedas -declaró con expresión impávida. Jones permaneció en silencio.

Tellman sintió que se le caía el alma a los pies. ¿Jones ya había entregado a Grover el billete falsificado o el tabernero lo había traicionado y no se lo había dado al extorsionador? Notó el sabor del fracaso en su boca.