– ¡Mire dentro de la camisa! -ordenó bruscamente.
– ¡Señor Tellman, ya está bien! -protestó Jones-. ¡No tienen ningún derecho! ¡Soy inocente!
Tellman retorció un poco más el brazo de Jones, que gritó.
– Sargento, no está en su distrito -advirtió Grover.
Stubbs miró a Grover e inmediatamente a Leggy. Introdujo la mano en la camisa de Jones y extrajo dos billetes de cinco libras.
– Mírelos -ordenó Tellman-. Obsérvelos atentamente.
Stubbs le hizo caso. Incluso a un metro de distancia Tellman se dio cuenta de que eran muy distintos. Al menos uno de ellos era una falsificación, y no muy buena por cierto.
– Sargento Grover, ¿qué me dice? -preguntó Tellman, que se alegró mucho de que Leggy Bromwich estuviera presente.
– Señor Jones, no sabe cuánto me ha decepcionado -aseguró Grover con falso pesar y retrocedió un paso-. Parece que, después de todo, el sargento Tellman tenía razón. Ha sido descuidado, muy descuidado.
Tellman volvió a mostrar los dientes a modo de sonrisa.
– Es una falsificación. Esta porquería es inútil. ¡No me gustaría que me pagasen una deuda con un puñado de esos papeles! Agente Stubbs, tenga la amabilidad de darme las esposas. Tendremos que llevarnos al señor Jones. Señor Grover, Leggy, que pasen un buen día. -Empujó a Jones para que mirara hacia el otro extremo del callejón y lo hizo avanzar, con Stubbs a su lado.
Se dirigió hacia la calle principal en la que, con un poco de suerte, encontrarían un coche de caballos. No volvió la vista atrás para ver la expresión de Grover ni la satisfacción que supuso iluminaba el rostro de Leggy Bromwich. Durante al menos un par de meses lo más sensato sería no volver a cruzarse con Grover.
Esa noche, después de dar la noticia a Pitt, Tellman se encontraba con Gracie en la calle, a la entrada del Gaiety Music Hall. La muchacha resplandecía de entusiasmo. Hacía casi tres semanas que le había prometido llevarla y en dos ocasiones habían tenido que postergarlo por culpa de las peticiones de Pitt. Esa noche estaba dispuesto a olvidarse de todo y salir con Gracie. Su luminoso rostro era suficiente motivo para tratar de apartar el problema de la corrupción de sus pensamientos, al menos hasta que regresara a su alojamiento y se diera cuenta de que no podía confiar en nadie.
Por otro lado, cabía la posibilidad de que los anarquistas estuvieran equivocados en cuanto al grado de corrupción. No eran, precisamente, personas muy sensatas o racionales. ¿Cómo podían hablar de algo tan absurdo como destruir el orden establecido a fin de volver a crear la justicia a partir del caos?
La duda de lo que Stubbs habría hecho si Leggy Bromwich no hubiese estado presente perseguía a Tellman. ¿Qué debía de haberle contado Stubbs a Wetron? Y, por otra parte, ¿qué le habría dicho Grover a Simbister? ¿Creía que Jones había dado realmente dinero falso o sabía que era el propio Tellman el que había colocado ese billete? De lo que estaba seguro era de que Grover no se delataría y acusaría al tabernero de pagar el dinero de la extorsión con billetes falsos.
Si la corrupción estaba tan extendida como temía Pitt y no la erradicaban, Tellman tendría que enfrentarse a un nuevo problema. Con profundo pesar se dio cuenta de que no podría continuar en la policía. Tendría que dedicarse a otra profesión… ¿cuál? No sabía hacer otra cosa. Acababa de proponerle matrimonio a Gracie. ¿Qué podía ofrecerle si no tenía trabajo?
La joven se aferró a su brazo, para no separarse de él en medio del gentío que empezó a avanzar cuando se abrieron las puertas. Fue una sensación agradable, cálida y enternecedora. ¡Bien sabía Dios cuánto había tenido que esperar para que Gracie le hablase cordialmente! Recordó el desdén que al principio había manifestado hacia él. Pasaba a su lado con la barbilla en alto, lo cual era todo un logro si se consideraba que apenas llegaba al metro y medio y era muy delgada. Sin embargo, tenía mucho carácter y desde el primer momento Tellman quedó fascinado. También debía reconocer que durante casi un año se había engañado y convencido de que lo único que ocurría era que lo irritaban sus intervenciones.
Entraron con el gentío y buscaron sus asientos. Se oían comentarios y risas mientras las mujeres se acomodaban las faldas, se quejaban de quienes tenían al lado y saludaban a los conocidos.
El espectáculo era excelente: un acróbata, un malabarista, dos contorsionistas que trabajaban juntos, una bailarina, varios cantantes y dos cómicos de primera. Tellman había comprado chocolate y caramelos de menta para Gracie y en el entreacto se proponía invitarla a una limonada. Durante tres horas apartaría de su mente todo lo que tuviese que ver con los delincuentes.
Se alzó el telón. En medio de los aplausos, el maestro de ceremonias anunció las actuaciones con el habitual lenguaje florido y rebuscado. Gracie y Tellman disfrutaron con el malabarista, que además de divertido era muy hábil, y con el acróbata, elegante y con dotes para la mímica. Se sumaron entusiasmados a los cantantes, al igual que hizo todo el público. La primera parte del espectáculo concluyó con desternillantes carcajadas tras la actuación de uno de los cómicos.
Cuando cesaron los aplausos y el telón de terciopelo rojo cayó, Tellman se puso en pie.
– ¿Te apetece una limonada?
– Sí, Samuel, gracias -aceptó Gracie cortésmente-. Me encantaría.
Tellman regresó diez minutos después. Gracie cogió el vaso y bebió con el ceño ligeramente fruncido.
– ¿Qué te pasa? -preguntó el policía, preocupado-. ¿Está demasiado acida?
– Está deliciosa -contestó-. Estoy preocupada por el señor Pitt.
– ¿Por qué? -inquirió, deseoso de tranquilizarla. Si había reparado en la ansiedad de Pitt o en el sentimiento de culpa que lo carcomía porque el cuerpo en el que trabajaba y en el que había creído durante toda su vida estaba bajo sospecha de corrupción, tendría que alejarla de la verdad y darle otra explicación-. No olvides que trabajar enla Brigada Especial esmuy duro. No resulta tan sencillo como ser policía decomisaría.
– Tienes toda la razón -coincidió y bebió otro sorbo de limonada. Cuando prosiguió, su voz sonó tan bajo que probablemente los de al lado no la oyeron-: Intenta averiguar si los estúpidos que colocaron la bomba dicen la verdad acerca de la policía. Pero no se lo puede preguntar a cualquiera, ¿verdad? ¿En quién puede confiar?
– ¡Casi todos nosotros somos tan honrados como los integrantes de laBrigada Especial y el señor Pitt lo sabe!-exclamó Tellman acaloradamente.
– Sabe que tú lo eres -lo corrigió-. Del resto no sabe nada.
– Claro que sí. Sabe que… -Calló, consciente de que ni siquiera él mismo sabía en quién podía confiar.
Gracie lo observó con una mirada sagaz y reparó en la duda que había alterado su rostro. Tellman notó calor en las mejillas y se dio cuenta de que se había ruborizado.
– ¿Te lo ha contado? -preguntó abiertamente tras dejar a un lado la limonada-. Por lo tanto, sabes de qué está asustado, ¿verdad?
La amistad de Gracie era demasiado valiosa para arriesgarse a decir mentiras, incluso verdades a medias.
– No puedo hablar de temas policiales, ni siquiera contigo -respondió con seriedad.
Si le hubiera dicho que lo hacía para que no se preocupara se habría puesto furiosa. Ya lo intentó una vez y lo acusó de tomarla por tonta, para postre durante los dos meses siguientes lo trató como a un leproso.
– ¡Ni falta que hace! -apostilló rígidamente-. Hace casi diez años que trabajo para el señor Pitt y sé que, le cueste lo que le cueste, no permitirá que la corrupción continúe. Tampoco lo detendrá ver que la señora Pitt esté terriblemente asustada.
– ¿No es lo que querías? -preguntó Tellman, que había notado la admiración en su tono de voz y el brillo con el que lo miro a los ojos.