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Pitt había investigado muchos asesinatos, al fin y al cabo se trataba de su profesión, pero pocos habían sido tan sangrientos como ese. Lo único positivo de esa muerte era que debió de ser instantánea. Notó un retortijón en el estómago y tragó saliva para que la bilis no le subiese. Rezó porque el responsable de esa muerte no fuera uno de sus disparos.

Narraway habló con tono quedo a sus espaldas. Pitt no había oído sus pisadas.

– Registre sus bolsillos -propuso-. Tal vez tenga algo que nos permita saber de quién se trata.

Pitt apartó la mano del hombre. Era delgada, bien formada y en el anular llevaba una sortija de sello, un anillo caro, de excelente factura, seguramente de oro.

Pitt giró el anillo. Apenas tuvo que hacer esfuerzos para sacarlo del dedo. Lo estudió de cerca. El sello mostraba un escudo de familia y en el interior llevaba la firma del joyero.

Narraway extendió la mano con la palma hacia arriba. Pitt le entregó el anillo, volvió a agacharse ante el cadáver y registró los bolsillos de la chaqueta. Encontró un pañuelo, un puñado de monedas y una nota dirigida a un tal Magnus. El resto de la hoja no estaba, como si lo hubiesen utilizado para otro mensaje.

– «Querido Magnus» -leyó Pitt en voz alta.

Narraway estudiaba la sortija con los labios apretados. A la intensa luz de la mañana, su rostro estaba alterado y con signos de cansancio.

– Landsborough -musitó como para sí.

Pitt se sobresaltó.

– ¿Lo conoce?

Narraway no lo miró.

– Lo he visto un par de veces. Se trata del hijo de lord Landsborough… de su único hijo.

La expresión de Narraway era indescifrable. Pitt no sabía si su intensidad significaba dolor, angustia ante los problemas que estaban por llegar o, lisa y llanamente, malestar por tener que dar la noticia a la familia.

– ¿Es posible que lo tomaran como rehén? -inquirió Pitt.

– Tal vez -reconoció Narraway-. Hay algo que está claro: me parece imposible que la bala llegara de la ventana, lo alcanzara en la nuca y cayese así.

– Nadie lo ha movido -afirmó Pitt con seguridad-. Si lo hubieran hecho, habría sangre por todas partes. Con una herida de estas características…

– ¡Puedo verlo con mis propios ojos! -La voz de Narraway se alteró, dominada por las emociones; quizá fuera compasión o puro rechazo físico-. Por supuesto que no lo han movido. ¿Por qué demonios iban a cambiarlo de sitio? Es evidente que le dispararon desde el interior de la estancia. Ahora se trata de averiguar por qué y quién. Tal vez está en lo cierto y lo tomaron como rehén. ¡Dios bendito, vaya lío! ¡Vamos, haga el favor de levantarse del suelo! Cuando llegue el forense veremos si nos dice algo más. Debemos interrogar a los otros dos antes de que la policía la fastidie. Detesto tener que apelar a los agentes, pero no me queda otra solución. ¡Es lo que dicta la ley! -Dio media vuelta y franqueó la puerta-.¡Venga, vámonos! ¡A ver qué han encontrado en la parte trasera!

El sargento apostado en la parte posterior se mostró desafiante, como si Narraway lo hubiera acusado de dejar escapar al asesino.

– Señor, no lo hemos visto. ¡Su hombre ha bajado la escalera sin dejar de gritar que persiguiésemos a alguien, pero no ha pasado nadie por nuestro lado! Por lo tanto, aún debe de seguir dentro.

– ¿Ha dicho mi hombre? -inquirió Narraway en tono seco-. ¿A qué hombre se refiere?

– Señor, ¿cómo quiere que lo sepa? -preguntó el sargento-. ¡Bajó corriendo la escalera, sin dejar de gritar que detuviésemos a alguien, pero no había a quién detener!

– Hemos encontrado a dos anarquistas vivos y a uno muerto -dijo Narraway con gran seriedad-. En la habitación había cuatro, tal vez cinco individuos, lo que significa que al menos uno de ellos ha escapado.

El sargento mantuvo su expresión seria, con los ojos azules como piedras.

– Si usted lo dice, señor… Pero no ha pasado por nuestro lado. Quizá ha dado la vuelta en la planta baja y ha salido por la parte delantera mientras usted estaba arriba, ¿no le parece, señor? -El sargento se expresó con cierto deje de insolencia. A algunos policías no les gustaba que los destinasen a realizar las detenciones que correspondían a la Brigada Especial, pero como ésta no tenía competencias para hacerlo no habíaotra solución.

– ¿Y si ha salido y ha entrado directamente por la parte trasera de otro de los edificios? -propuso Pitt rápidamente-. Será mejor que registremos todas las viviendas.

– Adelante -añadió Narraway secamente-. Mire en todas partes, en todas las habitaciones; bajo las camas, en el caso de que las haya; en los armarios, bajo los montones de basura o de ropa vieja y en los desvanes, aunque haya que entrar a gatas. Y no se olvide de las chimeneas.

Se volvió y caminó a lo largo del callejón, sin dejar de observar atentamente las demás casas, los tejados y las puertas. Pitt lo seguía pisándole los talones. Un cuarto de hora después estaban de regreso en la entrada principal de Long Spoon Lane. La luz del día era fría y gris y el viento que soplaba por el callejón cortaba el aliento. No habían dado con ningún anarquista escondido. Ningún policía de la entrada reconoció haber visto a alguien, haberlo perseguido por el interior del edificio o haberlo visto salir. El sargento que montaba guardia en la parte trasera no cambió una coma de su explicación.

Pálido y furioso, Narraway no tuvo más remedio que aceptar que quienes habían estado en la casa en la que yacía muerto Magnus Landsborough habían escapado.

– ¡Absolutamente nada! -replicó, desdeñoso, el joven de pelo oscuro.

Se encontraba en los calabozos de la comisaría, sentado en una silla de respaldo recto y con las manos todavía esposadas. La única luz procedía de una ventana pequeña y alta que había en la pared que daba al exterior. Solo había dicho que se apellidaba Welling; ni una palabra más. Tanto Pitt como Narraway habían intentado extraerle información acerca de sus compañeros, objetivos o aliados, así como del lugar en el que habían conseguido la dinamita o el dinero para adquirirla.

El otro, un hombre de piel blanca y con el cabello de color dorado rojizo, respondió que se llamaba Carmody, pero también se negó a referirse a sus compañeros. Ocupaba otra celda y, hasta ese momento, estaba solo.

Narraway se apoyó en la pared de piedra encalada, con el rostro fruncido de cansancio.

– Seguir con el interrogatorio carece de sentido -declaró en tono llano, como si aceptase la derrota-. Irán a la tumba sin darnos un porqué. No conocen su objetivo o no tienen. Podría tratarse de violencia ciega y gratuita.

– ¡Claro que lo conozco! -aseguró Welling con los dientes apretados.

Narraway lo miró y apenas manifestó interés.

– ¿Habla en serio? Usted acabará bajo tierra y yo seguiré sin enterarme -prosiguió-. Que usted lo sepa o no tiene muy poca importancia, ya que no quiere o no puede compartirlo con nosotros. La verdad es que se trata de una actitud bastante insólita en un anarquista. -Se encogió ligeramente de hombros-. La mayoría de los anarquistas luchan por algo y un gran gesto, como acabar en la horca, pierde su sentido si nadie sabe por qué van al patíbulo como las vacas al matadero.

Welling se quedó petrificado, abrió desmesuradamente los ojos y apenas movió el pecho al respirar.

– No pueden ahorcarme -dijo por fin y se le quebró la voz-. No ha muerto nadie. Un agente ha resultado herido, pero no podrá demostrar que fui yo quien le disparó porque no lo hice.

– Ah, ¿no ha sido usted? -preguntó Narraway con indiferencia, como si no lo supiera o la verdad no le interesara.

– ¡Cabrón! -espetó Welling con desdén. De pronto su fachada de serenidad se derrumbó y lo dominó la cólera. Su rostro se cubrió de sudor y abrió excesivamente los ojos-. ¡Es usted como toda la policía… corrupto hasta la médula! -Le tembló la voz-. ¡Verá, le aseguro que no he sido yo! Pero a usted le da lo mismo, ¿no es así? ¡Le basta con tener a alguien a quien echarle las culpas y cualquiera sirve!