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Gracie vaciló; tenía muchas dudas. Tellman no lo entendió.

– ¿No era lo que querías?

Estaba seguro de que no se había equivocado al interpretar sus emociones. Además de que la conocía, era lo que él también creía. Gracie miró para otro lado.

– Sé que eso es lo que él tiene que hacer -respondió en un tono tan bajo que apenas la oyó. Se volvió para mirarlo con los ojos llameantes y llenos de lágrimas-. Pero ¡no es tu caso! Si se enteran de lo que estás haciendo, ¿quién te sacará del aprieto? -Tragó saliva con el cuerpo rígido y los hombros cuadrados-. ¡Estás solo en el cuerpo de policía y si te atrapan ni el señor Pitt ni nadie podrá ayudarte! -Tellman abrió la boca para negar que estuviera haciendo algo peligroso-. ¡Samuel Tellman, no se te ocurra mentirme! -espetó; estuvo a punto de atragantarse-. ¡Ni te atrevas!

– No pensaba mentirte -se defendió rápidamente. No le quedaba otra salida. Si permitía que Gracie le dijera qué podía o no hacer, tomaría una decisión equivocada de la que no se libraría el resto de su vida y, por mucho que la quisiera, no estaba dispuesto a permitirlo-. Quería ahorrarte la preocupación de hablar de ese tema, pero no sé cómo te has enterado. Yo no te lo he dicho y estoy seguro de que el señor Pitt tampoco lo ha hecho.

– No es necesario que me lo digas -espetó sin dejar de hablar en voz baja, aunque impetuosamente-. ¡Puedo deducirlo yo sólita! Parece que los anarquistas volaron a propósito esas casas, una de las cuales pertenece a un policía de Cannon Street. El Parlamento intenta aprobar una ley para dar armas al cuerpo, pero el señor Pitt no quiere porque dice que dificultará las labores policiales, ya que la población le volverá la espalda. Su antigua comisaría de Bow Street está al mando de un cerdo intrigante que, como todos sabemos, es jefe del Círculo Interior, que hace poco estuvo a punto de matar al señor Pitt.

– ¡Gracie! -exclamó, alarmado-. ¡Baja la voz! ¡No sabes quién puede oírte!

La muchacha no le hizo el menor caso.

– Lady Vespasia y la señorita Emily también están preocupadas.

Hasta hoy no habíamos podido venir al espectáculo porque estabas muy ocupado y ahora estás tan ojeroso que parece que te hayan apaleado. ¿Sigues pensando que soy incapaz de deducir qué ocurre?

Tellman tendría que haber supuesto que ni siquiera podía albergar la esperanza de que Gracie solo conociese parte de la gravedad del problema. De todos modos, en lo que a sus deberes se refería daba igual.

– Al parecer puedes hacerlo -admitió-. Esperaba que no te enterases para que no tuvieras que preocuparte. -Gracie dejó escapar un bufido de desdén ante tamaño disparate-. Sigo decidido a hacer cuanto esté en mis manos. Y no vuelvas a preguntarme nada, porque no quiero tener que pedirte que no lo hagas ni pienso contarte lo que ocurre, no porque desconfíe de ti, sino porque prefiero que no tengas secretos con la señora Pitt ni te veas obligada a mentirle.

– ¡Ya lo sabe! -exclamó y tragó saliva-. ¡También sabe sumar dos más dos! ¡Sabemos que volaron esa casa porque el policía que vivía en ella es corrupto!

– En ese caso, da igual que yo no diga nada. Gracie, dejémoslo ya. Así serán las cosas y lo mejor es que te acostumbres.

Tellman permaneció muy quieto y la miró con decisión y expresión seria.

La muchacha se puso furiosa y apretó los puños en el regazo; sus dedos pequeños palidecieron y parecieron los de una cría. Respiró hondo varias veces, como si buscara la respuesta adecuada. Tellman detectó temor en su mirada, un miedo abrumadoramente real.

Estuvo a punto de ceder. ¿Y si se sentía demasiado al margen, tan excluida que no lo perdonaba? Tomó aire para añadir algo más suave.

– De acuerdo, Samuel -aceptó afablemente.

– ¿Qué has dicho?

Tellman estaba desconcertado. ¡Gracie le hacía caso!

– ¡Ya me has oído! -Su voz volvió a sonar aguda y enfadada-. ¡No pienso repetirlo! Pero… pero cuídate mucho, ¿de acuerdo? Prométeme…

– ¡Te lo prometo! -replicó, aliviado.

Deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla, pero se habría sentido incómoda ante semejante muestra de afecto en un lugar público. Los asistentes volvieron a ocupar sus asientos para la segunda parte, las faldas se arremolinaron, la mitad de los presentes pisaron a la otra mitad. Hubo protestas y apresuradas disculpas.

Gracie se mantuvo tiesa y con la barbilla en alto. Se sorbió ligeramente los mocos y buscó el pañuelo, pero su cara estaba encendida de orgullo y de una especie de entusiasmo interior. No tuvo nada que ver con los contorsionistas del acto siguiente, con el cómico que le provocó dolor de barriga de tanto reír ni con el cantante que cerraba el programa y que logró que todos entonasen alegres canciones.

Tellman sonreía tan ufano que el vecino de asiento pensó que se le había escapado el sentido de uno de los mejores chistes, pero no preguntó nada.

Por la mañana, la alegría de Tellman se esfumó cuando llegó a la comisaría de Bow Street y encontró un mensaje en el que le ordenaban que acudiese inmediatamente al despacho del inspector Wetron.

– A sus órdenes, señor -dijo y, con la boca seca, se detuvo ante el escritorio de Wetron.

Este levantó la cabeza. Era un hombre de aspecto corriente, con entradas. Era de estatura y corpulencia medias y sus facciones eran vulgares hasta que se reparaba en la rígida brillantez de sus ojos y la línea inflexible que formaban sus delgados labios.

– Ah… Tellman. -Se echó ligeramente hacia atrás en la silla. Su escritorio estaba impecable y ordenado-. No estaba informado de que en nuestro distrito había un problema de falsificación. Por lo que sabía, solo circula algún que otro billete, pero, generalmente tan mal hecho que no engaña a nadie.

Tellman se puso tenso y se ruborizó.

– Señor, no creo que tengamos ese problema. Le agradecería que lo dejáramos correr.

– Desde Cannon Street me han informado de que ayer procedió a una detención en su terreno y que trasladó al hombre a esta comisaría. ¿Es así?

– Sí, señor. Tenía motivos para suponer que el billete había salido de nuestro distrito, por lo que el delito nos correspondía.

Hasta cierto punto era verdad. Debía tener muchísimo cuidado con lo que le decía a Wetron. Desconocía qué le había contado Stubbs.

– ¿Se refiere al billete de cinco libras? -Wetron enarcó ligeramente las cejas y con el tono dejó claro lo poco que importaba.

A Tellman le molestó, pero no podía permitir que se notase.

Una ligera mueca de diversión apareció en el gélido rostro de Wetron y continuó en silencio.

De repente, Tellman supo que Wetron aguardaba a que se disculpase y se retirara lo antes posible; daba la impresión de que estaba asustado o se sentía culpable. La cólera aumentaba en el interior de Tellman, que se repitió que debía ser muy cuidadoso. Cada palabra, cada matiz, incluso su manera de permanecer de pie o su expresión serían recordados. No estaba dispuesto a retroceder.

– Señor, en su momento pensé que dicha falsificación podía ser muy importante -explicó y se irguió ligeramente para cuadrarse ante el escritorio de Wetron-. Los anarquistas necesitan dinero. Hizo falta bastante dinamita para volar la casa del sargento Grover y las contiguas.

Experimentó una profunda satisfacción al ver un fugaz instante de incertidumbre en la mirada de su superior, como si lo hubiera pillado con la guardia baja. Pero enseguida se esfumó.

– Sí, no cabe duda -coincidió Wetron-. No sabía que este asunto le interesaba tanto. Claro que en su caso es bastante lógico. Sospecho que todavía sigue siendo leal a Pitt. -Dejó en el aire la ambigüedad de sus palabras-. Está a cargo de la investigación del atentado con bomba, ¿verdad?

Con gran alivio, como un corredor que recupera el aliento, Tellman recordó que esa información había aparecido en los periódicos.

– Sí, señor, es lo que dice la prensa, pero lo que me preocupa es que el sargento Grover es de los nuestros.