– ¡Es un chiflado! -dijo Stace haciendo una mueca. Alzó el vaso y lo miró con actitud apreciativa-. Lo bastante desgraciado como para cortarse el cuello en' este momento y al siguiente rajárselo a cualquier otro. Es la persona que he conocido que más disparates dice. No le tiene miedo a nada, como si le diera igual estar vivo o muerto. Repito, está loco. Tiene dinero, montones de dinero.
– ¿Qué aspecto tiene? -preguntó Tellman y fingió que le interesaba muy poco, como si simplemente le estuviera dando charla.
Stace se encogió de hombros antes de responder:
– De petimetre. Parece que se pinte la mugre. No forma parte de él, como ocurre a la gente que vive aquí. La ropa le sienta como anillo al dedo y es pulcro. Tiene unas manos delicadas, como alguien que no ha trabajado un solo día en su vida. -Miró de soslayo a Tellman-. En tu lugar yo no le llevaría la contraria. Se enfurece enseguida y es inteligente.
– ¿Inteligente para qué? -Tellman bebió otro sorbo de cerveza.
– No lo sé, aunque algunos individuos raros le dedican mucho tiempo.
– ¿En qué sentido son raros?
– Chalados que vuelan cosas -contestó Stace. Se llenó la boca con el último trozo de pastel y siguió hablando-: Siempre dicen que se libran de la ley y no solo me refiero a los policías, sino al Parlamento y a todo lo demás. Si pudieran harían volar por los aires a la reina.
– ¿Son extranjeros? -inquirió Tellman inocentemente. -Algunos, aunque en su mayor parte son tan ingleses como el Big Ben -replicó Stace contrariado.
– ¿Podrían ser irlandeses?
– Hay de todo. -Stace se encogió deliberadamente de hombros-. Van cambiando. Pasan de un lugar a otro. Ya te he dicho que ese hombre es muy raro. Debe de ser por el opio o por algo así. Siempre mira por encima del hombro, como si el demonio le pisara los talones. En ninguna parte se queda el tiempo suficiente para sentarse. Da la impresión de que tiene miedo de que su propia sombra lo ataque. ¿Me invitas a otra pinta? También me comería otro pastelito.
Tellman accedió. La información lo merecía. Fue a buscar el pastel y la cerveza y regresó a la mesa. Stace los atacó inmediatamente, no fuera que Tellman cambiase de parecer.
Tellman no quería ir directamente al grano. Todo lo que dijera llegaría a oídos de la persona para la que Stace trabajaba… o a los de cualquiera a quien pudiera vendérselo.
– ¿Has dicho chalado? -repitió.
– Como una regadera -confirmó Stace.
– ¿Fuma opio?
– No lo sé, no estoy seguro.
– ¿De dónde saca el dinero?
– Tampoco lo sé. Ya te he dicho que está chiflado. -Stace dio un buen mordisco al pastel y tragó antes de proseguir-. Está loco, pero no es tonto.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
Tal vez esa pregunta era demasiado directa; en cuanto salió de su boca se arrepintió de haberla planteado.
– No lo sé -contestó Stace-. ¿Cuánto vale la respuesta?
– Si no lo sabes, no vale nada -precisó Tellman sin miramientos-. Has dicho que llevaba ropa cara y que bajo la suciedad estaba limpio.
– ¿No nos pasa a todos lo mismo? -Stace sonrió y dejó al descubierto sus dientes rotos.
Tellman no discutió aunque, en realidad, no era así. Al parecer, Piers Denoon regresaba a casa a dormir, probablemente a comer y sin duda a darse de vez en cuando un baño caliente. Tal vez fuera el único lugar en el que podría encontrarlo. Era posible recorrer durante meses el East End sin toparse con él. Y no disponían de meses, al margen del evidente peligro que representaba no solo para Tellman, sino para Piers que las personas equivocadas supieran que lo estaba buscando.
– Muchas gracias -concluyó sinceramente-. ¿Te apetece otra pinta de cerveza?
– Dado que me la ofreces, no la rechazaré -contestó Stace educadamente.
Esa noche Tellman no encontró a Piers Denoon y al día siguiente no tuvo ocasión de continuar la busca. Estaba cansado y desalentado cuando volvió a casa a cenar y a cambiarse de ropa. Durante el día había llovido intermitentemente y tenía los pies doloridos, las perneras mojadas y hacía dos días que no comía caliente. Se puso a pensar en Piers Denoon, y lo imaginó disfrutando de un baño caliente en la casa de sus padres en Queen Ann Street; lo embargó un sentimiento de amargura.
Sabía dónde estaba la casa porque se había tomado la molestia de averiguarlo. La primera noche se presentó y entregó un mensaje. El lacayo le respondió que el señor Piers no estaba en casa.
La segunda noche tampoco estaba pero, como Tellman no tenía nada mejor que hacer, se pasó el resto de la noche aguantando el frío viento en la acera de enfrente; se preguntaba cuánto tiempo más resistiría y si merecía la pena quedarse.
En dos ocasiones tiró la toalla, caminó hasta el final de la calle y se dispuso a bajar hasta Cavendish Square, pero cambió de idea y decidió concederle otro cuarto de hora.
Eran las diez y media cuando un coche se detuvo tres puertas más adelante y un joven descendió, trastabilló y estuvo a punto de chocar con una farola antes de cambiar de dirección. Iba sin afeitar y se le veía muy demacrado. Su ropa estaba sucia, pero indiscutiblemente bien cortada y cosida, hecha a la medida de su cuerpo, delgado casi hasta lo enfermizo. Tellman volvió a esconderse en la oscuridad y no se movió hasta que el individuo descendió los escalones que conducían a la puerta de la cocina, como si quisiera entrar por allí.
Tellman reaccionó, cruzó rápido la calle con un par de saltos y bajó los escalones. Alcanzó al hombre que intentaba abrir la puerta de servicio.
– ¡Señor Denoon! -exclamó Tellman con apremio. Piers dio un brinco como si hubiera gritado, se volvió, apoyó la espalda en la puerta y preguntó en tono imperativo: -Y usted, ¿quién es? Tellman ya había preparado la respuesta.
– He venido a hacerle una advertencia. ¡No se trata de una amenaza! -añadió. Gracias a la luz que permanecía encendida encima de la puerta de la cocina vio que Piers Denoon estaba ojeroso y tan tenso y nervioso como Stace había dicho-. Los policías que investigan el atentado de Myrdle Street saben que usted consiguió el dinero para la dinamita.
Piers lo miró fijamente; se notaba que hacía esfuerzos para no creerle. El terror de su expresión era tan patente que Tellman sintió una punzada de culpa. De todos modos, sabía que en ese momento no podía permitirse el lujo de ser misericordioso.
– Han interrogado a los detenidos, a Welling y a Carmody -añadió en tono apremiante-. Alguien debe de haber hablado. ¡Tiene que ser muy cuidadoso y avisar a los que le proporcionan el dinero!
– ¿Avisarles? -preguntó Piers Denoon y contuvo el aliento. Sus ojos parecían fosos insondables.
– ¡Escuche, yo no puedo hacerlo! -aseguró Tellman con gran sensatez-. No se entretenga, se están moviendo con gran rapidez.
¿Sería suficiente? ¿Lograrían sus palabras que Piers Denoon se reuniera con los que apoyaban a los anarquistas? ¿Obtendría así la prueba que Pitt necesitaba?
– Lo he oído -masculló Piers en voz baja. Estaba pálido y sudoroso, como si se encontrara enfermo.
Tellman movió afirmativamente la cabeza.
– Me alegro. Hágalo.
Se dio la vuelta, subió los escalones que conducían a la calle y se alejó. Se detuvo seis puertas más adelante y permaneció fuera de la vista por si Piers lo vigilaba. Cruzó la calle, bajó la mitad de los escalones de una casa en la que no había luces encendidas y se dispuso a esperar.
Cuarenta minutos después obtuvo la recompensa: vio que Piers Denoon subía nuevamente los escalones, en esta ocasión limpio, afeitado y ataviado con ropas en perfecto estado. Caminó rápidamente hacia el oeste, en dirección a Cavendish Square. Tellman tuvo que correr y lo alcanzó justo a tiempo de ver que abandonaba la acera y subía a un coche de caballos.
El policía maldijo para sus adentros y buscó otro coche con la mirada. Era tarde, hacía frío y la plaza estaba prácticamente desierta. Corrió por la acera hacia Regent Street y sintió un gran alivio al ver a veinte metros otro coche que se movía en dirección contraria. Corrió nuevamente. No se atrevió a detenerlo hasta que llegó a su lado; no quería llamar la atención. Subió y pidió al cochero que diese rápidamente la vuelta y siguiera al otro vehículo.