Voisey tuvo dificultades para no ofenderse con las palabras «mandaría llamar» y su expresión lo reflejó.
– Bien, ¿de qué se trata? -preguntó.
Por descontado que Pitt no le contaría la detención de Jones el Bolsillo ni mencionaría el plan de ocupar su lugar. Tal como estaban las cosas, la situación ya era bastante peligrosa y no podía hacer mucho por protegerse. Por esos mismos motivos no hablaría de Tellman.
– Los anarquistas obtienen fondos a través de Piers Denoon, único hijo de Edward Denoon -informó a Voisey-. Es un joven excéntrico y nervioso pero, por lo visto, es muy bueno consiguiendo dinero. -Notó que el rostro de Voisey se iluminaba con un interés demasiado claro para disimularlo. Pitt prosiguió-: Cuando lo asustaron porque le hicieron creer que la policía lo sabía, inmediatamente, casi a la una de la madrugada, se lo comunicó a Simbister, jefe de la comisaría de Cannon Street.
Voisey dejó escapar una maldición y exhaló aire lentamente. En esa ocasión no disimuló sus emociones. Tenía las mejillas arreboladas, por lo que los manchones de las pecas casi habían desaparecido.
– ¡Lo sabía! -exclamó con los dientes apretados-. ¡La corrupción afecta a todos los niveles! ¿Quién le habló de Piers Denoon? ¿Fue Wetron?
– Indirectamente…
A propósito, Voisey miró el sepulcro de Wellington.
– Fue un gran táctico -declaró. En su expresión se mezclaban ironía, diversión y fastidio-. ¿Sabe en qué consiste su «política de tierra quemada»? Es una táctica que consiste en arrasar todo lo que facilita el avance del enemigo. Supongo que usted no estaría de acuerdo con ella.
La inflexión de su voz apuntaba a que en realidad quería decir otra cosa: que en el caso de Pitt, el desacuerdo se basaba en una debilidad, en la incapacidad de ser valiente.
Volvió a mirar ese enorme e impresionante sepulcro.
Pitt se encontraba en desventaja, lo que sin duda se correspondía con las intenciones de Voisey.
– Supongo que la política de tierra quemada tiene algo que ver con Wetron o con Denoon porque, de lo contrario, no se tomaría la molestia de mencionarla en este contexto.
– Claro que tiene que ver, pero Wellington no es un héroe muy querido, ¿correcto? -Ese comentario era como una acusación-. Supongo que prefiere a Nelson. Todos lo adoraban. Por añadidura, tuvo el buen gusto de morir en cubierta en el momento de su mayor victoria. Por tanto, ¿a quién se le ocurriría ponerlo en duda? Parecería una blasfemia. Por su parte, Wellington, pobrecillo, cometió la insensatez de regresar sano y salvo y de convertirse en primer ministro. ¡Imperdonable! -Voisey esbozó una fugaz sonrisa. Su disfrute era tan sincero que costaba enfadarse-. Al principio de la guerra contra la ocupación francesa ganó en Vimeiro, y al año siguiente persiguió al ejército galo hasta Madrid. En 1810, cuando lo obligaron a replegarse, en su retroceso arrasó la tierra que acababa de pisar. Horrible… pero muy eficaz.
– ¿Le parece admirable? -preguntó Pitt, que enseguida se dio cuenta de que había mostrado el asco que esa situación le producía.
Se arrepintió de ello. Tendría que haber sido más sensato y haberse reunido con Voisey en cualquier esquina en la que no pudiesen discutir de héroes, batallas o tácticas.
¿Por qué temía que Voisey lo conociese tal como era? ¿Acaso sus convicciones y su admiración o falta de consideración por las figuras históricas eran debilidades que debía esconder? ¿O se trataba de sentimientos contrapuestos: horror por algunas cosas, gloria por otras y en algunos casos compasión? Ojalá se juzgase a los hombres por los valores y las convicciones de su época y sus circunstancias personales, la gran mayoría de las cuales jamás llegan a conocerse.
¿O simplemente respondía a que Voisey sabía muchísimo más que él y tenía necesidad de exhibirlo? ¿No era eso otra debilidad?
Voisey seguía sonriente, saboreaba el momento.
– ¿Prefiere separar al hombre de la campaña? -preguntó y elevó ligeramente el tono de voz-. Es posible que, sin Wellington, Napoleón hubiera ganado. Mejor dicho, es casi seguro. Fue un genio. ¿No comparte mi opinión?
Su tono contenía un claro desafío. Sospechaba que Pitt era un patriota de miras estrechas, un «pequeño inglés». Lo sondeaba, intentaba descubrir sus creencias para luego echarlas abajo.
– Desde luego que lo fue -coincidió Pitt-. ¡Aunque fue algo imprudente al atacar Moscú! Alguien más sensato habría aprendido de la política de tierra quemada practicada en España. Tal vez no se dio cuenta de que quemada y helada son básicamente las dos caras de la misma moneda cuando se trata de alimentar a un ejército.
Voisey abrió desmesuradamente los ojos con una llamarada de humor.
– Pitt, ¿sabe una cosa? ¡Podría llegar a olvidarme de lo que pienso de usted y cogerle simpatía! En el momento en el que considero que es totalmente previsible me sorprende.
– Es muy arrogante creer que es posible prever lo que otro hará -comentó Pitt-. Y quien dice arrogancia dice estupidez… en ocasiones con consecuencias fatales. No podemos permitírnoslo.
– ¡En un momento es prosaico, luego agudamente perspicaz y por último complaciente hasta la idiotez! -Voisey continuó como si Pitt no hubiese tomado la palabra, si bien el ángulo agudo que formó su cuerpo reveló la tensión a duras penas contenida-. Tal vez tiene que ver con ser en parte guarda de caza y en parte aspirante a caballero.
Pitt se obligó a sonreír, pero no le resultó nada fácil. El ataque a sus orígenes le dolió. ¿Por qué Voisey se empeñaba siempre en atacarlo? ¿Qué había en Pitt que lo perturbaba tanto como para que no lo ocultase?
– Dígame, ¿la política de tierra quemada de Wellington tiene algo que ver con Wetron y el atentado anarquista o con Simbister y Denoon? -preguntó Pitt con curiosidad-. ¿O solo quiere averiguar si sé tanto como usted de historia militar?
Una sucesión de emociones demudó el rostro de Voisey: ira, sorpresa y confusión. De repente se echó a reír abiertamente y, al parecer, con sincero humor.
Pitt se obligó a recordar que Voisey lo odiaba. Había provocado la muerte del reverendo Rae, un anciano bueno e inocente, y había liquidado personalmente a Mario Corena, aunque en este caso se había visto obligado a hacerlo. Estaba detrás de otros actos de codicia y destrucción. Su ingenio y su humanidad, su capacidad de reír o de sentirse herido no tenían la menor importancia. Su odio era lo único que contaba y Pitt no debía olvidarlo jamás. Si dejaba de tenerlo en cuenta le costaría cuanto había conseguido.
Por otro lado, si convertía la risa y el sufrimiento en algo sin importancia, probablemente Voisey se llevaría la mayor victoria: habría destruido la esencia de su personalidad, de aquello por lo que había tratado de convertirse a lo largo de su vida. ¿Era lo que Voisey se proponía? Destruirlo interiormente…
Voisey lo miraba, estaba atento a todo e interpretaba su expresión. Detectó un cambio, una decisión, cierta calma que interpretó como una especie de pérdida.
La sonrisa de Pitt dejó de ser forzada y se relajó. Al menos en ese instante era totalmente real. Dominaba la situación y ambos lo sabían. Pitt preguntó:
– ¿Cree que Wetron se propone quemar la tierra en el caso de que le obliguen a replegarse?
– Sospecho que la quemará hasta convertirla en cenizas -replicó Voisey-. Y a usted, ¿qué le parece?
– Solo lo hará si está convencido de que ha perdido. En este momento cree que está muy lejos de perder.
Voisey no dejaba de observarlo con atención. Si alguien pasó junto a los sepulcros de los ilustres, ni Voisey ni Pitt lo vieron u oyeron.
– Creo que le encantaría arrojar al sargento Tellman a las llamas -apostilló Voisey en tono quedo-. Estoy casi seguro de que podría hacerlo.