Durante unos instantes, Pitt apenas fue consciente de que Narraway había provocado la reacción de Welling, aunque enseguida se dio cuenta de qué había dicho el detenido acerca de la policía. Lo que le dolió no fue la acusación, sino la pasión de su tono de voz. El detenido estaba convencido de lo que decía hasta el punto de gritarlo a pesar de que podía costarle cualquier esperanza de misericordia.
Pitt se obligó a adoptar un tono sereno y a ocultar sus emociones.
– Hay una gran diferencia entre incompetencia y corrupción -puntualizó-. Desde luego que existe algún que otro mal policía, del mismo modo que hay malos médicos o malos… -Calló.
La expresión de desdén de Welling era tan intensa que distorsionó grotescamente sus facciones y las convirtió en una máscara blanca coronada por el pelo oscuro.
Narraway no intervino. Observó a Pitt y a Welling, a la espera de ver quién era el primero en tomar la palabra.
Pitt aspiró y exhaló aire lentamente. El silencio se volvió cortante.
– ¡No me dirá que le importa! -exclamó Welling en tono acusador y sarcástico, como si Pitt no tuviese el honor o la inteligencia suficientes para ser capaz de preocuparse.
– Por lo visto, a usted tampoco -replicó Pitt y se obligó a sonreír.
No le resultó nada fácil. Durante toda su vida adulta había sido policía. Había dedicado tiempo y energía, trabajado días interminables y soportado el agotamiento para buscar justicia o, al menos, una mínima resolución de la tragedia y el crimen. Manchar tanto la honradez como los ideales de los hombres con los que trabajaba privaba de sentido a los veinticinco años de su pasado y a su fe en las fuerzas que defendían el futuro. Si la policía carecía de integridad, en vez de justicia proporcionaba venganza y no existía manera de protegerse de ella, salvo la violencia de los poderosos. Esa era la verdadera anarquía. Y el joven presuntuoso que tenía delante perdería tanto como el que más. Sobreviviría para colocar bombas solo gracias a que el resto de la sociedad acataba las leyes.
Pitt dejó que el desprecio alterase su voz cuando respondió:
– Si la policía fuese esencialmente corrupta, usted no estaría aquí ni le someteríamos a un interrogatorio. Simplemente lo habríamos abatido. Después habría resultado fácil inventar una excusa. ¡Habría bastado cualquier sencilla explicación! -Se percató del tono áspero de su voz y de que estaba a punto de estallar-. Está aquí y se enfrentará a un juicio precisamente porque nos encargamos de hacer cumplir las leyes que usted viola. Es usted el hipócrita y el corrupto. ¡No solo nos miente a nosotros, sino a sí mismo! La ira de Welling se desmandó.
– ¡Seguro que serían capaces de dispararnos! -afirmó, se inclinó ligeramente, dobló el cuerpo y casi se atragantó con una carcajada perversa-. ¡Y probablemente lo harán, del mismo modo que abatieron a Magnus!
Pitt observó al detenido y, azorado y con creciente horror, se dio cuenta de que Welling estaba realmente asustado. Sus palabras no eran bravuconadas. Creía en lo que decía. Estaba convencido de que en comisaría lo asesinarían.
Se volvió para mirar a Narraway y durante unos segundos vio el mismo desconcierto, que no tardó en esfumarse. La expresión de Narraway recuperó su cólera impersonal. Enarcó las cejas y precisó con sumo cuidado:
– A Magnus Landsborough le dispararon por detrás. Se desplomó hacia delante, con la cabeza en dirección a la ventana.
– No le dispararon desde fuera -insistió Welling-. Fue un miembro de la policía, que subió por la parte trasera. Como ya he dicho, la policía es tan corrupta como el mismo demonio.
– Esa sí que es una acusación en toda regla, pero usted no nos da pruebas -terció Pitt-. Además, esa muerte sucedió posteriormente, por lo que no creo que el móvil sea el mismo que el de las bombas de Myrdle Street. Dicho sea de paso, ¿por qué eligieron Myrdle Street? ¿Qué le han hecho sus habitantes? ¿O acaso da igual de quién se trate?
– Claro que no tengo pruebas de corrupción -apostilló Welling con amargura y volvió a enderezar el cuerpo-. Las taparán, como han hecho con todo lo demás. Sabe perfectamente por qué Myrdle Street.
– ¿Qué significa todo lo demás? -inquirió Narraway.
El jefe dela Brigada Especial permanecía de pie, apoyado en la pared y con su delgadocuerpo en tensión. No era corpulento. Su estatura era menor que lade Pitt y parecía mucho más ligero, aunque era fibroso.
Welling reflexionó antes de responder. Pareció sopesar los pros y los contras de hacer uso de la palabra. Cuando por fin habló, dio la impresión de estar dominado por la ira más que por la razón:
– Depende de dónde está y de quién es el implicado. Me refiero a los delitos por los que se pone a alguien entre rejas y aquellos que se pasan por alto… siempre y cuando se entregue un poco de dinero donde corresponde. -Paseó la mirada de uno a otro-. Si diriges un grupo de ladrones y entregas una parte de las ganancias a la comisaría local nadie te molesta. Si posees una tienda o un negocio en determinados lugares, no te roban. Si los tienes en otra parte te despluman.
La mirada de Welling era ardiente y colérica y su cuerpo estaba rígido. La acusación que acababa de lanzar era terrible y de sobrecogedoras repercusiones.
– ¿Quién se lo ha dicho? -preguntó Narraway.
Con ello cortó de plano las preguntas que se acumulaban en la mente de Pitt, y que le resultaban demasiado dolorosas para expresarlas con facilidad.
– ¿Quién me lo ha dicho? -espetó Welling-. Los pobres desgraciados que pagan, ¿quién me lo iba a decir? Ya sabía que no me creería. Como tiene intereses creados prefiere no creerme. Pregunte en Smithfield, en Clerkenwell Road y, hacia el sur, en Newgate o Holborn. Las callejuelas y los callejones están llenos de personas que le dirán lo mismo. No mencionaré sus nombres porque se verán obligadas a pagar el doble o de repente la policía encontrará mercancía robada en sus viviendas.
La expresión de Narraway reflejaba total incredulidad. Pitt no supo si era real o si se trataba de una máscara que se había puesto para provocar a Welling a fin de que siguiera hablando, revelase cuanto sabía y demostrara sus acusaciones.
Aunque es posible que se diera cuenta, Welling estaba demasiado contrariado para morderse la lengua:
– ¡Vaya y pregunte a Birdie Waters, de Mile End Road!Vaya, qué pena, precisamente ahora está en lacárcel de Coldbath. Cumple condena por recaptación. La única pegaes que no sabía que tenía los objetos robados. En su casaaparecieron artículos de plata de un robo cometido en Belgravia.-Su voz resultó disonante a raíz de la ira-. Birdie no ha pisadoBelgravia en su vida.
– ¿Está diciendo que la policía la colocó en su casa? -Pitt interrumpió lo que fuese que Narraway pretendía decir.
– Solo es un caso entre muchos -espetó Welling-. A la gente buena y decente la roban, la hieren, la asustan para que renuncie a su honor y a sus negocios y la policía se limita a mirar hacia donde más le conviene. -Se sentía tan impotente que estaba al borde de las lágrimas-. El gobierno quiere expulsarnos, destruirnos y tergiversarlo todo hasta que ya no quede nada por lo que luchar. Es necesario hacer tabla rasa y empezar de nuevo. -Sacudió enérgicamente la cabeza; tenía los músculos del cuello y de los hombros agarrotados-. Hay que acabar con todos, con los codiciosos, los mentirosos, los corruptos… -De pronto se detuvo y hundió el cuerpo como si el ánimo lo hubiese abandonado. Se volvió hacia otro lado-. Pero ustedes forman parte del gobierno… de la policía -añadió con desesperanza-. Todo lo que quieren, el dinero y el poder, son herramientas para mantener las cosas como están. Lo sepan o no, forman parte de ello. ¡No pueden darse el lujo de escapar! -Lanzó una carcajada aterradora-. ¿Adónde irían?
Welling mantuvo el mentón en alto y la mirada llameante, aunque sin esperar respuesta.