– ¡Si se lo digo ocupará mi lugar! -se defendió Yancy-. ¿Cree que soy tonto?
– No, señor Yancy, no ocuparé su lugar. ¡Aspiro a mucho más! ¡Quiero el lugar de su amo! -Pitt detectó duda en la mirada de Yancy. No había ido suficientemente lejos. ¿Qué más sabía Yancy? Todo dependía de que lograse convencerlo. Una palabra de más o de menos y el asunto se le escaparía de las manos-. Hay demasiadas personas en este juego -apostilló y se atragantó. Necesitaba toser y carraspear, pero si lo hacía demostraría que estaba, nervioso. En la acera no había nadie, salvo un par de mujeres de la calle a veinte metros de distancia. Si Yancy sacaba la navaja, mirarían para otro lado y no verían ni sabrían nada-. Puedo darle una parte mayor porque quiero deshacerme del intermediario -Pitt se lanzó a por todas-. Tengo que dar cuentas al más alto nivel. ¿Se apunta o no?
– ¡Caramba! -Yancy soltó una larga bocanada de aire-. ¿Al señor Simbister en persona? ¡Grover me matará!
– Incluso más arriba -aseguró Pitt sonriente-. ¿Se apunta?
Yancy abrió la boca para responder; a dos calles de distancia resonó un estrépito ensordecedor. Fue tan intenso que el suelo tembló y en un tejado próximo se soltaron varias tejas de pizarra, que se deslizaron por los canalones y se rompieron al chocar con la acera. Sonó otro estrépito arrollador y en el aire vieron una llamarada. Alguien gritaba. El derrumbamiento de las paredes anuló el sonido de las voces y el olor y el calor del fuego impregnaron el atardecer.
8
Pitt giró sobre sus talones, se olvidó de Yancy, corrió hasta la esquina, la dobló y se acercó a las llamas que ascendían hasta el cielo. Tras el perfil irregular, los tejados arrancados escupían fuego y el humo entró en sus pulmones cuando se acercó. La gente chillaba y lloraba. Algunas personas permanecían inmóviles, como si estuvieran demasiado confundidas y sin saber qué hacer. Otras corrían de aquí para allá y un tercer grupo se movía sin rumbo fijo. Aún caían cascotes, trozos de madera calcinados y en llamas y cristales que salían disparados como dagas.
Cuando llegó al final de Scarborough Street, el humo le entró en la garganta y notó el calor en la cara. Había varios heridos en la calzada: inmóviles, desplomados y con las extremidades retorcidas. Por todas partes había sangre, madera humeante, ladrillos y cristales. La gente lloraba y pedía ayuda; alguien gritaba. Un perro ladraba sin cesar. Por encima de todo se oía el sonido de las llamas que ascendían en el interior de lo que quedaba de las tres últimas casas de la calle. En medio del calor la madera estalló y las tejas de pizarra salieron disparadas como cuchillos con los bordes muy afilados. El polvo y los cascajos inundaron el aire.
Pitt permaneció inmóvil; intentaba mantener el control y sofocar el horror que sentía en su interior. ¿Alguien había llamado a los bomberos? La madera en llamas seguía cayendo sobre los tejados de la otra acera. ¿Habían avisado a algún médico, a alguien que pudiera prestar ayuda? Avanzó e intentó hallar un poco de orden en medio del terror y del caos. Se veía con claridad gracias al resplandor del incendio.
– ¿Alguien ha avisado a los bomberos? -gritó en medio del estrépito que se produjo cuando se desplomó otra pared-. ¡Hay que sacar de aquí a la gente! -Cogió del brazo a una anciana-. ¡Diríjase al final de la calle! -ordenó con firmeza-. Aléjese del calor. Si se queda aquí le caerán cosas encima.
– Mi marido… -masculló la anciana con la mirada perdida-. Está en la cama. Estaba borracho como una cuba. Tengo que ir a buscarlo. Se quemará.
– En este momento no puede ayudarlo. -Pitt no la soltó. Vio a pocos metros a un joven descalzo que temblaba sin poder controlarse y lo llamó-: ¡Eh, usted! -El joven se volvió-. Llévese a esta mujer. ¡Que todos se alejen! ¡Ayúdeme!
El joven parpadeó. Lentamente se dio por aludido y obedeció. Otras personas también reaccionaron, intentaron ayudar a los heridos y cogieron en brazos a los niños para alejarlos del calor.
Pitt se acercó al cuerpo más cercano que yacía sobre los escombros y se agachó para observarlo con atención. Se trataba de una joven, a medias de espalda y con las piernas bajo el cuerpo. Una sola mirada a la cara le dijo que ya no había manera de ayudarla. Tenía sangre en el pelo y sus ojos desmesuradamente abiertos ya se habían empañado. Se arrodilló a su lado, se le revolvió el estómago y le dolieron las entrañas de ira. La Brigada Especialtendría que haberlo impedido. Aquello no teníanada que ver con el idealismo o el deseo de reformar las cosas,sino con una locura, una falta de humanidad impulsada por laestupidez y el odio.
A pocos metros alguien gemía. No era el momento de entregarse a las emociones, ya que así no ayudaba a nadie. Pitt se puso en pie y se acercó a la persona que se quejaba. Hacía cada vez más calor. Parpadeó y volvió la cabeza para protegerse de la ceniza que el aire arrastraba. Las tejas de pizarra seguían deslizándose y caían sobre la acera o la calzada. Llegó a la persona que gemía: una mujer mayor con la pierna fracturada en varias partes y una herida en el brazo, de la que manaba sangre. Sin duda sentía mucho dolor, pero era la pérdida de sangre lo que la asustaba.
– Se pondrá bien -aseguró Pitt con convicción. Le arrancó un trozo de enagua y le vendó el brazo. Quizá lo había apretado demasiado, pero era necesario detener la hemorragia. Seguramente alguien había ido a buscar a un médico-. Ya está. -Pitt se incorporó, se agachó y ayudó a la mujer a ponerse de pie. Era pesada, se movía con torpeza y estuvo a punto de perder el equilibrio-. Apóyese en mí y la llevaré hasta la calle principal.
La mujer se lo agradeció y avanzaron juntos. Tras dejarla con una vecina, Pitt se volvió hacia la calle y vio a Victor Narraway frente a las llamas. Estaba delgado como siempre, anguloso, con el pelo de punta y la cara manchada de hollín y teñida de rojo por el reflejo del incendio.
La primera reacción de Pitt fue de incredulidad.
– ¿Cómo lo ha hecho para enterarse tan pronto? -preguntó a gritos en medio del estrépito-. ¿Sabía que ocurriría?
– ¡No, por supuesto que no, insensato! -espetó Narraway y se acercó-. ¡Lo he seguido!
– ¿Qué ha dicho? -A Pitt le costó entenderlo-. ¿Por qué? ¿Pensó que no lo conseguiría?
Otra casa se desplomó hacia dentro y las llamaradas ascendieron como la erupción de un volcán. El estallido echó a Pitt y a Narraway hacia atrás y el calor les dio de lleno en la cara. Pitt tropezó con una viga y con el cadáver de un hombre. Narraway evitó que cayera porque lo agarró del brazo, pero a punto estuvo de sacarle el hombro de sitio. Se incorporó con dificultades.
Llegó el primer coche de bomberos; los caballos jadearon con los ojos en blanco y al cochero le costó dominarlos. Inmediatamente después apareció otro, pero bastó una mirada para saber que era inútil tratar de sofocar los incendios. Lo único que podían hacer era evitar que las llamas se propagasen por las calles adyacentes.
Un joven con un maletín en la mano se abría paso en medio de los escombros y de vez en cuando se agachaba.
Narraway gritó algo, pero Pitt no entendió qué decía. Meneó la cabeza y echó a andar hacia un lugar en el que el hombre, al parecer médico, intentaba ayudar a alguien a ponerse en pie, aunque pesaba demasiado.
Pitt ayudó mientras hubo algo que hacer. Vio que Narraway iba y venía. Varias veces registraron juntos los escombros en busca de personas que siguieran vivas; apartaron las maderas, los ladrillos rotos y los cristales. Narraway era más fuerte de lo que Pitt suponía a juzgar por su cuerpo delgado, sabía cómo mantener el equilibrio y se dejaba llevar por su fuerza de voluntad.
Al final apagaron las llamas y el ruido de las paredes que caían disminuyó. Más gente echó una mano. Tuvo la impresión de que carros y carretas se llevaban a los heridos y posiblemente también a los muertos. En numerosas ocasiones, Pitt vislumbró el reflejo de la luz roja en los botones lustrados o en la forma alta y familiar del casco policial. Solo cuando se alejó un poco del desastre comprobó consternado que ya no veía la reconfortante panorámica de unas cuantas semanas atrás.