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Permaneció junto a un carro lleno de escombros y vio a Narraway al otro lado, a un par de metros. Sin decir palabra, el jefe le ofreció una taza de hojalata llena de agua. Pitt intentó hablar, pero no consiguió articular palabra. Cogió la taza, bebió y finalmente masculló:

– Gracias.

La noche había caído por completo y solo se veía el resplandor rojizo de las llamas de dos casas que todavía ardían. Los bomberos habían remojado nuevamente los tejados, pero los incendios no se habían extendido.

Narraway cogió la taza y se la llevó a los labios. Pitt se sobresaltó al ver que le temblaba la mano. Su superior tenía la piel manchada de sangre y ceniza y, por primera vez desde que lo conocía vio miedo en su mirada.

No se trataba de miedo físico. Narraway no era temerario, pero se había acercado sin vacilar a las llamas y a las paredes que se desplomaban y estallaban para rescatar a las personas atrapadas. Pitt no necesitó preguntárselo para saber que era la escalada de la violencia lo que lo asustaba y la reacción que se produciría ante tamaña destrucción. Casi toda la calle estaba prácticamente destruida. Habría que demoler los edificios, allanar el suelo y construir nuevas casas.

Lo más trágico era que había, al menos, cinco muertos y más de veinte heridos, algunos graves. Tal vez algunos de ellos morirían. En esa ocasión no había habido un aviso previo y evidentemente habían colocado, como mínimo, el triple de dinamita que en Myrdle Street.La Brigada Especial notenía ni la más remota idea de quién había cometido aquellasalvajada.

Pitt miró a Narraway, que estaba agotado y sucio. Sin duda el cuerpo le dolía tanto como a él, le escocía la piel, le retumbaba la cabeza y notaba los pulmones cerrados y cargados cada vez que aspiraba. Pero, por encima de todo, debía de tener una abrumadora sensación de fracaso. La gente esperaría que lo hubiese evitado. De momentola Brigada Especial nohabía atrapado a nadie. No tenía ni una sola pista. No sabía pordónde empezar, nada que indicase que no volvería a suceder cuandoquisieran los anarquistas.

Narraway volvió a mirarlo. A ambos les habría gustado decir algo, pero la verdad no necesita palabras y las mentiras reconfortantes eran inútiles.

Narraway bebió otro sorbo de agua y pasó la taza a Pitt, que la vació.

– Vuelva a casa -ordenó Narraway y carraspeó-. Esta noche ya no hay nada que hacer aquí.

Pitt pensó que al día siguiente tampoco tendrían nada que hacer, pero deseaba volver a la seguridad de Keppel Street. De pronto lamentó profundamente que su jefe no tuviese un lugar así al que ir, ni nadie que lo quisiera con absoluta certeza. No quiso que éste leyera sus pensamientos.

– Gracias -aceptó quedamente-. Buenas noches.

No se había dado cuenta de que era tan tarde. Estaban a punto de dar las doce cuando abrió la puerta de su casa. En cuanto la cerró, Charlotte, todavía vestida, salió al pasillo y la luz del salón la iluminó por detrás.

– ¡Estoy bien! -exclamó rápidamente al ver la expresión de horror de su esposa-. ¡Solo es suciedad! Se va con agua.

– ¡Thomas! ¿Qué ha…? -Estaba boquiabierta, con una mirada de espanto y las mejillas terriblemente pálidas-. ¿Qué ha pasado?

– Otra explosión -respondió.

Le habría gustado estrecharla entre sus brazos, pero estaba sucio. No solo le mancharía la ropa, sino que le pegaría el olor del fuego.

Charlotte no pensó en ello. Lo rodeó con los brazos, lo abrazó con todas sus fuerzas y lo besó. Le apoyó la cabeza en el hombro y se aferró a Pitt como si quisiera impedir que escapara.

Pitt sonrió y la acarició con delicadeza; por fin estaba a salvo y la tenía en sus brazos. La cabellera de Charlotte se había soltado de las horquillas. Le quitó las pocas que quedaban y las echó al suelo. La melena cayó sobre sus hombros y Pitt hundió los dedos en ella y se regodeó con su suavidad. Era fresca, como la seda, tan resbaladiza y delicada que parecía líquida. Olía bien, como si las llamas, los escombros y la sangre solo fueran producto de su imaginación.

Lamentó la soledad de Narraway y, si lo hubiera pensado, incluso se habría compadecido de Voisey.

Por la mañana Pitt despertó sobresaltado y el silencio del dormitorio resonó en sus oídos. Los recuerdos volvieron a su mente con toda su violencia y dolor. Charlotte ya se había levantado. La luz del día brillaba al otro lado de las cortinas y una franja dorada atravesaba el suelo en el punto donde no estaban totalmente cerradas. Oyó el ruido de cascos de caballos y ruedas en la calle.

Se levantó rápidamente. Su esposa le había dejado ropa limpia en la silla. La vestimenta de la víspera estaba en el lavadero para que el olor no impregnase el dormitorio.

Se afeitó, se vistió y un cuarto de hora después bajó. Le dolían los músculos a causa de los esfuerzos de la noche anterior y tenía más pequeñas heridas y arañazos de los que podía contar, pero había descansado. Había dormido sin pesadillas y tenía hambre.

El reloj de la cocina marcaba las nueve, pero sobre la mesa no estaban los periódicos. Charlotte se volvió desde el fregadero, donde secaba platos, y sonrió.

Gracie salió de la despensa con un cuenco con huevos y le dio los buenos días. Dejó que las mujeres lo mimasen antes de preguntar qué noticias había.

– Malas -comunicó Charlotte mientras Pitt terminaba la tercera tostada con mermelada y se servía otra taza de té.

Charlotte fue a la despensa y regresó con tres diarios. Los dejó sobre la mesa, delante de su marido, y recogió los platos.

En cuanto vio los titulares, se alegró de que Charlotte los hubiese escondido hasta después del desayuno. El periódico de Denoon era el peor. No criticaba a la policía, simplemente reconocía que se trataba de una tarea imposible. Aunque se le dieran más efectivos, armas y la libertad de detener a las personas de las que se sospechaba seriamente, era imposible que pudiese evitar atrocidades como aquella. Para ello la policía debía obtener información antes de que la situación fuera más violenta. Había que saber quién había planificado semejante salvajada y quién defendía unas convicciones que desataban aquella guerra contra la gente corriente de Londres y quizá de todo el planeta.

El editorial era apasionado, simple y con un tono airado que compartiría gran parte de la gente de Inglaterra. La policía, la BrigadaEspecial y el gobierno propiamente dichono estaban en condiciones de decir dónde o cuándo se repetiría otraatrocidad, qué casas serían las siguientes. Era mucho peor que loocurrido en Myrdle Street.

Allí no había muerto nadie. El aviso previo había dado tiempo a evacuar las casas. Esta vez no habían mostrado tanta humanidad. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Sería peor? ¿Más muertos e incendios que sería imposible apagar? Los bomberos no podrían controlar fuegos de mayores dimensiones. No disponían de efectivos suficientes. No había recursos, ni siquiera agua. Se quemarían barrios enteros de Londres.

La posibilidad de una devastación tan atroz exigía medidas extremas para evitarla. El gobierno debía tener competencias para proteger a quienes lo habían elegido y el pueblo tenía derecho a esperar que así fuese. Si hacían falta leyes habría que aprobarlas antes de que fuera demasiado tarde. Lo exigían el honor, el patriotismo y la decencia humana. La supervivencia dependía de que se hiciese.

Pitt esperaba leer algo por el estilo, pero al verlo impreso la realidad se imponía aunque se intentara no verla. Denoon no hablaba detalladamente de la ley que permitiría interrogar a los criados sin que el señor o la señora de la casa lo supiera. Aunque lo hubiese especificado, probablemente la mayoría de las personas no lo habrían considerado siniestro. Los que no tenían nada que ocultar tampoco lo temían. Era muy fácil justificar la utilización de dicha competencia. Era la medida en sí misma la que significaba dar carta blanca al chantaje: la posibilidad de interrogar sin tener que demostrar a ninguna autoridad que existían motivos justificados y el hecho de que el hombre o la mujer de cuyos actos se hablaría, cuya vida íntima, costumbres personales y pertenencias, relaciones y amistades se mencionarían no tendría la posibilidad de negar, explicar o refutar lo que se diría. Un criado podía equivocarse, haber oído solo una parte de la conversación, recordar lo sucedido con inexactitud o, simplemente, repetir cotilleos. Por si eso fuera poco, podía ser rencoroso, deshonesto, ambicioso o, lisa y llanamente, crédulo y manipulable. La ley dejaba en manos de los criados el poder de chantajear al señor o a la señora de la casa mediante una amenaza de traición, ante lo cual no había defensa.