El carácter privado del interrogatorio daba pie a que las posibilidades fueran casi ilimitadas y contra ello no existía la menor salvaguarda.
Levantó la cabeza y advirtió que Charlotte lo observaba.
– Es malo, ¿verdad? -preguntó quedamente su esposa.
– Sí. -Pitt vio en su mirada que también ella comprendía claramente la gravedad de la situación-. Desde luego que lo es.
– ¿Qué podemos hacer?
Pitt se obligó a sonreír al ver que Charlotte se incluía.
– Volveré a la cárcel e interrogaré a los anarquistas detenidos, aunque no creo que puedan ayudar. Francamente, dudo que un miembro de su célula haya cometido esta salvajada. En este atentado han muerto al menos cinco personas. Supongo que se mostrarán más dispuestos a hablar. Tú no hagas nada, a menos que decidas ir a ver a Emily y prestarle un poco de apoyo. -Escrutó el rostro de Charlotte-. Jack es uno de los pocos aliados en los que podemos confiar. Esta situación podría costarle muy cara.
– ¿Su carrera política? -inquirió Charlotte.
– Tal vez.
Charlotte sonrió con tristeza.
– Te agradezco que no hayas fingido. No te habría creído si me hubieras dicho que su carrera política no corre peligro.
Pitt se levantó de la mesa, dio un ligero beso a su esposa y se dirigió hacia la puerta de entrada para ponerse las botas. Sabía que Charlotte seguía de pie en la cocina y aún lo miraba.
En primer lugar, Pitt fue a ver a Carmody. Lo encontró recorriendo de un extremo a otro la celda; estaba tan tenso que le resultaba imposible permanecer sentado. Se volvió en cuanto oyó que la llave giraba en la gran cerradura de hierro, y ya estaba de cara a la puerta cuando Pitt entró. Tenía el pelo pegajoso y su cara pálida y llena de pecas había adquirido un tinte grisáceo.
– ¿Quiénes han sido? -preguntó Carmody en tono acusador-. ¡Es un asesinato! ¿Por qué no lo impidió? ¿Qué le pasa? ¿Quiénes son? ¿Son irlandeses, rusos, polacos o españoles?
– No creo que lo sean -repuso Pitt tan ecuánimemente como pudo-. ¿Quién le ha hablado de la explosión?
– ¡En la cárcel no se habla de otra cosa! -gritó Carmody-. Los carceleros cuentan las horas que faltan para que nos juzguen y nos ahorquen. Nosotros no tenemos nada que ver. Por favor, ya se lo dijimos. Queríamos sacar de en medio al maldito Grover y acabar con la corrupción policial, no matar a los habitantes inocentes.
– Todas las pruebas apuntan a que no se trata de anarquistas extranjeros, ya sea de Europa o de otros lugares.
– ¡No… hemos… sido… nosotros! -chilló Carmody. Le temblaba la voz-. ¿Me ha oído? No es eso lo que queremos ni aquello en lo que creemos. ¡Un atentado es un acto salvaje con el que no tiene nada que ver la libertad, el honor ni la dignidad humanas! Es un asesinato… y nosotros no somos asesinos.
Pitt le creía, pero todavía no podía decírselo.
– Magnus Landsborough está muerto -afirmó y se apoyó en la pared-. Welling y usted permanecen entre rejas. ¿Se le ha cruzado por la cabeza la posibilidad de que el propósito del atentado en Myrdle Street fuera quitarlos del medio?
Carmody estuvo a punto de hablar, pero se contuvo. Su cara perdió el color que le quedaba.
– ¡Por Dios! -exclamó-. ¿Piensa que…? ¡No puede ser! -Meneó la cabeza y negó varias veces, pero era evidente que dudaba. Intentó convencerse a sí mismo y en ningún momento apartó la mirada de los ojos de Pitt.
– ¿Por qué? -preguntó el investigador-. Es posible que en su célula hubiera alguien que tuviera otro plan, un proyecto más violento y decidido. ¡Lo que está claro es que a alguien le interesa esta estrategia!
– ¡No!
La palabra sonó hueca. Carmody comprendía la gravedad de los hechos y a medida que pasaba el tiempo la situación adquiría más sentido, incluso para él. Súbitamente se sentó en el catre, como si las piernas ya no lo sostuvieran.
– Alguien que usted conoce asesinó a Magnus -añadió Pitt en voz baja pero firme-. Alguien lo planificó. Sabía adónde huirían en cuanto estallara la bomba en Myrdle Street y los estaban esperando. Alguien disparó a Magnus y escapó por la parte trasera. Bajó la escalera y pasó por delante de la policía, que lo confundió con uno de los nuestros, que habíamos entrado y perseguíamos a uno de los suyos. Una acción de este tipo requiere preparación, precaución e inteligencia. También exige un buen conocimiento de sus planes. Salvo alguien que quisiera deshacerse del cabecilla y ocupar su lugar, ¿alguien más de su célula quería ver muerto a Magnus?
Carmody se llevó las manos a la cara y se echó el pelo hacia atrás con tanta fuerza que estiró la piel de la frente y tensó sus facciones.
– ¡Esto es una pesadilla!
– No, no lo es -replicó Pitt-. Es real y no despertará como si fuera un sueño. Su única salida es que diga la verdad. ¿Quién asumía la dirección de la célula si a Magnus le ocurría algo? No me venga con que no se lo habían planteado, ya que sería una estupidez. Siempre han tenido presente la posibilidad de que a cualquiera lo atraparan o asesinasen.
– Kydd, Zachary Kydd -contestó Carmody con voz susurrante-. Yo habría jurado que cree en lo mismo que nosotros. ¡Me habría jugado la vida que era así!
– Pues parece que la habría perdido, como les ocurrió anoche a los habitantes de Scarborough Street. -Carmody guardó silencio-. ¿Dónde está Kydd? Tenemos que arrestarlo, a menos que quiera que se produzcan más actos como el de ayer.
Carmody le clavó la mirada con expresión de pesar.
– Me pide que traicione a un amigo.
– No puede ser leal a su amigo y a sus principios a la vez. Tiene que elegir. Incluso guardar silencio es una forma de elegir. Carmody cerró los ojos.
– Su guarida está en Garth Street, en Shadwell, cerca de los muelles. No sé el número, pero está del lado sur y la puerta es marrón.
– Gracias. Ah, algo más. ¿Tendría la amabilidad de describir al viejo que hablaba con Magnus Landsborough? Dígame todo lo que sabe de él.
A regañadientes y con más emoción de la que le habría gustado mostrar, Carmody refirió los encuentros de Magnus con aquel hombre que solo podía ser su padre y las acaloradas conversaciones que habían mantenido. El viejo suplicaba algo, pero siempre obtenía un no por respuesta. Después de esos encuentros Magnus siempre se mostraba retraído. No quería hablar de ello, evidentemente se trataba de algo que le causaba dolor. En dos ocasiones, Carmody también vio a cierta distancia a un hombre más joven, como si siguiera discretamente al viejo, pero no estaba seguro. Estaba claro que recordar aquello lo afectaba. Cuando Pitt se retiró, Carmody estaba tranquilo, sumido en sus tristes recuerdos.
El siguiente encuentro con Voisey sería en el monumento en honor a Turner y, como las otras veces, a mediodía. Cabía esperar que, tras el atentado de la víspera, Voisey acudiera.
Pitt se retrasó cinco minutos; cruzó rápidamente el suelo de mármol blanco y negro. Al ver la figura de Voisey, que miraba nerviosamente a su alrededor y pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro, se sintió preocupado pero también divertido y aliviado.