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– Pues no, no es de relumbrón -sostuvo Tellman-. Parece verdadero si no se conoce la diferencia. La única pega es el papel.

Jones pareció ofenderse.

– En ese caso, ¿cómo podía saber que no es verdadero? ¡Me engatusaron! Debería compadecerse de mí. ¡Es a mí a quien han timado!

Tellman fingió inocencia.

– Señor Jones, ¿qué le han robado?

Jones se indignó.

– Un billete de cinco libras, ya lo sabe. ¡Lo vio con sus propios ojos! ¡Me lo quitó! ¡Yo pensaba que era verdadero y me tomaron el pelo!

– Pues parece que así es. Me gustaría saber quién se burló de usted. ¿Sabe dónde se lo dieron? Creo que tendré que hablar con quien se lo dio.

– ¡Es lo que debería hacer! ¡Me lo dio el tabernero ladrón de laTriple Plea! Fue justo antes de que ustedme pillara. ¡No tuve tiempo de mirarlo bien! ¡Si lo hubiera hecholo habría sabido!

– Y nos lo habría traído -acotó Tellman, que le siguió la corriente-. Así habríamos ido a hablar con el tabernero, le habríamos preguntado de dónde lo sacó y si sabe que se trata de una falsificación.

Jones retrocedió.

– Señor Tellman, no use esa palabra, es fea. Conozco falsificadores que han acabado muy mal.

– No padezca -lo tranquilizó Tellman-. Ya no mandamos tan fácilmente a la gente a la horca. La reservamos, sobre todo, para delitos como el asesinato. ¿Se han cargado a alguien que tuviera que ver con esto? Porque en ese caso la horca es la solución.

– ¡No, por supuesto que no! -espetó Jones acaloradamente-. ¡Solo tuve ese maldito billete durante menos de una hora!

– ¿Se lo dio el dueño de la Triple Plea?

– ¡Eso es!

– ¿Puede demostrarlo?

– Bueno, veamos…

Repentinamente Jones se olió el peligro.

– ¿Qué clase de servicio le pagó? -inquirió Tellman con toda la inocencia del mundo.

La mente de Jones funcionaba a toda velocidad, así lo reflejaba su mirada. Vio la trampa ante sus ojos.

Tellman aguantó.

– Me debía dinero -respondió Jones por último, con cierto tono de desesperación-. ¡Él mismo se lo dirá! -apostilló, desafiante.

– ¿Por qué le debía dinero?

– No es asunto suyo. -Jones empezaba a sentirse más seguro; había evitado una desagradable trampa -. Le hice un favor.

– Sería un gran favor. Llevaba encima veintisiete libras. ¿O también le hizo favores a otras personas y, por pura casualidad, todas se los devolvieron aquel día? -Jones veía que la trampa se cerraba a su alrededor, pero en esta ocasión no supo cómo evitarla-. Planteémoslo de otra manera -propuso Tellman-. Si pregunto al dueño dela Triple Plea cuántosfavores le hizo, ¿me dirá que fueron por valor de cinco libras o deveintisiete?

– Veamos… ¿Cómo quiere que sepa qué le dirá? ¡Ni siquiera le gusta mencionar este tema! -Una actitud triunfal iluminó fugazmente su mirada-. El tabernero se sentirá ridículo si tiene que reconocer que los clientes le prestan dinero.

– ¿Le ha prestado dinero?

– ¡Sí!

– ¿Y de dónde ha sacado usted veintisiete libras? -Tellman sonrió-. ¿O solo le prestó cinco y el resto es usura? No se preocupe, él mismo me lo contará. Puesto que fue tan amable con él, recordará exactamente cuándo ocurrió. Supongo que le devolvió el pagaré.

A Jones le sudaba el labio superior.

– ¿Qué pagaré?

– Vamos, señor Jones -acotó Tellman con desaprobación-, es usted demasiado inteligente para prestar dinero sin firmar un pagaré. En ese caso, ¿cómo haría para cobrarlo? Se lo pediré al tabernero y así el billete de cinco libras será su problema.

Tellman se irguió como si estuviera a punto de irse.

– ¿No sería posible…? -comenzó a decir Jones y tragó saliva con dificultad.

Tellman se detuvo y se volvió.

– Lo escucho.

Logró dar a esas dos palabras un tono amenazador del que se sintió satisfecho. Recordó los destrozos de Scarborough Street; la furia que sintió debió de reflejarse en su expresión.

Jones volvió a tragar saliva.

– No era para mí… es la verdad -reconoció Jones con dificultad-. Recojo y entrego a alguien que… que hace préstamos… de vez en cuando.

Tellman siguió el juego de la mentira durante unos instantes.

– Ahora lo entiendo. ¿Quién es ese alguien que ha mencionado?

– No sé… -Jones enmudeció. Miró a Tellman con atención y pudo ver su cólera y su firme actitud-. Es el señor Grover de Cannon Street -reconoció con voz ronca-. ¡Qué Dios me juzgue!

– En su lugar yo no tendría tanta prisa por ser juzgado -replicó Tellman, que experimentó una sensación de triunfo ante semejante confesión-. En el supuesto de que sea así, ¿cómo conseguirá que el juez de un tribunal ordinario le crea, ya que él no es Dios?

– ¡El juez de un tribunal ordinario! -Jones tragó saliva por enésima vez-. ¡No he hecho nada malo! -Estaba asustado y por primera vez no pudo disimularlo-. ¡Está hablando de uno de esos hombres que se sientan en el estrado con una peluca en la cabeza!

– Y que meten a la gente en Coldbath Fields o en lugares peores. Sí, es exactamente a los que me refiero. Señor Jones, hay mucho dinero que va a parar a lugares sorprendentes.

– ¿A lugares sorprendentes? No sé de qué me habla…

– ¿Realiza otras tareas para el señor Grover? Le aseguro que no tiene nada de malo. Es policía y trabaja ni más ni menos que para el señor Simbister. Usted no tendría la culpa si pensara que todo es correcto y legal.

– ¡No, no la tendría! -aseguró Jones, emocionado.

– Esas otras tareas, ¿incluyen pagar a otros por ciertas obras, trabajos u otras actividades?

Jones parpadeó lleno de dudas. ¿Se libraría de aquello o Tellman solo jugaba con él? Se movía entre la esperanza y el terror.

El sargento adoptó una posición un poco más cómoda y flexionó ligeramente los hombros.

– Señor Jones, ¿está conmigo o contra mí? Alguien podría ponerle las cosas difíciles. Provengo de las proximidades de Scarborough Street. -En realidad no era cierto, pero era una mentira que carecía de importancia-. Tendría usted que ir allí y notar el olor a quemado. Aún no han retirado los cadáveres. Le aseguro que a uno se le acaban definitivamente las ganas de comer carne asada. Jones blasfemó en voz baja y se puso pálido.

– ¿No estará pensando que…?

– Sí, lo hago. -Tellman hablaba absolutamente en serio. En su interior la ira había formado un rígido nudo de dolor-. Ese dinero sirvió para comprar dinamita. ¿A quién se lo entregó?

– Ja… jamás po… podrá decir que yo… -tartamudeó Jones-. No sabía…

– ¿No sabía a qué estaba destinado? -concluyó Tellman-. Probablemente no lo sabía. Si está contra ese tipo de atentados me dirá adonde llevó el dinero, a quién se lo dio y todo lo que sepa. De ese modo tendré pruebas de que usted no está implicado en lo que ha ocurrido, de que solo hizo un recado para alguien a quien consideraba un buen hombre. ¿Me ha entendido?

– ¡Entendido! Yo… -Volvió a tragar saliva compulsivamente-. Yo… -Tellman esperó. Jones miró la ventana alta y con barrotes, la puerta metálica y de nuevo al policía. Este se irguió para retirarse-. He llevado un montón de dinero a Shadwell -explicó Jones y le tembló la voz de miedo-. A New Gravel Lane.

– ¿Adónde?

– ¡A la segunda casa del final de la calle! Juro que…

– Que Dios lo juzgará -concluyó Tellman-. ¿A quién se lo entregó? Si, como afirma, era una gran cantidad, debía de tener instrucciones precisas. No se lo pudo entregar a cualquiera.

– ¡Se lo di a Skewer! El tal Skewer es un sujeto grande y con una sola oreja.

– Gracias. No hace falta que siga jurando. Si me ha mentido más le vale acordarse del nombre del verdugo. Tendrá que ser amable con él para que, cuando llegue su momento, lo sea él con usted.