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– No podemos permitirnos el lujo de suponer que no lo ha hecho, lo que significa que habrá alguna pista para atraernos.

– ¿Qué ha hecho que Voisey pensara en esto?

– No lo sé, pero es evidente, siempre y cuando no estés cegado por la lealtad o por la presunción de honradez… y está claro que Voisey no está cegado.

– ¿Eso es todo? ¿Lisa y llanamente se trata de una deducción que se le acaba de ocurrir?

– No lo sé.

Tellman reflexionó unos segundos. El fuego chisporroteó. Ya había caído la noche y la luz no se colaba por el resquicio entre las cortinas.

– En el caso de que exista, si la prueba está en su casa, evidentemente utiliza a alguien. Por otro lado, si está en su despacho de Bow Street, podría tratarse de algo poco comprometedor. Podría decir que acaba de encontrarla, que estaba a punto de investigar y podría echarle la culpa a cualquiera.

– Y sería muchísimo más fácil dar con ella -apostilló Pitt-. Pero podría estar en su escritorio, donde nadie más la vería. Lo que menos le interesa es que alguien descubra la prueba y juzguen a ese hombre. Wetron no puede permitir que lo interroguen, menos aún en un juzgado.

Pitt tenía cada vez más la sensación de que el documento, o lo que fuera esa prueba, había sido destruido. Podían pillarlos mientras lo buscaban, aunque no existiese la menor posibilidad de encontrarlo. Pero tener demasiado miedo para intentarlo sí que era una derrota.

– Podría echar un vistazo en el despacho de Wetron -dijo Tellman-. No es muy peligroso. Ya hemos establecido la conexión entre los anarquistas, la policía y los atentados. Es razonable que yo siga investigando en busca de más nombres, sospechas y acusaciones, que aunque no demuestren nada no dejan de ser interesantes.

– Tienes razón. De todos modos, si quiere cerciorarse de que podrá seguir usándola, no la pondrá donde cualquier miembro de la comisaría pueda encontrarla -supuso Pitt.

Tellman reflexionó unos instantes.

– Por supuesto, pero comenzaré por allí.

– Pero ¡eso es todo! -advirtió Pitt-. ¡Busca la prueba en la comisaría y luego olvídate del asunto!

– Está bien -replicó Tellman-. Lo haré mañana.

Mientras hablaba, Tellman sabía que no tenía la menor intención de olvidarse del asunto si no encontraba nada en Bow Street. De hecho, suponía que no hallaría pruebas de un delito que Wetron pudiese aprovechar. Lo que le parecía posible era que Wetron hubiese dejado alguna pista acerca de donde podía estar dicha persona, que era exactamente lo que había dicho Pitt, a fin de pillar a quien la buscara… a ser posible, el propio Tellman.

Esa noche se acostó y clavó la mirada en la luz parpadeante del techo de su habitación. Pasaba poco tráfico, las luces de los coches brillaban, y las ramas del tilo se movían y tapaban y destapaban la farola de la acera de enfrente.

Necesitaría ayuda. No tenía sentido pedírsela a sus colegas. Aparte de que no le creerían, no se atrevía a confiar en nadie, menos aún en Stubbs. Incluso la gente honrada podía ser víctima del miedo y de viejas lealtades. Por otro lado, los demás policías carecían de las habilidades que él buscaba. Necesitaba a un ladrón, un atracador de primera, alguien que entrara y saliese de una casa sin que nadie se enterase. Necesitaba a alguien capaz de romper una ventana con el silencioso método del «cristal laminado», escalar, encontrar la habitación deseada en cuestión de segundos, sin despertar al perro ni al lacayo, y abrir la caja fuerte con una ganzúa y el estetoscopio.

Conocía a varios individuos capacitados para esa tarea, no era ese el problema. La dificultad radicaba en encontrar a alguien dispuesto, preparado y cuya lealtad pudiese conseguir mediante el pago o a través de alguna obligación. No le gustaba apelar al miedo, que solo servía para atraer antipatías y que, tarde o temprano, conducía a la venganza.

Durmió con un sueño ligero. A las seis de la mañana lo despertó la luz del amanecer y se levantó. Si quería encontrar a alguien, tenía que buscarlo antes de esa noche; mejor dicho, tenía que hacerlo antes de dirigirse a Bow Street para cumplir su jornada laboral.

Tellman se había decantado por dos ladrones. Ambos serían difíciles de encontrar y convencerlos resultaría todavía más arduo. Se puso la ropa más vieja que tenía, a fin de pasar desapercibido por las callejuelas que tendría que recorrer en su camino hacia el este de la ciudad.

En Hackney Road compró un bocadillo de jamón en un puesto y caminó hacia el sur hasta Shipton Street. Sabía dónde encontrar a Pricey [1], al que llamaba con ese apododesde que lo conocía. No sabía si era un derivado de su apellido ohacía referencia a los honorarios que recibía por los infamesservicios que prestaba a sus clientes.

Tellman nunca lo había detenido, por lo que entre ambos no existía enemistad, incluso había una buena relación a la que en estos momentos podía apelar.

Pricey, que había pasado toda la noche fuera, aún dormía cuando Tellman llamó a su puerta. Sus aposentos estaban al final de una estrecha escalera que partía de un patio tranquilo, con los adoquines rotos. Si su necesidad de ayuda hubiese sido menos apremiante, tal vez Tellman se habría puesto nervioso por estar allí, incluso a plena luz del día y en la calle.

Al cabo de unos minutos, una voz adormilada preguntó desde el interior quién llamaba.

– ¡Soy el sargento Tellman! -respondió-. Necesito un favor y estoy dispuesto a pagarlo.

Mostrarse evasivo carecía de sentido; además, no tenía tiempo.

Sonó un pestillo, luego otro y por fin la puerta se abrió lentamente, en medio de un bien engrasado silencio. Pricey estaba de pie, con la camisa de noche a rayas azules y blancas, descalzo sobre el suelo de madera y con un gorro que tapaba casi toda su cabellera negra y lisa. Su rostro era afilado y lúgubre. Al ver que Tellman no llevaba el traje y la camisa blanca habituales, sino prendas en tonos grises poco llamativos, lo miró con más curiosidad.

El policía entró y cerró la puerta. No era la primera vez que estaba allí y conocía el camino que conducía a la cocina. Era el único lugar donde había sillas y, si tenía un poco de suerte, Pricey incluso lo invitaría a una taza de té. El bocadillo de jamón le había dado sed.

– Vaya, no lo esperaba -comentó Pricey, interesado-. Señor Tellman, ¿qué le trae por aquí a estas horas? Debe de ser algo bueno.

– Lo es -confirmó Tellman y se sentó con cuidado en una silla de madera, que inmediatamente se hundió bajo su peso, pese a ser escaso-. Necesito que encuentres y robes una prueba. Está en casa de alguien que conozco, probablemente en la caja fuerte o en un cajón del escritorio, cerrado con llave.

– ¿Cómo sabré que he encontrado lo que busco? -quiso saber Pricey y torció el gesto con expresión dubitativa.

– Eso es lo más difícil -reconoció Tellman-. A lo largo del día de hoy sabré más cosas y te las diré antes de que actúes. Necesito quedar contigo en el lugar adecuado.

Pricey sopesó la situación y observó a Tellman con mirada dura e intensa.

– ¿De qué clase de prueba me habla? ¿Por qué se mueve a hurtadillas en lugar de entrar a cogerla como hace habitualmente la policía? ¿Quién la tiene? ¿Para qué la quiere? Me parece que este asunto no es trigo limpio, de lo contrario actuaría de otra manera, aparte de que le saldría más barato. No trabajo gratis. ¿Quién paga? ¿La policía o usted?

Tellman sabía que no podía mentir a Pricey y que si lo intentaba lo ofendería; para él el orgullo era muy importante.

– Sí, es muy peligroso -reconoció el sargento sin andarse por las ramas-. No quiero que nadie se entere de que tengo esa prueba y menos aún la policía.

Pricey pareció sorprenderse.

– Señor Tellman, ¿es usted corrupto? ¡Vaya, vaya! Jamás lo habría imaginado. No sabe cuánto me decepciona.

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[1] Literalmente «Dineros». (N. de la T.)