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– ¡No, no soy corrupto! -espetó Tellman-. Quiero que se la robes a un policía corrupto. Es la prueba de un delito y, mediante la amenaza de utilizarla, ese policía chantajea a alguien para que cometa más atrocidades. Al menos es lo que pienso.

– ¿Eso piensa? -Pricey no estaba muy seguro-. Señor Tellman, es espantoso… incluso peor que una extorsión. A mí me parece francamente malvado.

– A mí también. -Tellman pensó en conseguir que Pricey se comprometiera personalmente como incentivo añadido-. Si no me equivoco, tiene que ver con los atentados de Myrdle Street y Scarborough Street.

Pricey soltó una lenta exhalación y blasfemó.

– ¡Le aseguro que no le saldrá gratis! -advirtió.

– Esta tarde a las siete tienes que estar en la Dogand Duck. Tarde lo que tarde, espérame. A esahora dispondré de información para ti. Me encargaré de que el dueñode la casa esté ocupado en otro lugar.

– ¿Para qué? ¡Señor Tellman, jamás me ha pillado… al menos no ha podido demostrarlo! ¡Reconozca que es así! -De repente sonrió-. ¡Y no dirá que no lo ha intentado!

– En la Dog and Duck a las siete en punto-repitió Tellman y se puso en pie.

Era más tarde de lo aconsejable; ya debía estar en Bow Street.

Tellman vivió uno de los peores días de su vida profesional, que para entonces ya había cumplido más de dos décadas. Dedicó la mañana a pensar en todas las posibilidades que se le ocurrieron, por muy inverosímiles que pareciesen, para alejar esa noche a Wetron de su casa.

Antes tenía que registrar el despacho de su superior; en el caso de que la prueba estuviese allí, la intervención de Pricey sería innecesaria.

La suerte le sonrió, pues Wetron salió a comer y, antes de irse, le oyó decir que estaría fuera dos horas. Había quedado con un parlamentario para asesorarlo acerca del nuevo proyecto de ley para armar a la policía. A Tellman se le pasó por la cabeza la posibilidad de que el parlamentario en cuestión también formase parte del Círculo Interior y quisiera reclutar más votos de apoyo a Tanqueray.

En cuanto Wetron se marchó, Tellman preparó una explicación por si alguien le preguntaba algo, se dirigió hacia el despacho escrupulosamente ordenado de Wetron y emprendió la búsqueda. Si le hacían alguna pregunta mencionaría el caso de falsificación en el que estaba implicado Jones el Bolsillo y su supuesta conexión con el atentado de Scarborough Street. Se trataba de un asunto del que la policía debía ocuparse porque, evidentemente, la Brigada Especialno estaba a la altura de las circunstancias. A lahora de la verdad, solo una persona le preguntó qué hacía y obtuvouna amplia sonrisa de apreciación cuando dio la respuestapreparada.

– ¡Alguien tiene que atrapar a esos cabrones! -exclamó el agente-. ¿Puedo ayudarlo?

– Podría si supiera qué busco -respondió Tellman con el corazón acelerado-. No lo sabré hasta que lo vea.

– Pero ¿tiene alguna idea? -El agente permaneció en el umbral con expresión de curiosidad.

– No estoy muy seguro -repuso Tellman, más o menos sinceramente-. De todos modos, si me equivoco me habré metido en un buen aprieto. Deje que siga con mi trabajo antes de que el inspector vuelva, ¿de acuerdo?

– ¡Por supuesto, adelante! -El policía retrocedió deprisa, ya que no quería correr riesgos.

Tellman volvió a revisar los papeles.

Transcurrieron diez minutos frenéticos hasta que, con dedos temblorosos, levantó una hoja de papel y la leyó. La releyó hasta estar absolutamente seguro. Se trataba de una referencia indirecta a un delito cometido aproximadamente tres años atrás y de una nota según la cual cualquier medida que pudiera adoptarse quedaba pendiente. No había que seguir con el asunto sin instrucciones explícitas del jefe de policía. Era lo que Tellman buscaba y Wetron lo había dejado donde pudiera encontrarlo, no demasiado accesible, sino con la suficiente dificultad como para merecer el esfuerzo y no levantar sospechas. Tal como Pitt suponía, la prueba estaría en casa de Wetron.

Los hechos habían tenido lugar tres años antes en una casa de huéspedes cercana a Marylebone Road. Figuraba la dirección. Por fin tenía algo concreto que transmitir a Pricey.

A continuación debía encontrar la manera de alejar a Wetron de su casa.

Tellman abandonó el despacho y al salir cerró la puerta. Se sorprendió al ver que tenía las manos empapadas en sudor y notar los latidos del corazón en las orejas. Recorrió rápidamente el pasillo hasta la escalera y se dirigió hacia su pequeño despacho. Se sentó sin tenerlas todas consigo y reflexionó.

¿Qué podía ser irresistible para Wetron? Tellman necesitaba que permaneciese fuera toda la noche o, al menos hasta las tres o las cuatro de la madrugada, a fin de que Pricey pudiera encontrar la prueba. Por encima de todo, Wetron deseaba la aprobación del proyecto para armar a la policía. Era la clave de su plan. ¿De qué manera podía utilizarlo en su favor? Algunas ideas revolotearon por su cabeza, pensamientos incoherentes, fragmentos, nada inteligible. ¿Qué podía ofrecerle a Wetron? ¿Qué lo haría caer en la tentación o lo asustaría? ¿Con qué podía amenazarlo hasta el punto de que se sintiese obligado a resolverlo personalmente? ¿Había alguien que le importase?

Poco a poco la idea cobró forma: deseo y miedo entrelazados. De todos modos, necesitaría ayuda. Alguien debía correr peligro, alguien que Wetron necesitara y al que no pudiese sustituir. Tanqueray no contaba. Si lo mataban otro defendería el proyecto. Se convertiría en mártir. ¡Su muerte incluso podría resultar rentable!

Edward Denoon. Era un hombre poderoso, único, el principal defensor público del proyecto y con un periódico que leía casi toda la gente influyente del sur de Inglaterra.

¿Quién podía amenazar a Denoon? Los enemigos del proyecto. Voisey era el más evidente. ¿Qué complacería más a Wetron que pillar a Voisey cometiendo un delito?

Tellman se puso en pie. Debía hablar con Pitt o con Narraway, con alguien que lo hiciese creíble. Wetron tenía que aceptar el plan y sentirse obligado a ayudar a ponerlo en práctica.

Dio resultado, al menos aparentemente. Hacía buen tiempo, la brisa agitaba las hojas de los árboles y el olor a humo de la chimenea impregnaba el aire. Poco después de medianoche Tellman estaba junto a un coche de caballos. El vehículo estaba detenido a veinte metros de la casa de Denoon; cualquiera que echase un vistazo habría pensado que el sargento era un cochero que esperaba a un cliente. Wetron se encontraba en la acera y hablaba con uno de sus efectivos, como si fueran dos caballeros que daban un paseo a última hora mientras charlaban. Llevaban más de una hora de espera y comenzaban a impacientarse.

Tellman no dejaba de mirar hacia la casa de Denoon, con la esperanza de ver algún indicio de que Pitt había cumplido su palabra. No conseguiría que su superior se quedara mucho más y, por decirlo con delicadeza, intentar explicar por la mañana lo sucedido sería, en el mejor de los casos, incómodo.

Un perro empezó a ladrar. Wetron se sentó. Tellman, que se encontraba junto a la cabeza del caballo, deseó con todas sus fuerzas que sucediera algo.

Los segundos transcurrieron. El animal golpeó el suelo con las patas y bufó ruidosamente.

Wetron se volvió cuando vio que una figura se movía en la otra acera, sigilosa como una sombra, y se deslizó por los escalones que bajaban hasta la entrada de servicio de la casa de los Denoon. Pasaron cinco segundos, luego diez y Wetron lanzó la orden de actuar.

– ¡Todavía no! -exclamó Tellman tajantemente y en tono agudo.

¿Se había pasado de la raya diciéndole a Wetron que Voisey se proponía matar a Denoon? Lo aterrorizó la posibilidad de que el hombre que se movía entre las sombras fuese Pitt y de que Wetron lo arrestara.

– No podemos esperar -afirmó Wetron con furia-. Podría entrar y colocar una bomba. Solo disponemos de unos minutos. ¡Vamos!