Wetron se dispuso a cruzar la calle, sus pisadas resonaron en los adoquines y el policía que lo acompañaba le pisaba los talones.
Tellman se apartó del caballo, persiguió al agente y en cuatro zancadas lo alcanzó.
– ¡Vaya por allá! -ordenó y señaló el otro lado de la casa de Denoon-. Si entró por la parte trasera saldrá por allí. -El policía dudó y, a la luz espectral de las farolas, su rostro reveló una expresión de sobresalto e indecisión-. Tenemos que cogerlo -insistió Tellman-. Si ha colocado una bomba tenemos que averiguar dónde está.
– ¡No lo dirá!
– ¡Puede estar seguro de que lo dirá si lo llevamos de regreso a la casa! -Tellman lanzó una maldición-. ¡Adelante! -añadió y le asestó un ligero empujón.
Repentinamente el agente comprendió la situación y cruzó la calle corriendo hasta el otro extremo de la casa de Denoon.
Tellman alcanzó a Wetron, que había llegado a la entrada y se disponía a bajar los escalones. El sargento siguió sus pasos.
– ¡Aquí no hay nadie! -espetó Wetron-. Ha debido de entrar y cerrar la puerta. Tellman, hemos tardado demasiado.
Era imposible que en tan poco tiempo Pitt hubiera hecho saltar la cerradura, por lo que no podía estar dentro. Seguramente había rodeado la casa.
– Señor, en ese caso lo cogeremos en el interior -propuso Tellman-. Es imposible que ya haya colocado la bomba. Lo atraparemos con las manos en la masa. Será el argumento más convincente que se presente a favor del proyecto parlamentario. Se trata de una ofensa mucho peor que la de Scarborough Street.
Wetron lo miró y durante unos instantes su rostro brilló de expectación. Se ensombreció en cuanto la cautela volvió. Estaba a menos de un metro de distancia y la luz de la farola, reflejada en las ventanas de la cocina, creaba la apariencia de que se encontraban incluso más cerca. Tellman notó que le temblaba el cuerpo, como si los latidos del corazón fuesen tan violentos que lo asfixiaban. ¿Se había dado cuenta Wetron de su treta? ¿Se había ocupado ya de que alguien detuviera a Pricey?
¿Había permitido intencionadamente que Tellman lo condujese hasta allí?
– ¿Quiere entrar por aquí o prefiere la puerta principal? -preguntó Tellman con voz ronca.
– Por la puerta principal -contestó Wetron-. Nos llevará toda la noche despertar a los que están aquí.
Pasó junto a Tellman, subió los escalones y estuvo a punto de tropezar en la penumbra.
El agente estaba en el otro extremo de la casa, por lo que casi no se le veía. Si salía por allí desde el fondo, tal vez pillaría a Pitt, pero no había forma de avisarle. A Tellman le dolía el cuerpo a causa de la tensión, el miedo había formado un nudo en la boca de su estómago y respiraba con grandes bocanadas.
Wetron llegó a la puerta principal, accionó el tirador del timbre, aguardó varios segundos y volvió a accionarlo.
Transcurrieron casi cinco minutos hasta que apareció alguien; para entonces Wetron estaba que trinaba.
– Dígame, señor -musitó fríamente el lacayo.
– Soy el inspector Wetron. En la casa hay un intruso que probablemente pretende colocar una bomba. Avise de inmediato al personal, cierre las puertas con llave y pida a las mujeres que se reúnan en la habitación del ama de llaves. ¡He dicho inmediatamente! ¡No se quede quieto como si fuera tonto! ¡Podrían volar por los aires!
El lacayo palideció y miró a Wetron como si apenas comprendiera el sentido de sus palabras.
Este pasó a su lado y Tellman lo siguió. El vestíbulo era grande y las lámparas de gas estaban apagadas, salvo la que el lacayo probablemente había encendido para llegar hasta la puerta. Tellman apenas veía a donde iba y se golpeó la espinilla con una mesa oriental baja mientras se disponía a encender las luces principales.
El inspector recorrió lentamente la estancia, en busca de indicios de que algo no estuviera donde correspondía. Todo se encontraba exactamente como cabía imaginar: el biombo chino de seda bordada, el tiesto con el bambú decorativo, el reloj de caja y las sillas. Nada se movió. No se oyó sonido alguno. Aunque aguzó el oído, Tellman ni siquiera oía el crujido de la madera. Tenía la esperanza de que Pitt hubiese saltado el muro del fondo y estuviera muy lejos.
– ¡Despierte a todos! -ordenó Wetron al lacayo en tono grave y tenso-. Ante todo, eche el cerrojo a la puerta principal. ¡Si ese hombre ha colocado una bomba me ocuparé de que permanezca aquí dentro, con nosotros!
– Sí, se… señor -tartamudeó el lacayo, que se movió nerviosamente.
Wetron se volvió hacia su subordinado.
– ¡Empiece por allí! -Señaló una de las grandes puertas de caoba con el dintel tallado-. Encienda todas las luces. Descubriremos a ese hombre.
– El gas, señor -dijo Tellman e intentó fingir que estaba asustado-. Si hay una explosión… -No acabó de expresar la espantosa posibilidad a la que supuestamente se enfrentaban.
– Sargento, una explosión del gas que contienen las tuberías sería suficiente para llevarnos al más allá -replicó Wetron-. Entre y encuentre al intruso antes de que pueda encender la mecha.
Las dos horas siguientes fueron las mejores y las peores de la vida de Tellman. Despertaron a todos los criados y, por supuesto, a Edward y a Enid Denoon. Piers Denoon salió del dormitorio frotándose los ojos, confundido y bastante ebrio. Parecía incapaz de comprender cuando Wetron le explicó que alguien había entrado en su casa para colocar dinamita.
Todos se asustaron. Algunas criadas jóvenes lloraron, la cocinera se mostró muy ofendida y hasta los criados se alarmaron visiblemente. El mayordomo se puso tan nervioso que derribó un florero, que cayó estrepitosamente y produjo el mismo sonido que un disparo, por lo que la aprendiza de criada, de trece años, se puso a gritar hasta que se desmayó.
Obviamente, no aparecieron ni el intruso ni el dispositivo explosivo. A las tres de la madrugada Wetron, pálido de furia y profundamente desconcertado, abandonó la casa, no sin antes dejar de guardia en la puerta a Tellman y al agente. Le produjo cierta satisfacción subir al coche al tiempo que comenzaba a llover y ver que sus hombres tiritaban de frío y de agotamiento mientras se alejaba, pero eso no era nada comparado con su sentimiento de ridículo.
Cuando regresó por fin a su alojamiento, Tellman tenía tanto frío que no sentía las manos ni los pies. La lluvia ligera había vuelto resbaladizas las aceras, y las cunetas, húmedas y negras, brillaban. Pricey lo estaba esperando. Parecía estar calentito, satisfecho de sí mismo y apenas se había mojado los hombros y la parte superior de la gorra.
– Lo he seguido -explicó al ver el mojado aspecto de Tellman y su expresión de contrariedad-. Señor Tellman, no lo veo muy contento. ¿Ha pillado a alguien?
– ¡He estado ocupado asegurándome de que no te detuvieran! -repuso el sargento bruscamente-. ¿Has encontrado algo?
– Ah, sí. Sí, ya lo creo. -Pricey se frotó las manos-. He dado con información muy valiosa. Podríamos decir que la casa no está mal, aunque para mi gusto es demasiado nueva. Prefiero las viviendas viejas, cargadas de historia.
– ¿Qué has encontrado?
– Declaraciones, señor Tellman. La confesión de la violación de una joven. No era una buena chica, pero tampoco era mala. Por lo visto la situación se desmadró. Han conseguido hacer callar a todos los testigos. Habría sido un escándalo sonado, pero nadie hizo nada. Por decirlo de alguna manera, el asunto se tapó.
– ¿Quién lo tapó?
– Señor Tellman, si quiere saberlo tendrá que pagar. Tendrá que apoquinar para saber quién lo hizo, quién lo sabe y quién calla. Tellman tiritaba.
– Entra -ordenó y se volvió hacia la puerta. Al llegar a su habitación se dirigió al cajón en el que guardaba el poco dinero del que podía prescindir-. Es todo lo que tengo, Pricey. -Le ofreció diez monedas de oro. Detestaba tener que dárselas y, si hubiera habido otra opción, se las habría quedado, pero si Pricey había encontrado algo para acabar con Wetron merecía la pena pagar-. Ante todo quiero verlas.