Landsborough intentó sonreír, pero no lo consiguió. -No. No hay nadie más que yo. -Se le quebró la voz. Se abstuvo de añadir que no se lo pediría a lady Landsborough; semejante idea ni siquiera se le cruzó por la cabeza.
A Narraway le habría gustado disculparse una vez más, pero si lo hacía Landsborough tendría que restarle nuevamente importancia. Aprovechó el momento para plantear la dolorosa pregunta que estaba obligado a hacer. Existía la remota posibilidad de que Magnus hubiese sido una especie de rehén, si bien Narraway tenía sus dudas. Welling había afirmado que era el jefe y, a pesar de su ingenuidad y su apasionada fe en su ideología, inculta y unilateral, Narraway opinaba que Welling decía lo que consideraba que era la verdad.
– Milord, ¿cuáles eran las ideas políticas del señor Landsborough? -inquirió-. Le agradeceré que me responda en la medida de lo que sabe.
– ¿Cómo dice? Ah, sí. -Landsborough reflexionó unos instantes. Al responder su tono era más suave, como si se burlara de sí mismo y del llanto-. Me temo que siguió parte de mis ideales liberales, aunque los llevó demasiado lejos. Si intenta preguntarme con tacto si estoy enterado de que había abrazado medios de acción violentos, la respuesta es que lo desconozco. Tal vez tendría que haberlo sospechado. De haber sido más sensato, tendría que haber hecho algo para evitarlo, aunque no sé qué medidas podría haber adoptado.
Narraway se sintió invadido por una compasión inesperada. Si Landsborough hubiera despotricado contra el destino, la sociedad e incluso la Brigada Especial, probablementehabría sido más sencillo. Se habría defendido. Conocía todos losmotivos y las argumentaciones para lo que hacía, así como lanecesidad de hacerlo. Creía realmente en la mayoría de esas razonesy jamás había permitido que la opinión de los demás le preocupara.No podía darse ese lujo. Las heridas mudas y resignadas del hombreque permanecía frente a él lo golpearon en los puntos en los que laarmadura no lo protegía.
– No podemos obligar a otros a adoptar nuestras convicciones -declaró serenamente-. Y no debemos hacerlo. Los que se rebelan son siempre los jóvenes. Sin ellos apenas habría cambios.
– Gracias -murmuró Landsborough. Carraspeó varias veces y tardó unos segundos en recobrar el dominio-. Magnus era un apasionado defensor de la libertad individual que, en su opinión, estaba mucho más amenazada de lo que yo creía. También debo reconocer que he visto muchas más veces que él cómo cambian las corrientes de opinión. Los jóvenes son terriblemente impacientes.
Lord Landsborough se puso de pie rígidamente, para lo que tuvo que apoyarse en los reposabrazos de la silla. Parecía una década más viejo que cuando había tomado asiento, menos de diez minutos antes.
Narraway supo que no había respuesta a esas palabras. Siguió a Landsborough, recogieron los sombreros de manos del lacayo y salieron a la escalera de entrada, donde parecía que siempre había un coche de caballos a la espera. Dio al cochero las señas del depósito al que habían trasladado el cadáver y viajaron en silencio. No es que Narraway se hubiese quedado sin palabras sino que intentaba que Landsborough pasara por ese trance sin tener que oír inútiles cortesías.
Claro que en algún momento Narraway tendría que plantearle ciertas preguntas acerca de su hijo: compañeros, dinero, nombres, lugares que pudiesen llevarlo a otros anarquistas; todas ellas cuestiones que, por muy dolorosas que fuesen, debía abordar.
El depósito de cadáveres olía a piedras mojadas, fenol y ese aroma inefable de la muerte que Narraway conocía, aunque tal vez para Landsborough fuera extraño. La mayoría de las personas morían en casa, y el cuarto del enfermo, cualquiera que fuese su mal, nunca presentaba esa humedad empalagosa y fregada hasta la saciedad. Ese edificio no estaba destinado a seres vivos.
El encargado los recibió con una máscara profesional de solemnidad. Sabía cómo comportarse ante un dolor abrumador sin imponer su presencia. Los condujo por un pasillo hasta una habitación en la que el cuerpo reposaba sobre una mesa. Estaba cubierto hasta la cabeza con una sábana.
Narraway recordó los destrozos de la cara, por lo que se adelantó a Landsborough y se interpuso entre este y la mesa. Levantó un lado de la sábana y dejó al descubierto la mano del difunto. La sortija de sello volvía a estar en su sitio y bastaría para que lord Landsborough identificara el cuerpo.
– ¿Está realmente tan desfigurado? -preguntó Landsborough con ligera expresión de sorpresa.
– Sí -repuso Narraway y clavó la mirada en la mano.
Landsborough la observó.
– Sí, es el anillo de mi hijo. Creo que se trata de su mano. De todos modos, me gustaría verle la cara.
– Milord… -Narraway estuvo a punto de protestar, pero cambió de idea, ya que estaba actuando como un insensato. Si no se veía la cara, la identificación era incompleta; se hizo a un lado.
– Gracias. -Landsborough agradeció aquel gesto. Levantó la sábana y miró las facciones en silencio: un lado de la cara estaba destrozado y el otro casi en paz. Volvió a cubrirlo con la sábana-. Es mi hijo -confirmó en un susurro. Le tembló la voz, como si hubiera querido decir algo más pero su cuerpo no hubiese respondido-. Señor Narraway, ¿me necesita para algo más?
– Lo siento mucho, señor, pero así es. -Narraway se volvió, condujo al aristócrata por el pasillo, dio rápidamente las gracias al encargado y salió al aire tibio de la calle. Mientras el tráfico resonaba a su lado, apostilló-: Los anarquistas tuvieron que disponer de dinero para financiar las armas. Hay que pagar la dinamita. Si logramos rastrear sus compras es posible que encontremos a los demás antes de que vuelen más hogares. -Se refirió deliberadamente a la destrucción y no hizo caso de la ligera mueca de dolor que tensó el rostro de Landsborough-. Es imprescindible que demos con ellos -insistió-. Necesitamos saber quiénes eran los compañeros del señor Landsborough y conocer cualquier dato de sus movimientos de los últimos tiempos.
– Sí, desde luego -coincidió Landsborough; parpadeó como si repentinamente la luz del sol fuera más intensa que antes-. Lo lamento, pero no puedo ayudarlo. Magnus casi nunca estaba en casa. Yo estaba al tanto de sus convicciones, aunque debo reconocer que no de la intensidad de estas, pero no conozco a sus amigos. -Se mordió el labio-. En cuanto al dinero, tenía una modesta renta vitalicia, pero no era suficiente para comprar armas, apenas alcanzaba para comer y vestir. Yo pagaba el alquiler de las habitaciones que ocupaba cerca de Gordon Square. Quería ser independiente.
– Comprendo. -Narraway no supo si creer totalmente la respuesta de Landsborough, aunque tuvo la certeza de que, en ese momento, de nada serviría insistir-. Tendremos que registrar las habitaciones de Gordon Square por si ha dejado algo que pueda conducirnos a sus compañeros.
– Por descontado. Pediré a mi mayordomo que le dé las señas y mi juego de llaves. -Landsborough cuadró los hombros-. Señor Narraway, si esto es todo me gustaría volver a casa. Debo informar a mi esposa de lo ocurrido.
– Por supuesto, señor. ¿Quiere que vaya hasta la esquina y llame un coche de punto? -preguntó casi sin pensar; le parecía lo más lógico.
Landsborough le agradeció las molestias que se tomaba y aguardó inmóvil en la acera.
Pitt regresó a Long Spoon Lane lleno de presentimientos. Seguía vigilada por la policía y un agente, que tardó unos segundos en reconocerlo y cuadrarse, le cortó el paso.
No se lo reprochó. La verdad es que Pitt no parecía un agente de policía, y menos aún de alto rango. Era alto y caminaba con la gracia práctica y desgarbada del hombre de campo, acostumbrado a recorrer grandes distancias entre brezales y bosques. Su padre había sido guarda de caza de una gran finca y de niño Pitt había recorrido con él bosques y brezales. Incluso entonces, varias décadas después, solía guardar en los bolsillos objetos que en algún momento podían resultar útiles: pañuelos, trozos de cordel, monedas, lacre, una caja de cerillas, restos de lápices, papel, un par de caramelos redondos y duros, dos sujetapapeles, un limpiapipas, media docena de llaves y botones.