Al final, casi en medio de la oscuridad, se detuvieron en la escalera de King's Arms. Casi en el acto, la alta figura de Voisey salió de la penumbra y su negrura compacta se perfiló contra el brillo cambiante del río, a la vez que las luces de posición de los barcos jugueteaban en las ondas de la marea, a su espalda.
Pitt se apeó de un salto y entregó el dinero al cochero, probablemente el doble de lo que le debía por la carrera. Le dio las gracias y siguió a Voisey por el muelle hasta el borde del río.
– Está en esa barcaza -comentó Voisey con voz ronca-. Se ha ocultado allí. Se lo llevarán con el cambio de la marea… dentro de aproximadamente veinte minutos. -Señaló hacia el río-. Tengo un bote que me ha dejado uno de los barqueros. No es gran cosa, pero nos permitirá llegar hasta donde está.
Voisey comenzó a bajar por la oscura escalera y se equilibró apoyando una mano en el muro del terraplén.
Pitt distinguió la estructura negra de un bote que flotaba en el agua y el cabo chorreante que lo sujetaba a la anilla de las piedras. Los remos estaban desarmados… expectantes.
Voisey subió a bordo y ocupó el lugar del remero. Pitt desató el cabo, se lo enroscó en el brazo y saltó a popa. El político armó los remos, los introdujo en los escálamos y se apoyó en ellos con todas sus fuerzas.
Se internaron en la marea, se deslizaron un instante, se enderezaron, giraron hacia el otro lado y aguardaron el oleaje de frente con los remos hundidos. Voisey se echó hacia delante y hacia atrás; por fin encontró el ritmo y empezaron a navegar a toda velocidad.
Voisey aflojó cuando llegaron a la barcaza y volvió a colocar los remos a bordo. El investigador se incorporó con cuidado y se equilibró para estirarse antes de llegar a la barca. Tenía que evitar el choque con el casco, lo que alertaría a quien estuviese en la barcaza. Piers Denoon no debía de estar solo. Extendió los brazos y se cogió a la borda. Saltó, rodó, aterrizó sin dificultades, se puso en pie y finalmente, por si alguien vigilaba, se arrodilló para no ser visto. Llevaba una porra en el bolsillo y en ese momento lamentó que no fuera una pistola. Afortunadamente, Voisey lo acompañaba y estaba tan interesado como él en atrapar a Denoon. Voisey era un hombre corpulento y ambos eran musculosos e implacables.
Pitt avanzó sigilosamente y divisó la escotilla iluminada. Allí solo había un hombre de pie. Parecía rondar los veinte años y era esbelto y anguloso. Tras él se veía la sombra de otro individuo, más corpulento y ligeramente inclinado hacia delante. Por lo que Pitt pudo ver no estaba armado.
No quería golpear al más joven, de modo que le rodeó el cuello y lo echó hacia atrás. Sobresaltado, el otro se incorporó.
Hubo movimientos en la cubierta. Pitt se volvió para buscar al parlamentario con la mirada, pero se topó con un hombretón con una gorra de lana. Más allá, el bote en el que viajaba Voisey se alejaba y emprendía el regreso hacia la escalera. Por fin le había traicionado, precisamente en el único momento en el que Pitt no lo esperaba.
11
Pitt vio que el bote se deslizaba por el agua; tuvo un ataque de cólera que casi lo dejó sin respiración. ¡Había cometido un increíble y fatal error! ¿Qué era lo que se le había escapado? Voisey tenía tantas ganas como él de que detuviesen y acusaran a Piers Denoon. Era la conexión definitiva entre Wetron y los atentados. Era la prueba innegable de la corrupción policial.
El hombretón de cubierta se aproximó y se agazapó ligeramente, como si se dispusiera a golpearlo.
– ¡Mike, apártate de mi camino! -espetó al joven rubio que intentaba zafarse de la llave de Pitt.
Pitt solo podía ver a otra persona: el hombre mayor que se encontraba en la cabina.
¿Por qué había creído a Voisey cuando dijo que Piers Denoon estaba allí? Se lo había tragado porque se había acostumbrado a creerle. Se había dejado llevar por las prisas de la persecución y la expectativa del triunfo y había olvidado lo que era y siempre había sido Voisey. ¡Hasta cabía la posibilidad de que supiese dónde estaba Piers Denoon!
El hombretón se detuvo, momentáneamente confundido al ver que Pitt sujetaba al joven por la parte delantera del cuello, pero el respiro fue efímero. El otro subía los peldaños con una barra de hierro en la mano.
La única posibilidad que tenía el policía era retroceder y saltar por la borda con la esperanza de no golpearse con los palos sueltos y las cajas que había en cubierta o con cualquier cosa que flotase en el agua. Tenía muchas probabilidades de ahogarse. Estaba a treinta metros de la orilla y la corriente era fuerte y arrastraba hacia el mar. El agua estaba fría y llevaba botas y chaqueta. Tendría suerte, muchísima suerte, si conseguía llegar a la orilla sin darse con las barcas que se desplazaban río abajo y con las que podía chocar, perder el sentido, enredarse y acabar en el fondo del río. Bastaba con que se enganchara un trozo de la ropa con un palo o un madero medio sumergido y no tendría salida, sería arrastrado.
Retrocedió con mucho cuidado, arrastrando consigo al joven, que seguía forcejeando, soltando patadas e intentando arañarlo. Pitt pagaba el precio de su profunda estupidez. Narraway, Charlotte e incluso Vespasia se lo habían advertido. ¿Por qué Voisey había corrido el riesgo de que Charlotte utilizase las pruebas que inculpaban a la señora Cavendish? ¡Porque si las empleaba no tendría con qué defenderse a sí misma ni a los niños! Ese pensamiento le revolvió las entrañas hasta convertirse en un dolor físico.
– ¡Salte!
El sonido lo sobresaltó tanto que tropezó, trastabilló, cayó hacia atrás, levantó del suelo al hombre que sujetaba del cuello y finalmente lo soltó. Cayeron juntos en el preciso momento en que el hombretón se lanzaba al ataque, golpeaba la vela recogida y dejaba escapar un chillido de dolor.
– ¡Salte!
En esta ocasión Pitt se puso torpemente en pie y se arrojó por la borda. Cayó en un pequeño bote de remos, que se balanceó tanto que entró agua. Por suerte el hombre que manejaba los remos logró enderezarlo, aunque con considerable esfuerzo.
– ¡Estúpido zoquete! -exclamó, aunque no muy enfadado-. Permanezca agachado por si alguno de ellos lleva pistola.
El hombre empezó a remar, se dirigió hacia el centro del río y se alejó de las luces. Maniobró entre los barcos anclados en medio de la corriente y se fue hacia la otra orilla. Pitt se enderezó sin incorporarse y, en cuanto quedaron fuera del alcance de las luces, se sentó en la popa.
– Muchas gracias -dijo, aunque no sabía si en realidad estaba mejor que antes.
– Ya me lo cobraré -replicó el desconocido-. Lo habría dejado donde estaba si no supiera que es la única persona con verdaderas posibilidades de impedir el proyecto de armar a la policía.
Aunque maltrecho e incómodo, Pitt se alegró enormemente de no estar en el agua.
– Y usted, ¿quién es?
– Me llamo Kydd -respondió el hombre y gruñó a medida que remaba.
– Fue una suerte que pasara por aquí. -Pitt intentó respirar con serenidad y calmar los latidos de su corazón. El aire le humedeció la piel-. ¿Es usted barquero o farero?
– Soy anarquista -replicó Kydd en tono irónico y con el rostro hundido en la oscuridad-. No estoy aquí por casualidad. Mi trabajo consiste en saber lo que ocurre. Si no intentara poner freno a la corrupción policial, le aseguro que habría dejado que lo matasen pero, como suele decirse, la política hace curiosos compañeros de cama… ¡incluso ha hecho una pareja tan rara como la formada por Charles Voisey y usted! Cometió usted un error. Supongo que a estas alturas ya se habrá dado cuenta.