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Piers se quedó quieto, como si fuera incapaz de moverse. Tellman no sabía si colocarle o no las esposas.

– Señor Denoon, diríjase al otro lado de la casa -aconsejó Pitt-. No es necesario hacer todo esto en presencia de los criados.

Como si fuera un viejo, Denoon echó a andar por el pasillo y se dirigió al otro extremo de la casa con Tellman detrás de él.

Franquearon casi juntos la puerta forrada de felpa verde y vieron a Enid Denoon, inmóvil al pie de la escalera. Iba en camisón y se cubría con una bata. Tenía el pelo suelto y exuberante a pesar de las ojeras.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó a Pitt.

El investigador tenía la desagradable sensación de que tal vez lo había deducido.

– Lo siento mucho, señora Denoon -dijo desde el fondo del corazón.

Habría dado cualquier cosa porque la situación fuera distinta. Le habría dolido bastante menos tener que comunicárselo a Edward Denoon, pero estaba demasiado pendiente de sí mismo y de su ambición para ocuparse personalmente de esas cuestiones. Probablemente su esposa lo sabía. Denoon era un hombre que utilizaba a los demás, como había hecho Wetron, siempre que podía.

Piers miró a su madre, pero no buscaba ayuda. Sabía que nadie podía hacer nada por él.

– No pude afrontarlo y pensé que lograría salirme con la mía -explicó llanamente. Enid miró a Pitt.

La mujer merecía una explicación, por lo que resumió los hechos con toda la sencillez de que fue capaz:

– Hace tres años cometió un delito. La policía guardó su confesión y las declaraciones de los testigos, y las utilizó para chantajearlo a fin de que ayudase a los anarquistas y les consiguiera dinero. Con los atentados pretendían generar suficiente inseguridad pública para que la inmensa mayoría de los ciudadanos se mostraran dispuestos a armar a la policía y concederle más poderes.

Enid estaba muy pálida; Pitt sabía qué oiría a continuación.

– ¿Lo sabía Magnus?

– Lo desconozco -reconoció Pitt-. Magnus murió para acentuar el malestar del público y lograr que la prensa se hiciese eco del tema de los anarquistas. No habría tenido tanta importancia si se hubiera tratado de un hombre corriente, de alguien cuya familia no fuera relevante.

– ¿Ha dicho la policía? -repitió Enid-. ¿A quiénes se refiere? ¿A Simbister o al que acaba de matar a Voisey? No, no es necesario que responda a mi pregunta. Debe de ser Wetron, de lo contrario no le importaría tanto. Veo que le preocupa. Noto su cólera. -Miró a su hijo-. Avisaré a tu padre. No creo que pueda ayudarte, pero estoy segura de que lo intentará. Haré cuanto esté en mis manos. -Volvió a mirar a Pitt-. Por favor, ya conoce la salida. Tengo obligaciones que cumplir. Comprendo que ha venido a hacer lo que debía… pero ahora soy yo la que debe hacer lo que corresponde.

Enid Denoon se volvió, subió lentamente la escalera y se aferró a la barandilla como si fuera lo único que la mantenía en pie.

Pitt siguió a Tellman y a Piers Denoon hasta la calle, donde aguardaba Narraway. También había un coche. Tellman esposó a Piers Denoon, por si movido por el pánico intentaba huir o incluso decidía arrojarse del coche una vez que se pusiese en marcha. Narraway montó con ellos en el vehículo.

– Bien hecho, Pitt -declaró sin alegría-. Lo siento, tendrá que coger otro coche.

– Sí, señor -respondió Pitt-. Pero antes iré a ver a lady Vespasia. Me parece que la señora Denoon necesita todo el consuelo que puedan proporcionarle.

– ¡Todavía no han dado las siete! -exclamó Narraway.

Pitt estaba decidido a ir; su angustia exigía que alguien reconfortara a Enid, aunque no fueran las ocho o las nueve de la mañana.

– Lo sé. Si tengo que esperar lo haré.

No se quedó para oír la respuesta de Narraway. Se dio la vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia el cruce más próximo, con la esperanza de que pasara un coche. Si no lo había andaría. La distancia no superaba los dos kilómetros y medio.

Cuando avistó un coche estaba a diez minutos de su destino, por lo que no lo cogió.

Como era lógico, Vespasia todavía no se había levantado, pero la criada abrió la puerta y lo invitó a esperar en el salón mientras la llamaba.

– Por favor, dígale que la señora Denoon necesita su consuelo lo antes posible.

– De acuerdo, señor. ¿Le parece bien que pida a la criada que le sirva té con tostadas?

– Sí, por favor, se lo agradezco.

De pronto Pitt se dio cuenta de que estaba aterido, vacío y tenso. Había averiguado la verdad, pero Piers Denoon solo era un peón. Wetron seguía libre y todavía era el ganador. Pensar que Edward Denoon pudiera frenarlo era poco probable. Había muchas más probabilidades de que Wetron comprase su silencio prometiéndole algún tipo de perdón o una escapatoria para Piers. Denoon era suficientemente corrupto para aceptar. Tal vez Wetron hallaría la manera de culpar a un inocente, al menos de ese delito concreto… ¡por ejemplo, a Simbister!

Le sirvieron té con tostadas y comió con apetito. Estaba a punto de terminar cuando llegó Vespasia. Aunque apenas habían transcurrido veinte minutos, su tía se había vestido con ropa de calle y evidentemente estaba preparada para marcharse.

– Thomas, ¿qué ha sucedido? -preguntó, con la voz llena de temor como si ya lo supiese, pese a que era imposible.

Pitt se puso instantáneamente de pie.

– Acabo de detener a Piers Denoon por el asesinato de Magnus Landsborough. Wetron lo chantajeó para conseguir que lo cometiese, pero eso no cambia lo ocurrido. Lamentablemente, no puedo demostrar que fue Wetron. Fue Simbister el que inició esta historia y es su nombre el que aparece en la prensa.

Vespasia se puso espantosamente pálida.

– ¿Enid lo sabe?

La tensión que Pitt sentía lo apretaba como un puño.

– Pensaba hablar primero con Denoon. Pedí a la criada que le avisara, pero despertó a Enid.

– Me temo que le tiene miedo a Denoon -comentó Vespasia y se dirigió hacia la puerta-. Mi coche espera. -Su voz sonaba embargada por las emociones-. Piers es su único hijo. Deprisa, Thomas, quizá sea demasiado tarde.

Pitt no preguntó para qué podía ser demasiado tarde, pero siguió a su tía, temeroso de que Enid Denoon se hubiera quitado la vida ante la imposibilidad de soportar el oprobio y el dolor. Debería haberse asegurado de que su marido la cuidaría o, al menos, que tendría la compañía de un sirviente fuerte y capaz, el mayordomo o una criada con muchos años a su servicio. Se había comportado como un estúpido y maldijo su torpeza. Había estado tan concentrado en su desprecio por Wetron que no se paró a ver cómo afrontaba Enid Denoon la sorpresa inicial.

Vespasia no dio al cochero las señas de Enid, sino las de Wetron, y subió sin esperar a que Pitt la ayudase.

– ¿A casa de Wetron? -preguntó Pitt sorprendido.

– ¡Rápido, rápido! -se limitó a exclamar Vespasia.

El cochero obedeció y azuzó a los caballos. A esa hora temprana, en las calles casi desiertas apenas había movimiento, salvo el de los repartidores a domicilio, por lo que se desplazaron por las plazas y las avenidas como si no hubiese nadie más con vida.

Sostener una conversación era imposible y Pitt lo agradeció. Las ideas se agolpaban en su mente, pero eran inteligibles. Pararon y Pitt abrió la portezuela, se volvió para ayudar a Vespasia a apearse y esta se movió tan rápido que estuvieron a punto de chocar. El coche de Enid aguardaba al otro lado.

Corrieron juntos por la acera y subieron los escalones. Era la segunda vez en la misma mañana que Pitt aporreaba una puerta y un sobresaltado criado la abría.

Pasaron a su lado en el preciso momento en el que sonó un disparo. Vespasia lanzó un grito y se volvió hacia el gabinete en el mismo instante en el que Wetron asomaba por la puerta. Estaba pálido, tenía el pelo revuelto y llevaba en la mano una pequeña pistola.