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– ¡Está loca! -jadeó y, fuera de sí, miró a Vespasia y a continuación a Pitt-. ¡Me ha atacado como… como una… como una loca! No he podido hacer otra cosa. Es… -Miró el arma que aferraba, como si se sorprendiera de verla en su mano-. Es suya. ¡Ha estado a punto de dispararme! Han detenido a su hijo. Se ha… está trastornada… pobrecilla.

Vespasia lo apartó como si se tratara de un criado que se interponía, entró en el gabinete y dejó la puerta abierta de par en par.

Incluso desde donde estaba Pitt vio a Enid en el suelo, boca arriba; la sangre manaba de una herida en la parte inferior de su pecho.

Vespasia se agachó a su lado y la acunó sin tener en cuenta que se estaba manchando de sangre.

Pitt cogió el arma de la mano de Wetron. Era una pistola de mujer, sorprendentemente pequeña.

Enid aún respiraba débilmente.

– ¡Se ha vuelto loca! -insistió Wetron con voz aguda y frágil-. ¡No he tenido otra alternativa!

Vespasia lo miró desde donde se encontraba, arrodillada en el suelo y con un brazo alrededor de los hombros de Enid.

– ¡Es mentira! -exclamó con salvaje y sentido triunfalismo-. ¡La bala está en la alfombra, debajo de su cuerpo! -gritó roncamente-. Enid ya estaba en el suelo cuando le disparó. Cuando la golpeó, se cayó y soltó la pistola. Usted la cogió y disparó a sangre fría. El forense lo demostrará. Señor Wetron, ha cometido un error imperdonable. Destruyó a su sobrino y a su hijo, pero Enid ha acabado con usted. Este es el final del proyecto de armar a la policía y creo que, afortunadamente, también es el fin del Círculo Interior. Voisey ha muerto y Denoon está arruinado. -Miró a Enid y se le llenaron los ojos de lágrimas-. Espero que sepas lo que has conseguido -musitó y la depositó en el suelo-. Thomas, será mejor que avises por teléfono para que alguien venga a buscar a este desgraciado. Seguramente hay quienes se ocupan de estas cosas. A continuación comunicaré a lord Landsborough lo que hemos perdido y lo que hemos ganado.

Pitt recordó que, entre todas las cosas que guardaba en los bolsillos, tenía un juego de esposas. Las buscó, sujetó a Wetron a una de las patas de la magnífica pantalla de bronce de la chimenea y lo obligó a sentarse en el suelo, a un metro del cadáver de Enid.

– Sí, tienes razón -reconoció-. Lo… lo lamento.

Vespasia lo miró y fingió no ver las lágrimas de Pitt.

– No sufras, querido. Es lo que Enid eligió y estoy convencida de que no había otra salida.

– Gracias, tía Vespasia -dijo Pitt, se tragó las lágrimas y se dispuso a obedecer.

Anne Perry

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