La mecánica de lo ocurrido comenzaba a cobrar sentido.
¿Los policías apostados en la parte trasera habían sido descuidados y habían dejado pasar a un hombre al menos o tal vez a más, o eran corruptos y lo habían dejado escapar adrede?
¿Quién había disparado a Landsborough desde detrás de la puerta y corrido escaleras abajo fingiendo que era policía? ¿Había aprovechado la oportunidad que le ofreció repentinamente el destino o aguardó en el edificio de Long Spoon Lane pues sabía que, después de la explosión, los que habían colocado la bomba regresarían?
¿Por qué? ¿Se trataba de rivalidades internas, de una célula que se oponía a otra? ¿Era un conflicto de ideales, una guerra territorial o la lucha por la dirección en el seno del grupo?
¿O se trataba de algo totalmente distinto?
Pitt cruzó lentamente la estancia y franqueó la puerta que conducía a la escalera trasera, por la que el asesino tuvo que abandonar el edificio. Una vez en la calle se topó con otro agente que tampoco le dio información nueva.
2
Pitt cerró la puerta sin hacer ruido, se quitó las botas y caminó por el pasillo hacia las luces, los sonidos y las risas de la cocina. Eran casi las ocho y, pese a que la tarde era agradable tiritaba de agotamiento, no tanto físico como mental.
Abrió la puerta y se dejó rodear por el aroma cálido a pastelitos y verduras y por el olor seco y delicado de la ropa limpia colocada en el tendedero para que se oreara. La luz de gas iluminaba la vajilla con reborde azul del aparador y la superficie clara y fregada de la mesa de madera.
Charlotte se volvió y sonrió. Aún llevaba el pelo recogido, pero algunos mechones se habían soltado; se protegía la amplia falda con un delantal.
– ¡Thomas! -Se acercó rápidamente a su marido, pero al verle la expresión frunció el ceño-. ¿Te encuentras bien? ¡Han puesto una bomba! ¿Qué ha pasado?
– Sí, estoy bien, pero cansado -respondió-. La explosión no ha herido a nadie. Durante el asedio un policía ha recibido un disparo, pero solo se trata de una herida superficial.
Charlotte le dio un rápido beso en la mejilla, se apartó y preguntó preocupada:
– ¿Has comido algo?
– No -reconoció; apartó de la mesa una de las sillas de respaldo rígido y tomó asiento-. Alrededor de las tres he comido un bocadillo de jamón de York. En realidad, no tengo hambre.
– ¡Bombas! -exclamó Gracie y dejó escapar un bufido de disgusto-. ¡No sé adónde iremos a parar! ¡Deberíamos meterlos a todos en las norias de castigo de Coldbath Fields! -Se puso de espaldas al fogón y observó a Pitt con posesiva desaprobación. Era mucho más que una criada y manifestaba apasionadamente su lealtad-. Vamos, un trozo de pastel de manzana no le vendrá nada mal. Y también hay nata… espesa como la mantequilla. Puede meter la cuchara, se mantiene de pie.
Sin esperar respuesta, Gracie se dirigió a la despensa y abrió de par en par las puertas de batiente.
Charlotte sonrió a su marido y sacó del cajón una cuchara y un tenedor limpios. En ese momento, Jemima, de once años, bajó corriendo la escalera y avanzó por el pasillo.
– ¡Papá! -Se arrojó a los brazos de Pitt y lo abrazó, entusiasmada-. ¿Qué ha pasado en el East End? Gracie dice que habría que matar a todos los anarquistas. ¿Es cierto?
Pitt la estrechó con fuerza y la soltó cuando Jemima recobró la dignidad y se apartó.
– ¿No dijo que había que enviarlos a las norias de castigo?
– ¿Qué es una noria de castigo? -preguntó Jemima.
– Un mecanismo que da vueltas continuamente, pero tienes que seguir caminando porque, de lo contrario, pierdes el equilibrio y te haces daño.
– ¿Y para qué sirve?
– Para nada, es una forma de castigo.
– ¿Para los anarquistas?
Gracie regresó con una generosa ración de pastel de manzana y una jarrita de nata y las depositó sobre la mesa.
– Gracias -dijo Pitt, y se sirvió. Es posible que, después de todo, estuviera hambriento. Además, si comía ellas se alegrarían. Respondió a la pregunta de Jemima-: Para todos los que están en la cárcel.
– ¿Los anarquistas son malos? -quiso saber la niña y se sentó al otro lado de la mesa.
– Sí -respondió Gracie, ya que Pitt tenía la boca llena-. Claro que lo son. Vuelan casas y destrozan objetos. Odian a la gente que se ha esforzado y conseguido cosas. Quieren echar a perder todo lo que no les pertenece. -Llenó el hervidor y lo puso a calentar.
– ¿Por qué? -insistió Jemima-. ¡Vaya tontería!
– Generalmente porque si hicieran otras cosas nadie les haría caso -respondió Charlotte a su hija-. ¿Dónde está Daniel?
– Haciendo los deberes -contestó Jemima-. Yo ya he terminado. ¿Romper cosas hace que la gente te preste atención? A mí me mandarían a la cama sin cenar. -Miró esperanzada el pastel de manzana.
Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para disimular una sonrisa. Pitt la vio en su mirada y giró la cara. El calor de la cocina empezó a calmar el dolor de su interior; la violencia se retiró de sus pensamientos y pasó a ocupar un lugar umbrío más allá de las paredes. La masa del pastel era crujiente y aún conservaba parte del calor de la cocción; la nata era espesa y suave.
– En tu caso sería así -confirmó Charlotte a Jemima-. Pero si estuvieras convencida de que algo es injusto te enfadarías muchísimo y tal vez no guardarías silencio ni harías caso de lo que te dicen.
Jemima miró a Pitt sin tenerlas todas consigo.
– Papá, ¿por eso han causado destrozos? ¿Hay algo injusto?
– No lo sé -respondió Pitt-. De todos modos, poner bombas en las casas no es la solución.
– ¡Claro que no! -exclamó Gracie con energía y se puso de puntillas para coger la caja de té del estante-. Si algo está mal, contamos con la policía y con leyes para enderezarlo… y la mayoría de las veces se resuelve. Sumar otro agravio no sirve de nada y es malo.
Gracie mantuvo su espalda pequeña y de hombros cuadrados de cara a los demás. Quitó la tapa de la caja del té con un movimiento brusco. Se había criado en los barrios bajos; mendigaba y robaba para sobrevivir. No obstante, en aquellos tiempos ya era respetable y no estaba dispuesta a ceder a nadie el imperio de la ley.
Charlotte, que era de buena cuna y había sido educada para convertirse en una dama, antes de ser lo bastante decidida como para enamorarse de un policía, podía darse el lujo de tener una perspectiva más liberal.
– Gracie está en lo cierto -explicó amablemente a su hija-. No puedes hacer daño a inocentes como forma de expresarte. Es malo, por muy desesperada que creas estar. Y ahora sube y deja cenar en paz a tu padre.
– Pero mamá… -comenzó a protestar Jemima.
– En esta casa no permitimos la anarquía -la interrumpió Charlotte-. ¡He dicho arriba!
Jemima puso mala cara, abrazó a Pitt y lo besó. Luego atravesó la puerta y se oyeron sus ligeras pisadas por el pasillo.
Gracie calentó la tetera y preparó la infusión.
Pitt se comió hasta la última migaja del pastel de manzana, se repantigó y permitió por un momento dejarse llevar por la luz y el calor.
Pitt se marchó a primera hora de la mañana y Charlotte se sentó a desayunar sola y a leer los periódicos. En todos ellos se mencionaba el atentado con bomba en Myrdle Street, aunque con diversos grados de dureza. Algunos mostraban una profunda compasión por las familias que habían perdido sus hogares e incluían imágenes de personas asustadas, desconcertadas, apiñadas y con la mirada perdida a causa de la conmoción.