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pirámide fueron derribados los ídolos para consolidar el poder español, por los cuatro costados Tlatelolco era sitiado por la muerte, el tzompantli, el muro de las calaveras contiguas, superpuestas, unidas unas a otras en un inmenso collar fúnebre, miles de calaveras formando la defensa y la advertencia del poder en México, levantado, una y otra vez, sobre la muerte.

Pero los muertos eran singulares, no había un rostro igual a otro, ni un cuerpo idéntico a otro, ni posturas uniformes. Cada bala dejaba un florón distinto en el pecho, la cabeza, el muslo, del joven asesinado, cada sexo de hombre era un reposo diferente, cada sexo de mujer una herida singular, esa diferencia era el triunfo de los jóvenes sacrificados derrotando una violencia impune que se sabía absuelta de antemano. La prueba era que dos semanas más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz inauguraría los Juegos Olímpicos con un vuelo de pichones de la paz y una sonrisa de satisfacción tan amplia como su hocico sangriento. En el palco presidencial, con sonrisas de orgullo nacional, estaban sentados los padres de Santiago, don Dantón y doña Magdalena. El país había vuelto al orden gracias a la energía sin complacencias del Señor Presidente.

Cuando reconocieron el cadáver de Santiago en la morgue improvisada, Lourdes se arrojó llorando sobre el cuerpo desnudo de su joven marido pero Laura acarició los pies de su nieto y colgó una etiqueta del pie derecho de Santiago:

SANTIAGO EL TERCERO

1944- 1968

UN MUNDO POR HACER

Abrazadas, la vieja y la joven miraron por última vez a Santiago y salieron compartiendo un miedo difuso, ilocalizable. Santiago había muerto con una mueca de dolor. Laura vivió deseando que la sonrisa del muerto le devolviera la paz al cadáver y a ella.

– Es un pecado olvidar, es un pecado -se repetía sin cesar, diciéndole a Lourdes, no tengas miedo, pero la joven viuda lo sentía, cada vez que tocaban a la puerta se preguntaba, ¿será él, será un fantasma, un asesino, un ratón, una cucaracha?

– Laura, si tuvieras el chance de meter en una jaula a alguien como un escorpión y dejarlo colgado allí, sin pan ni agua…

– No lo pienses, hija. No lo merece.

– ¿En qué piensas, Laura, aparte; aparte de él?

– Pienso que hay quienes sufren y son insustituibles por su sufrimiento.

– Pero ¿quién asume el dolor de los demás, quién está disculpado de esta obligación?

– Nadie, hija, nadie.

Habían entregado la ciudad a la muerte.

La ciudad era un campamento de bárbaros.

Tocaron a la puerta.

XXIV. Zona Rosa: 1970

Laura, que lo había visto todo con su cámara, se detuvo este día de agosto de 1970 ante el espejo de su cuarto de baño y se preguntó,;cómo soy vista?

Guardaba, acaso, esa memoria de una memoria que es nuestro rostro pasado, no la simple acumulación de los años sobre la piel, ni siquiera su superposición, sino una especie de transparencia: soy así, como me veo en este momento, así fui siempre. El momento puede cambiar, pero siempre es uno solo, aunque tenga yo presente en mi cabeza todo lo que le pertenece a mi cabeza; siempre intuí, pero ahora lo sé, que lo que pertenece a la mente nunca se va de la mente, nunca dice «adiós»; todo perece, salvo lo que vive para siempre en mi mente.

Soy la niña de Catemaco, la debutante de San Cayetano, la novia de Xalapa, la joven esposa de la ciudad de México, la madre amorosa y la casada infiel, la aferrada compañera de Harry Jaffe, el refugio de mi nieto Santiago, pero soy sobre todas las cosas la amante de Jorge Maura; entre todos los rostros de mi existencia, ése es el que retengo en mi imaginación como el rostro de mis rostros, la faz que las contiene todas, la semblanza de mi pasión feliz, la cara que sostiene las máscaras de mi vida, el hueso final de mis facciones, el que permanece cuando la carne haya sido devorada por la muerte…

Pero el espejo no le devolvió el rostro de la Laura Díaz de los años treinta, el que ella, sabiéndolo transitorio, imaginaba eterno. Leía mucha antropología e historia antigua de México para entender mejor el presente que fotografiaba. Los antiguos mexicanos tenían derecho a escoger una máscara para la muerte, ponerse un rostro ideal para el viaje a Mictlan, la ultratumba de los indios, infierno y paraíso a la vez. Si fuese india, Laura escogería la máscara de sus días de amor con Jorge para sobreponerla a todas las demás, las de su infancia, su adolescencia, su edad madura y su vejez. Sólo

la máscara agónica de Santiago su hijo competiría con la de la pasión amorosa de Maura, pero ésta rendía el deseo de felicidad. Ésta era su fotografía mental de sí misma. Eso quería ver en el espejo esta mañana de agosto de 1970. Pero el espejo, esta mañana, era más fiel a la mujer que la mujer misma.

Había sido muy cuidadosa con su apariencia. Descubrió muy temprano, observando los ridículos cambios de peinado de Eli-zabeth García-Dupont, que debía escoger de una vez por todas un estilo de cabellera y nunca abandonarlo; el círculo de Orlando se lo confirmó, primero te cambias de pelo, en seguida te sientes satisfecha y renovada, pero finalmente la gente lo que nota primero es que lo que ha cambiado es tu cara, miren las patas de gallo, miren la frente plisada, ayayay, ya dio el viejazo, ya se hizo ruca. Por eso Laura Díaz, después de jugar con dejarse el fleco que usó de niña para cubrirse una frente demasiado alta y ancha y reducir un rostro demasiado largo, decidió, desde que conoció a Jorge Maura, rechazar el corte a la garcon ce las Clara Bow mexicanas seguido por el rubio platino impuesto por la sedosa Jean Harlow seguido por el ondulado marcel de las Irene Dunne locales; se restiró la cabellera hacia atrás, revelando la frente despejada, la nariz «italiana» que decía Orlando, prominente y aristocrática, saliente, fina y nerviosa, como si no cesara nunca de inquirir sobre todas las cosas. Rechazó primero la boquita picada de abeja de Mae Murray la viuda alegre de Von Stroheim y luego la boca inmensamente ancha de Joan Crawford, pintada como un temible ingreso al infierno del sexo, quedándose con los labios delgados, sin pintura, que acentuaban la escultura gótica de la cabeza de Laura Díaz, descendiente de renanos y canarios, montañeses y murcianos, apostándolo todo a la belleza de los ojos, los ojos de un color castaño casi dorado, verdoso al atardecer, plateado en el orgasmo de ojos abiertos que le exigía Jorge Maura, me corro con tu mirada, Laura mi amor, déjame ver tus ojos abiertos cuando me vengo, me excitan tus ojos, y era cierto, los sexos no son bellos, son incluso grotescos, le dice Laura Díaz a su espejo esta mañana de agosto de 1970, lo que nos excita es la mirada, es la piel, es el reflejo del sexo en la mirada ardiente y la piel dulce lo que nos acerca a la maraña inevitable del sexo, la guarida del gran arácnido del placer y de la muerte…

Ya no miraba su cuerpo al bañarse. Ya no le preocupaba más. Y Frida Kahlo, por supuesto. Frida obligaba a su amiga Laura a dar gracias por su cuerpo viejo pero entero. Antes de Jorge Maura,

estuvo Frida Kahlo, el mejor ejemplo de un estilo invariable, impuesto de una vez por todas, inimitable, imperial y único. No era el de su amiga y ocasional secretaria Laura Díaz, quien obedecía los cambios de la moda en el vestir-ahora iba repasando con una mano los atuendos de ayer colgados en un clóset, los breves vestidos de flapper de los veinte, las largas blancuras satinadas de los treinta, el traje sastre úe los cuarenta, el New Look de Christian Dior cuando la falda amplia regresó venciendo las penurias textiles de la guerra; pero después de su viaje a Lanzarote, Laura también adoptó un traje cómodo, casi una túnica, sin botones ni zippers ni cinturón, sin estorbo alguno, un largo blusón monacal que se podía poner y quitar sin ceremonias y que le resultó ideal para vivir en el valle tropical de Morelos primero y para recorrer volando, como si la sencilla tela de acogedor algodón le diese alas, todos los escalones de la Roma de las Américas, la ciudad de México, la urbe de cuatro, cinco, siete capas superpuestas, altas como los volcanes adormilados, hondas como el reflejo de un espejo humeante.

Pero este día de agosto de 1970, mientras llovía afuera y las gotas gordas golpeaban contra el vidrio corrugado de la sala de baño, el espejo me devolvía sólo una cara, ya no la cara preferida, la de mis treinta años, sino la cara de hoy, la de mis setenta y dos años, in-misericorde, veraz, cruel, sin disimulo, la alta frente plisada, los ojos de miel oscura perdidos ya entre ojeras abultadas y párpados caídos como cortinas usadas, la nariz crecida más allá de lo que ella jamás recordaría, los labios sin pintar y agrietados, todas las comisuras de la boca y los planos de las mejillas gastados como un papel de china usado demasiadas veces para envolver demasiados regalos inútiles, y la revelación que nada puede disfrazar, el cuello delator de la edad.

– ¡Pinche moco de guajolote! -decidió Laura reír ante el espejo y seguir queriéndose, queriendo su cuerpo y peinando su cabellera entrecana.