Luego unió los brazos sobre los pechos y los sintió helados. Vio el reflejo de sus manos picoteadas de tiempo y recordó su cuerpo de mujer joven, tan deseado, tan bien exhibido o escondido según lo decidía el gran apuntador escénico de la vanidad, el placer, la pulcritud y la seducción.
Se seguía queriendo.
– Rembrandt se pintó a sí mismo a todas las edades, desde la adolescencia hasta la vejez -dijo Orlando Ximénez cuando la invitó, por enésima vez, al Bar Escocés del Hotel Presidente en la Zona
Rosa y ella, for oíd tirae's sake, como insistía el propio Orlando, aceptó por una vez verlo un rato a las seis de la tarde, cuando el bar estaba vacío-. No hay documento pictórico más conmovedor que el de este gran artista capaz de verse sin el menor idealismo a lo largo de su vida, para culminar con un retrato de anciano que contiene en la mirada todas las edades previas, todas sin excepción, como si sólo la vejez revelara, no sólo la totalidad de una vida, sino cada una de las múltiples vidas que fuimos.
– Sigues siendo todo un esteta -rió Laura.
– No, óyeme. Rembrandt tiene los ojos casi cerrados entre los viejos párpados. Los ojos lagrimean, no por emoción, sino porque la edad vuelve aguada nuestra mirada. Mira la mía, Laura, ¡a cada rato tengo que secarme!, ¡parezco un acatarrado perpetuo! -rió a su vez Orlando tomando con la mano trémula su vaso de escocés con soda.
– Te ves muy bien, muy girito -adelantó Laura, admirando en efecto la seca esbeltez de su antiguo novio, tieso y vestido con una elegancia demodé, como si aún rifaran las modas del duque de Windsor, el saco a cuadros grises cruzado, la corbata de nudo ancho, los pantalones aguados y con valenciana, los zapatos Church de suela gruesa.
Orlando se había convertido en una escoba bien vestida y coronada por una calavera de escaso pelo gris bien untado a las sienes hasta desaparecer, escrupulosa aunque débilmente tejido, en la nuca. La figura un poco doblada quería indicar cortesía, pero revelaba edad.
– No, déjame decirte, lo prodigioso de ese último retrato del viejo Rembrandt es que el artista, sin parpadear ante el estrago del tiempo, nos permite recordar no sólo todas sus edades, sino las nuestras, para quedarnos con la imagen más profunda que sus ojillos de anciano resignado pero astuto atesoran.
– ¿Qué es?
– La imagen de una juventud eterna, Laura, porque es la imagen del poder artístico que creó la obra entera, la de la juventud, la madurez y la ancianidad. Ésa es la verdadera imagen que nos regala el último retrato de Rembrandt: soy eternamente joven porque soy eternamente creativo.
– Qué poco te cuesta todo -volvió a reír, esta vez defensivamente, Laura-. Ser frivolo, cruel, encantador, inocente, perverso. Y a veces, hasta inteligente.
– Laura, soy una luciérnaga, me enciendo y me apago sin quererlo -Orlando le devolvió la risa-. Es mi naturaleza. -La apruebas?
– La conozco -brilló la propia Laura.
– ¿Recuerdas que la primera vez te pregunté, «¿me aprueba tu cuerpo, paso con diez»?
– Me maravilla tu pregunta.
– ¿Por qué?
– Hablas del pasado como si pudiera repetirse. Hablas del pasado para hacerme una proposición ahorita, en el presente. -Laura adelantó la mano y acarició la de Orlando; notó que el viejo anillo de oro con las iniciales OX le quedaba grande para el dedo adelgazado.
– Para mí -dijo el eterno suspirante- tú y yo estamos siempre en la terraza de la Hacienda de San Cayetano en 1915…
Laura bebió con más rapidez que la debida su martini seco preferido -No, estamos en un bar de la Zona Rosa en el año de 1970 y resulta ridículo que evoques, qué sé yo, el lirismo romántico de nuestro primer encuentro, mi pobre Orlando.
– ¿No entiendes? -frunció el ceño el viejo-. No quise que nuestra relación se enfriase con la costumbre.
– Mi pobre Orlando, la edad lo enfrió todo.
Orlando miró al fondo del vaso de whisky. -No quise que la poesía se convirtiese en prosa.
Laura permaneció en silencio unos segundos. Quería decir la verdad sin herir a su viejo amigo. No quería abusar de su propia edad -los setenta y dos años de Laura Díaz- para juzgar a los demás desde una altura injusta. Ésa era una de las tentaciones de la vejez, emitir juicios impunes. Pero Orlando se le adelantó, precipitadamente.
– Laura, ¿quieres ser mi esposa?
Más que responder, Laura se dijo a sí misma tres verdades al hilo, las repitió varias veces, la ausencia simplifica las cosas, la prolongación las corrompe, la profundidad las mata. Con Orlando, la tentación era simplificar: ausentarse. Laura sintió, sin embargo, que alejarse rápidamente de un hombre y una situación que rozaban el ridículo era una especie de traición, quería evitarla a todo precio, no me traiciono a mí misma, ni a mi pasado, si en este momento no huyo, no simplifico, ni me río, si en este momento prolongo aunque vaya al desastre y profundizo aunque vaya a la muerte…
– Orlando -se aproximó Laura-. Nos conocimos en San Cayetano. Nos hicimos amantes en México. Me abandonaste con una nota en la que me decías que no eras ni lo que decías ni lo que parecías ser. Te estás acercando demasiado a mi misterio, me reprochaste…
– No, te advertí…
– Me lo echaste en cara, Orlando. «Prefiero guardar mi secreto», me escribiste entonces. Y sin misterio, añadiste, nuestro amor carecería de interés,…
– También te dije, «te quiero siempre…».
– Orlando, Orlando, mi pobre Orlando. Ahora me dices que llegó el tiempo de unirnos. ¿Se acabó el misterio?
Le acarició la mano nervuda y fría con verdadero cariño.
– Orlando, sé fiel a ti mismo, hasta el final. Sigue huyendo de toda decisión fatal. Aléjate de toda conclusión definitiva. Sé Orlando Ximénez, déjalo todo en el aire, todo abierto, todo inconcluso. Es tu naturaleza, ¿no te has dado cuenta? Incluso es lo que más admiro en ti, mi pobre Orlando.
El vaso de Orlando se convertía por momentos en una bola de cristal. El viejo quería adivinar.
– Debí pedirte que nos casáramos, Laura.
– ¿Cuándo? -ella sintió que se desgastaba.
– ¿Quieres decirme que he sido la víctima de mi propia perversidad? ¿Te he perdido para siempre?
Entonces él no sabía que ese «para siempre» ya había ocurrido medio siglo antes, en el baile de la hacienda tropical, no se había enterado que allí mismo, al conocerse, Orlando le había dicho «nunca» a Laura Díaz cuando quería decir «para siempre», confundiendo el aplazamiento con eso que acaba de decir: nunca quise que nuestra relación se enfriase en la costumbre, no quiero que te acerques demasiado a mi misterio.
Laura tembló de frío. Orlando le estaba proponiendo un matrimonio para la muerte. Una aceptación de que, ahora, ya no había más juegos que jugar, más ironías que exhibir, más paradojas que explorar. ¿Se daba cuenta Orlando de que al hablar de esta manera estaba negando su propia vida, la vocación misteriosa e inconclusa de toda su existencia?
– ¿Sabes? -sonrió Laura Díaz-. Recuerdo toda nuestra relación como una ficción. ¿Quieres escribirle un final feliz?
– No -balbuceó Orlando-. Quiero que no termine. Quiero recomenzar.
Se llevó el vaso a la boca hasta ocultar los ojos.
– No quiero morir solo.
– Cuidado. No quieres morirte sin saber lo que pudo haber sido.
– That's right. What could have been.
El registro de la voz de Laura se hizo muy difícil. ¿Martilló, pronunció, resumió o reasumió, pero todo ello con toda la ternura de la que fue capaz?
– Lo que pudo ser ya fue, Orlando. Todo sucedió exactamente como debió ocurrir.
– ¿Resignarnos?
– No, puede que no. Llevarnos algunos misterios a la tumba.
– Claro. Pero;dónde entierras tus demonios? -Orlando se mordió automáticamente el dedo adelgazado donde bailaba el anillo de oro pesado-. Todos traemos adentro un diablito que no nos abandona ni a la hora de la muerte. Nunca estaremos satisfechos.
Al salir del bar, Laura caminó largo rato por la Zona Rosa, el nuevo barrio de moda al cual acudía, en masa, la nueva juventud, la que sobrevivió a la matanza de Tlatelolco y fue a dar a la cárcel o al café, ambas prisiones, ambos encierros, pero que, en el perímetro entre la Avenida Chapultepec, el Paseo de la Reforma e Insurgentes, había inventado un oasis de cafeterías, restaurantes, pasajes, espejos donde detenerse, mirarse y admirarse, lucir las nuevas modas de la minifalda y el macrocinturón, las botas federicas de charol negro, los pantalones de anchura marinera y el corte de pelo beatle. La mitad de los diez millones de habitantes de la ciudad nómada eran menores de veinte años y en la Zona Rosa podían abrevar, exhibirse, ligar, ver y ser vistos, volver a creer que el mundo era vivible, conquistable, sin sangre derramada, sin pasado insomne.
Aquí, en estas mismas calles de Genova, Londres, Ham-burgo y Amberes, habían vivido los aristócratas venidos a menos del Porfiriato, aquí se habían abierto las primeras boítes nocturnas elegantes, durante la Segunda Guerra que transformó a la capital cosmopolita, el Casanova, el Minuit, el Sans Souci; aquí mismo, en la iglesia de La Votiva, había iniciado Dantón, audazmente, su carrera hacia la cumbre; aquí mismo, por la Reforma, habían marchado a la muerte los jóvenes de Tlatelolco, aquí se habían establecido los cafés que eran como cofradías de la juventud literaria, el Kineret, el Tirol y el Perro Andaluz, aquí estaban los restaurantes frecuentados por los pudientes, el Focolare, el Rívoli y el Estoril, y el restauran!