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preferido de todos, el Bellinghausen con sus gusanos de maguey, sus sopas de fideo, sus escamoles y sus filetes chemita, sus deliciosos flanes de rompope y sus tarros de cerveza más frías que en cualquier otro sitio. Y aqui mismo, al inaugurarse el Metro, comenzaban a aparecer, vomitados por los trenes, los gandallas, los onderos, la chavi-za de los barrios perdidos expedidos desde los desiertos urbanos al lugar donde los camellos beben y las caravanas reposan: la Zona Rosa, bautizada por el artista José Luis Cuevas.

Laura, que lo había fotografiado todo, se sintió sin fuerzas para retratar este nuevo fenómeno: la ciudad se le escapaba de los ojos. El epicentro de la capital se había desplazado demasiadas veces durante la vida de Laura, del Zócalo, Madero y la Avenida Juárez, a Las Lomas y Polanco, a la Reforma transformada de avenida residencial parecida a París a avenida comercial parecida a Dallas, y ahora a la Zona Rosa: sus días, también, estaban contados. En el aire olía, en las miradas miraba, en la piel sentía, Laura Díaz, tiempos de crimen, inseguridad y hambre, aires de asfixia, invisibilidad de las montañas, fugacidad de las estrellas, opacidad del sol, grisú mortal de una ciudad convertida en mina sin fondo pero sin tesoros, barrancas sin luz pero con muerte…

¿Cómo separar la pasión de la violencia?

La pregunta del país, la pregunta de la capital, era la respuesta de Laura: sí, al fin y al cabo, alejándose de la cita final con Orlando Ximénez, Laura Díaz dijo:

– Sí, creo que logré separar la pasión de la violencia.

Lo que no logré, se dijo caminando tranquilamente de la calle de Niza a la Plaza Río de Janeiro por la calle de Orizaba y los sitios familiares, casi totémicos de su vida diaria -el templo de la Sagrada Familia, la nevería Chiandoni, la miscelánea, la papelería, la farmacia, el puesto de periódicos en la esquina con la calle de Puebla-, lo que no logré fue aclarar demasiados misterios, salvo el de Orlando, que por fin dilucidé esta tarde: él se quedó esperando algo que nunca llegó, esperar lo inesperable fue su destino, quiso romperlo esta tarde al proponerme matrimonio, pero el destino -la experiencia convertida en fatalidad- volvió a imponerse. Era lo fatal, murmuró Laura cobijada por el súbito esplendor de un atardecer prolongado, agónico pero enamorado de su propia belleza, un atardecer narcisista del Valle de México, repitiendo uno de los poemas favoritos de Jorge Maura,

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente…

Ese «canto de vida y esperanza» del maravilloso poeta de Nicaragua, Rubén Darío, envolvía con sus palabras a Laura esta tarde de agosto, limpia y aclarada por la lluvia vespertina, en la que la ciudad de México recobraba por unos instantes la promesa perdida de su belleza diáfana…

El aguacero había cumplido su puntual tarea, y, como se decía en México, «había escampado» y Laura, caminando de regreso al hogar, se entretuvo repasando los misterios sin respuesta, uno tras otro. ¿Existió realmente Armonía Aznar, ocupó esa mujer invisible el altillo de la casa de Xalapa, o fue el pretexto para disfrazar las conspiraciones de los anarcosindicalistas catalanes y veracruza-nos? ¿Fue Armonía Aznar un figmento de la joven, traviesa, indomable imaginación de Orlando Ximénez? Nunca vi el cadáver de Armonía Aznar, se sorprendió Laura Díaz; pensándolo bien, nomás me lo contaron. «No apestaba», me lo dijeron. ¿Estuvo realmente enamorada su abuela Cósima Reiter del chinaco bello y brutal, el Guapo de Papantla que le cortó los dedos y la dejó ensimismada para el resto de sus días? ¿Añoró alguna vez su abuelo Felipe Kelsen la perdida juventud rebelde en Alemania, llegó a conformarse del todo con su destino de próspero cafetalero en Catemaco? ¿Pudieron ser las tías Hilda y Virginia más de lo que fueron? Educadas en Alemania, sin el pretexto del aislamiento en un rincón oscuro de la selva mexicana, hubieran sido en Dusseldorf, concertista reconocida una, escritora famosa la otra? No era un misterio el destino de la tiíta María de la O si la abuela Cósima, enérgicamente, no la aleja de su madre la negra prostituta y la integra al hogar de los Kelsen. No era un misterio la bondad y rectitud de su propio padre don Fernando Díaz, ni el dolor portado por la muerte del joven prometedor, el primer Santiago, fusilado por los soldados de Porfirio Díaz en el Golfo. Pero Santiago en sí era un misterio, su política por necesidad y su vida privada por voluntad. Quizás ésta, al cabo, era un mito más inventado por Orlando Ximénez para seducir, inquietándola, excitando su imaginación, a Laura Díaz. ¿Qué ocurrió en el origen de la vida de Juan Francisco su marido, que con tanta gloria brilló en la plaza pública durante veinte años para luego apagarse

hasta morir defecando? ¿Nada, nada antes y nada después del intermedio de la gloria? ¿Nació de la mierda y murió de la mierda? ¿Podía el intermedio ser la obra entera, no un simple entreacto? ¿Nada? Misterios infinitamente dolorosos: si Santiago su hijo hubiese vivido, si las promesas de su talento estuviesen a la vista, cumplidas; si Dantón no hubiese tenido el genio ambicioso que lo llevó a la riqueza y a la corrupción. Y si el tercer Santiago, el muerto en Tlate-lolco, se hubiera sometido al destino trazado por el padre, ¿estaría vivo el día de hoy? ¿Y su madre, Magdalena Ayub Longoria, qué pensaba de todo esto, de estas vidas que eran suyas y compartidas con la de Laura Díaz?

¿Delató Harry a sus compañeros de izquierda ante el Comité de Actividades Antiamericanas?

Y sobre todo, finalmente, ¿qué era de Jorge Maura, vivía, moría, había muerto? ¿Había encontrado a Dios? ¿Dios lo había encontrado a él? ¿Tanto buscó Jorge Maura su bien espiritual sólo porque ya lo había encontrado?

Ante este misterio final, el destino de Jorge Maura, Laura Díaz se detenía, otorgándole a su amante un privilegio que no tardó en extenderle a todos los demás protagonistas de los años con Laura Díaz: el derecho de llevarse un secreto a la tumba.

Cuando el tercer Santiago cayó asesinado en la Plaza de las Tres Culturas, Laura dio por supuesto que la joven viuda, Lourdes Al-faro, se quedaría a vivir con ella junto con el niño. Santiago, el cuarto homónimo del Apóstol Mayor, testigo de la agonía y transfiguración de las víctimas: los Santiagos, «hijos de las tormentas», descendientes del primer discípulo de Cristo ejecutado por el poder de Herodes y salvados por el amor y el hogar y el recuerdo de Laura Díaz.

Lourdes Alfaro cumplió como madre mientras organizaba manifestaciones para liberar a los presos políticos del 68, prestaba servicios a las jóvenes viudas de Tlatelolco, como ella, que tenían hijos pequeños y requerían guarderías, medicinas, atención y crecer -le dijo Lourdes a Laura- con la memoria viva del sacrificio de sus padres. Aunque a veces la ecuación se invertía y los viudos eran padres cuyas mujeres, jóvenes estudiantes, también habían caído en Tlatelolco.

Se formó así una cofradía de sobrevivientes del 2 de octubre y entre ellos, como era de esperarse, Lourdes encontró, se identificó y se enamoró de un muchacho de veintiséis años, Jesús Aníbal Pliego, que se iniciaba como cineasta y que había logrado filmar escenas entrecortadas, campos de sombra y luz, filtros de sangre, ecos de metralla, de la noche de Tlatelolco. En esa noche murió, manifestando, la ¡oven esposa de Jesús Aníbal, y el viudo -un joven alto, moreno, rizado, de sonrisa y mirada claras- se quedó con una niña de meses, Enedina, que también acudió a la guardería donde Lourdes llevaba a su hijo el cuarto Santiago de la línea de Laura Díaz.

– Tengo algo que decirte, Laura -dejó caer al cabo Lourdes después de varias semanas de rondar a la abuela de su hombre, quien ya se lo imaginaba todo.

– No tienes nada que decirme, mi amor. Eres como mi hija y lo entiendo todo. No me imagino mejor pareja que tú y Jesús Aníbal. Los une todo. Si fuera mocha, les daría mi bendición.

Los unía algo más que el amor: el trabajo. Lourdes, que había aprendido mucho al lado de Laura, pudo acompañar cada vez más a Jesús Aníbal como ayudante de fotografía y lo que sí tuvo que decirle Lourdes a la abuela Laura es que ella, su marido, y los dos niños -Enedina y Santiago el cuarto- se iban a vivir a Los Ángeles, Jesús Aníbal tenía un excelente ofrecimiento del cine americano, en México había pocas oportunidades, el gobierno de Díaz Ordaz le había secuestrado las películas de Tlatelolco a Jesús Aníbal…

– No me expliques nada, mi amor. Imagínate nomás si yo no entiendo de estas cosas.

El apartamento de la Plaza Río de Janeiro se quedó solo.

El cuarto Santiago apenas dejó una huella en la memoria de su bisabuela, pronunciar esa designación me llena de orgullo, satisfacción, consuelo y desconsuelo, me da miedo y me da tristeza, me convence alegremente de que he logrado, al fin, matar la vanidad -¡Soy bisabuela!- pero también que he logrado revivir a la muerte, la mía acompañando para siempre la de cada Santiago, el fusilado en Veracruz, el muerto en México, el asesinado en Tlatelolco y ahora el emigrado a Los Ángeles, mi bracerito -me voy a reír- mi espaldita mojada a la que ya nunca voy a poder secar con las toallas que mi madre Leticia me regaló cuando me casé, ¡Cómo duran ciertas cosas!…