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Empujaba con devoción la silla de ruedas de la mujer con ojos adormilados, cejas invisibles pero ¡ay!, exclamó Orlando, ya no la simetría facial de aquella eterna madurez que presumía de eterna

juventud, situada, como estaba hace treinta años, en el filo mismo de una opulencia que el amigo de Laura había comparado a una fruta en plenitud. Recién cortada de la rama.

– Es Andrea Negrete. ¿Recuerdas el vernissage de su cuadro por Tízoc en el flatsín de Carmen? Estaba desnuda -en el cuadro, por supuesto-, tenía dos mechones blancos en las sienes y el pubis pintado de blanco también, alardeando de tener canas en el mono, hazme tú el favor. Ay, ahora ya no tiene que pintarse nada.

– Cómeme -le susurró Andrea a Orlando cuando pasaron junto a la sala donde un cura conducía el responso ante una docena de amigos de Carmen Cortina.

– Cómeme.

– Pélame.

– Lépero -se rió la actriz, mientras el murmullo del Lux perpetua luceat eis se imponía vagamente a los comentarlos y al chismorreo propios de la ocasión.

El pintor Tízoc Ambriz había perdido, en cambio, toda expresión facial. Era un tótem indio, un diminuto Tezcatlipoca, el Puck azteca destinado a rondar como fantasma las noches endemoniadas de México-Tenochtitlan.

Tízoc desvió los ojos hacia la entrada donde un joven alto, moreno y de cabellera rizada, entraba dándole el brazo a una mujer hinchada en cada llanta de su obesidad y rehecha en cada centímetro de su epidermis. Avanzaba orgullosa y hasta impertinentemente del brazo del efebo, haciendo alarde de la ligereza de su paso a pesar del volumen de su peso. Navegaba como un galeón de la Invencible Armada sobre las aguas procelosas de la vida. Sus pies diminutos sostenían un macizo globo carnal, coronado por una cabecita de bucles rubios que eran el marco de su rostro esculpido, retocado, restaurado, compuesto, repuesto y dispuesto hasta estirarse como un globo a punto de estallar aunque ayuno de expresión, una pura máscara detenida invisiblemente por alfileres invisibles alrededor de las orejas y costuras debajo de la barbilla que habían eliminado una papada que pugnaba, a ojos vistas, por renacer.

– ¡Laura, Laura querida! -exclamó la aparición esperpén-tica envuelta en velos negros cuajados de pedrería. Laura se preguntó, ¿quién será, Dios mío?, ¡no la recuerdo, no la recuerdo!, hasta darse cuenta que el globo cicatrizado no la saludaba a ella, avanzaba ligera hacia alguien detrás de Laura Díaz, quien giró para seguir ese anuncio viviente del lifting y verla besar en las mejillas a una mujer

que era su opuesto, una señora delgada y menuda, vestida con un traje sastre negro, collar de perlas, un sombrerito pillbox del cual colgaba un velo negro tan cercano a la piel que parecía parte integral del rostro.

– Laura Riviére, felices los ojos -exclamó la gorda cicatrizada.

– Qué gusto, Elizabeth -contestó Laura Riviére apartando discretamente a la exuberante Elizabeth García-Dupont ex de Caraza, se dijo con asombro Laura Díaz, su compañera de adolescencia en Xalapa, a quien su mamá doña Lucía Dupont les decía, niñas no vayan a enseñar las pechugas mientras enfundaba a Elizabeth en su vestidito de baile anticuado, color de rosa y lleno de holanes y vuelos sin fin…

(Laura no tiene problemas porque es plana, mamá, pero yo…

(Elizabeth, hijita, me pones mal…

(Ni modo, así me hizo Dios, con tu ayuda…)

No había reconocido a Laura, como Laura no la había reconocido a ella, porque Laura -se miró de reojo en el espejo de la sala mortuoria- había cambiado tanto como Elizabeth, o porque Elizabeth sí reconoció a Laura pero no quiso saludarla por rencores aunque viejos, vivos o, quizás, para evitar, exactamente, las comparaciones, las mentiras, no has cambiado nada, ¿cómo le haces? ¿tienes pacto con el diablo? La última vez, en el Ciro's del Hotel Reforma, Elizabeth parecía una momia anoréxica.

Laura Díaz esperó a que Elizabeth García se separara de Laura Riviére para acercarse a ésta, tenderle la mano, recibir en cambio una diestra seca y fina, buscar el reconocimiento en el fondo del velo negro, en el pelo blanco muy bien arreglado que asomaba bajo el sombrero cilindrico y bajo en vez del lánguido corte rubio de su juventud.

– Soy Laura Díaz.

– Te esperé siempre. Prometiste llamarme.

– Lo siento. Tú me dijiste que me salvara.

– ¿Creíste que yo no podía ayudarte?

– Tú misma me lo dijiste, ¿recuerdas? «Yo ya no puedo. Estoy capturada. Mi cuerpo está capturado por la rutina…»

– «Pero si pudiera separarme de mi propio cuerpo…»

Laura Riviére sonrió. -«Lo detesto.» Eso te dije, lo recordarás…

– Me arrepiento de no haberte buscado.

– Yo también.

– ¿Sabes?, pudimos ser amigas.

– Helas -Laura Riviére suspiró y le dio la espalda a Laura Díaz, no sin antes sonreírle melancólicamente.

– Amó realmente a Artemio Cruz -le confió Orlando Xi-ménez cuando la condujo de regreso a la Avenida Sonora, en medio de los escombros diseminados de la ciudad-. Era una mujer obsesionada por la luz, las lámparas, la luz de los interiores, sí, la buena disposición de las lámparas, el voltaje exacto, cómo se iluminaban los rostros… Eso la obsesionó siempre. Fue -es- una pintora de su propia efigie. Es su propio autorretrato.

(Ya no puedo más, mi amor. Tienes que escoger.

(Ten paciencia, Laura. Date cuenta… No me obligues…

(¿A qué? ¿Me tienes miedo?

(¿No estamos bien así? ¿Hace falta algo?

(Quién sabe, Artemio. Puede que no haga falta nada.

(No te engañé. No te obligué.

(No te transformé, que es distinto. No estás dispuesto. Y yo me estoy cansando.

(Te quiero. Como el primer día.

(Ya no es el primer día. Ya no. Pon más alto la música)

Al bajar del taxi, Orlando quiso besar a Laura. Ella lo rechazó con asco y asombro. Sintió el roce de esos labios arrugados, la cercanía del rostro cuadriculado como una débil parrillada de carne color de rosa, y sintió repulsión.

– Te quiero, Laura, como el primer día.

– Ya no es el primer día. Ahora nos conocemos. Demasiado. Adiós, Orlando.

¿Y el misterio? ¿Se morirían ambos sin que Orlando Ximé-nez, el amigo íntimo del primer Santiago en Veracruz, el seductor de Laura por ese mismo hecho, el misterioso correo entre la invisible anarquista Armonía Aznar y el mundo, Orlando su amante y su Virgilio por los círculos infernales de la ciudad de México, revelase sus secretos? Era imposible atribuirle misterio alguno a este «lagartijo» pasado de moda, momificado y banal, que la acompañó, al velar a Carmen Cortina, al entierro de toda una época de la ciudad de México.

Prefería quedarse con el misterio.

El homenaje a los «otros tiempos», sin embargo, le dejó a Laura un amargo sabor. La luz había regresado a la casa. Ella em-

pezó a recoger los objetos caídos, los trastes de la cocina, el arreglo del comedor, sobre todo la sala y el balcón desde donde, cuando la familia se reconcilió después de la pasión de Laura Díaz por Jorge Maura, se reunían ella y su marido Juan Francisco, los hijos Santiago y Dantón y la vieja tiíta veracruzana, María de la O, a mirar los atardeceres del bosque de Chapultepec.

Acomodó los libros caídos por la fuerza del terremoto y de entre las páginas de la biografía de Diego Rivera por Bertram D. Wolfe cayó la foto de Frida Kahlo que Laura Díaz le tomó el día de su muerte, el 13 de julio de 1954, cuando Laura dejó solo a Harry Jaffe en Tepoztlán y se apresuró a la casa de los Rivera en Coyoacán.

– Toma -le dijo Harry entregándole una Leica-. La usaba para fotofijas en Hollywood. No dejes de traerme a Frida Kahlo muerta.

Dominó la crueldad que en ocasiones le provocaba Harry. Frida había muerto amputada y enferma pero pintando hasta el último momento desde su lecho agónico. Harry agonizaba en un valle tropical sin el valor de tomar pluma y papel. Laura tomó la foto del cadáver de Frida, más que nada, para enseñársela a Harry y decirle, «No dejó de crear ni el día de su muerte».

Pero Harry también estaba muerto. Lo estaba Carmen Cortina y la crueldad que Laura sentía hacia Harry, así como el ridículo que sentía al ver el cuerpo embalsamado de Carmen con minúscula cortina, se transformaron ahora, mirando la foto de Frida muerta, en algo más que amor y admiración.

Tendida en su féretro, Frida Kahlo lucía su cabellera negra trenzada con listones de colores. Sus manos llenas de anillos y brazaletes reposaban sobre un pecho dormido pero engalanado, para el último viaje, por collares suntuosos de oro delgado y plata morelia-na. Las arracadas de turquesa verde ya no colgaban de sus lóbulos, ahora reposaban como ella, reteniendo misteriosamente el calor final de la mujer muerta.

La cara de Frida Kahlo no había cambiado con la muerte. Los ojos cerrados se mantenían, sin embargo, alertas gracias a la vivacidad inquisitiva de las espesas cejas sin cesura, ese azotador peligroso y fascinante encima de los ojos, que fue santo y seña de la mujer. La espesura de las cejas pretendía, pero no lograba, disimular el bigote de Frida, el bozo notorio y notable que cubría su labio superior y hacía pensar que entre sus piernas un pene gemelo del de Diego pugnaba por brotar hasta completar en Frida la probabili-