Casi inmóvil, a veces cambiaba el peso del cuerpo de un pie al otro, o se apartaba un centímetro, o ladeaba la cabeza, como para apreciar mejor lo que no estaba allí: la efigie de Basilio.
Laura dudó entre sucumbir a una natural curiosidad o guardar discreción. Una tarde, entró a la galería y vio a la mujer de negro detenida frente al retrato en blanco del hombre ausente. No se atrevió a acercarse pero fue ella misma, la visitante misteriosa, quien se dio media vuelta, como si la atrajese el imán de la mirada de Laura y se dejó ver, una mujer de unos cuarenta años con los ojos azules y la melena de un amarillo parecido a la arena.
Miró a Laura pero no le sonrió y Laura agradeció la imperturbable seriedad de la mujer porque temió lo que podía ver si la visitante misteriosa apartase los labios. Tal era el gesto frío y nervioso a la vez con que la visitante a la Galería disimulaba la emoción de su mirada y no lo lograba. Lo sabía y trasladaba el enigma a su boca cerrada con pena, sellada con una dificultad visible para no mostrar… ¿los dientes?, se preguntó Laura, ¿esta mujer quiere esconder de mi vista sus dientes? Si sólo le quedaban los ojos para identificarse en ellos Laura Díaz, acostumbrada a descubrir miradas y convertirlas en símiles, vio en los ojos de la mujer lunas instantáneas, antorchas de paja y leña, luces en la sierra y se detuvo, mordiéndose el labio inferior como para frenar su propio recuerdo, para no recordar que esas palabras las había pronunciado Maura, Jorge Maura,
en el Café de París, veinte años atrás, en compañía de Gregorio Vidal y Basilio Baltazar, protegidos los tres por el ambiente bohemio del café en la Avenida del Cinco de Mayo pero desguarnecidos, a la intemperie más brutal, como las hienas y los bueyes y el viento y las luces en la sierra, cuando abrían la boca.
– Soy Laura Díaz, la fotógrafa. ¿Puedo ayudarla en algo?
La mujer vestida de negro se volteó a mirar el cuadro vacío de Basilio Baltazar y le dijo: Laura, si conoces a este hombre, avísale que he vuelto.
Sonrió al fin y mostró los dientes salvajemente arruinados.
XXII. Plaza Río de Janeiro: 1965
Santiago López-Ayub, el nieto de Laura Díaz, junto con su joven compañera, Lourdes Alfaro, se vinieron a vivir a casa de la abuela en la Navidad del año 1965. El apartamento era viejo pero espacioso, el edificio una reliquia del siglo pasado que sobrevivió a la implacable transformación de la ciudad de colores pastel y casas de dos pisos que Laura conoció al llegar aquí, joven casada, en 1922. Ahora, como un gigante ciego, México DF crecía quebrando todo lo que encontraba a su paso, derrumbando la arquitectura francesa del siglo XIX, la arquitectura neoclásica del siglo XVIII y la arquitectura barroca del siglo XVII. Como en una gran cuenta regresiva, el pasado iba siendo inmolado hasta encontrar, latiendo como una llaga de olvido, miseria y dolor insoportables, el sedimento mismo de la ciudad azteca.
Laura no sólo pasó por alto las impertinencias de su dadivoso aunque nada desinteresado hijo Dantón cuando rechazó su ayuda y se instaló en el viejo edificio de la Plaza Río de Janeiro, adaptando el piso a las necesidades de su trabajo -espacio vital pero también cuarto oscuro, cuarto de archivos, estanterías de referencias gráficas-. Se encontró, por primera vez en su vida, con una habitación propia, de ella, el famoso «room of one's own» que Virginia Woolf había pedido para que las mujeres fuesen dueñas de su zona sagrada, su reducto mínimo de independencia: la isla de su soberanía.
Acostumbrada desde que dejó la casa familiar de la Avenida Sonora a vivir sola y libre mientras pasaba de los cincuenta y ocho a los sesenta y siete años, dueña de una profesión y un medio de vida, mujer halagada por el éxito y la fama, Laura no se sintió invadida por la juventud renovada que le ofrecían Santiago y Lourdes y por la naturalidad con que los trabajos del hogar se repartieron entre los tres, por la riqueza explicable pero inesperada que las conversaciones de sobremesa adquirieron, por el desplazamiento admirable de experiencias, anhelos y solidaridades que la vida en común les deparó a partir del momento en que el tercer Santiago se pre-
sentó a la puerta de Laura y le dijo, Abuela, no puedo vivir más con mi padre y no tengo dinero para vivir solo y mantener a mi novia.
– Hola. Me presento. Soy tu nieto Santiago, esta es mi novia Lourdes y venimos a pedirte posada -sonrió Santiago con la dentadura fuerte y blanca de Dantón, pero con los ojos dulces y melancólicos de su tío, el segundo Santiago, y con un gesto elegante y hasta sobrado del cuerpo que a Laura le recordó al falso fifí, el Pimpinela Escarlata de la revolución en Veracruz, Santiago el Mayor…
Lourdes Alfaro, en cambio, era bella y modesta, vestía como acostumbraban ahora los jóvenes, con pantalón y una playera con la efigie del Che Guevara un día, de Mick Jagger el siguiente, una larga melena negra y cero maquillaje. Era pequeña y bien formada, una «dueña chica que virtudes ha», según recordaba Jorge Maura citando el Libro de Buen Amor y burlándose cariñosamente del tamaño teutón de Laura Díaz.
Bastaba la presencia de los jóvenes amantes en su casa para alegrar el corazón de Laura Díaz y abrirle los brazos a una pareja que tenía derecho a la felicidad ahora, ya, no después de veinte años de violencia e infelicidad como Laura y Jorge, o como Basilio Balta-zar y Pilar Méndez, reunidos éstos al fin como Jorge y Laura jamás lo podrían soñar, pues el destino no acierta dos veces a transformar la tragedia en final feliz.
El tercer Santiago y su novia Lourdes tenían, por todo ello, todos los derechos del mundo a los ojos de Laura Díaz. El muchacho, al cual ella no había conocido debido a la discolería de Dantón y su arrogante esposa, la conocía sin embargo a ella, a la abuela, la conocía y la admiraba porque, dijo, él entraba al primer año de Derecho y no tenía el talento artístico ni de su abuela ni de su tío Santiago, muerto tan joven…
– Ese cuadro de la pareja que se mira, ¿es de él?
– Sí.
– Qué gran talento, abuela.
– Sí.
No cantó sus propias virtudes, él mismo tenía apenas veinte años, pero Lourdes le dijo una noche a Laura mientras preparaban la cena de arroz con azafrán y patas de pollo, Santiago es muy macho, muy hombre para su edad, doña Laura, no se deja asustar con el petate del muerto… Yo pensé en un momento dado que podría ser algo así como un peso para él, para su carrera y sobre todo para su relación con sus padres, pero viera usted, doña Laura, con qué decisión
se enfrentó Santiago a sus papás y me hizo sentir que yo le hacía falta, que no era una carga sino un apoyo, que me respetaba…
Se habían conocido en los bailes de los jóvenes preparato-rianos a los que Santiago gustaba asistir, más que a las fiestas organizadas por sus padres y los amigos de sus padres. En éstas reinaba la exclusividad; sólo eran invitados hijos de «familias conocidas». En aquéllas, en cambio, caían las barreras sociales y se daban cita los camaradas que seguían la misma carrera, independientemente de sus fortunas o relaciones familiares, ¡unto con sus novias, hermanas y una que otra tía soltera, pues la costumbre de la «chaperona» se resistía a morir.
Dantón aprobaba estas reuniones. Las amistades duraderas se hacían en la escuela, y aunque tu madre preferiría que sólo fueras a reuniones con gente de nuestra clase, si te das cuenta, hijo, quienes nos gobiernan no vienen nunca de las clases altas, se forman abajo o en la clase media, y a ti te conviene conocerlos cuando tú les puedes dar más a ellos porque un día, te lo aseguro, ellos te darán más a ti. Los amigos pobres, a los ojos de Dantón, podían ser una buena inversión.
– México es un país abierto al talento, Santiago. No lo olvides.
En el primer año de Leyes, Santiago conoció a Lourdes. Ella estudiaba enfermería y venía de Puerto Escondido, una playa en la costa de Oaxaca donde sus padres tenían un hotel modesto pero con el mejor temazcal de la región, le dijo ella.
– ;Qué es eso?
– Un baño de vapor y hierbas de olor que te limpia de todas las toxinas.
– Creo que me está haciendo falta. ¿Me invitas?
– Cuando gustes.
– Qué buena onda.
Fueron juntos a Puerto Escondido y se enamoraron frente al Pacífico que allí se acerca a una costa precipitada, engañosamente arenosa y dulce, pero que en realidad es un abrupto abismo en que se pierde pie en seguida, sin apoyo para combatir las corrientes bruscas que atraparon a Santiago, y lo arrastraron con más angustia que peligro, hasta que Lourdes se lanzó al agua, rodeó con un brazo el cuello del muchacho, con el brazo libre lo ayudó a nadar hasta la playa y allí, exhaustos pero excitados, los dos jóvenes se dieron el primer beso.
– Me cuentas esto con la voz temblándote -le dijo Laura a Lourdes.
– Es que tengo miedo, doña Laura.
– Quítame lo de doña, me envejeces.
– Okey Laura.
– ¿Miedo de qué?
– El papá de Santiago es un hombre muy duro, Laura, no tolera ninguna cosa que no sea lo que él manda, se injerta en pantera y es algo espantoso.