– No es tan fiero ese leoncito como lo pintan. Ruge y espanta hasta que le ruges de vuelta y lo pones en su sitio.
– Yo no sé cómo.
– Yo sí, m'ijita. Yo sí. No te preocupes.
Fue el muy desgraciado hasta Puerto Escondido, abuela, generalmente manda achichincles suyos a asustar a los demás, pero esta vez fue él mismo en su avión privado a ver a los papás de Lourdes y decirles que no se hicieran ilusiones, lo de su hijo era una aventura de muchachito rebelde y malcriado, les pedía que se lo explicaran a su hija, que no la engañara Santiago, que tuviera cuidado, podía embarazarla y abandonarla, pero con o sin embarazo, la iba a abandonar.
– Su hijo no nos ha dicho eso -dijo el padre de Lourdes.
– Se los digo yo, que soy quien manda.
– Quiero oírselo decir a su hijo.
– Ése no tiene voz propia. Es un niño atarantado.
– De todos modos.
– No sea terco, señor Alfaro. No sea terco. Yo no juego. ¿Cuánto quiere?
A Santiago, Dantón no lo trató de «niño atarantado». Simplemente, le presentó «la realidad». Era hijo único, por desgracia su madre no pudo volver a concebir, le hubiese costado la vida, Santiago era toda su ilusión y el amor de su madre, pero él, Dantón, como padre, tenía que ser más severo y objetivo, no podía darse lujos sentimentales.
– Tú heredarás mi fortuna. Qué bueno que estudias leyes, aunque te recomiendo un posgrado en economía y administración de negocios en los Estados Unidos. Es natural que un padre quiera encargarle la continuidad de sus asuntos a su hijo y estoy seguro que tú no me defraudarás. A mí y a tu madre, que te adora.
Era una mujer de belleza evaporada, «como el rocío», acostumbraba decir ella misma. Magdalena Ayub de López-Díaz man-
tuvo hasta el mediodía de su existencia los atractivos que tanto sedujeron a Dantón en los domingos del Jockey Club. Los aparentes defectos, las cejas sin cesura, la nariz prominente, la quijada cuadrada -en contrapunto con unos ojos de princesa árabe, soñadores y aterciopelados, elocuentes bajo párpados aceitados e incitantes como un sexo oculto. En cambio, la mayoría de las señoritas casaderas de aquella época, bonitas pero demasiado «decentes», salían de la escuela de monjas como si les hubiesen puesto un nihil obstat en alguna parte secreta del cuerpo, elevándolo a la categoría pública de «rostro». Una rodilla, un codo, un tobillo, pudieron servir de modelos a las caras monas, aceptables pero insulsas de las muchachas llamadas «yeguas finas» como corrupción de «jeunes filies», egresadas del Colegio Francés del Sagrado Corazón. Sus facciones, se burlaba el joven Dantón, eran útiles pero deslavadas.
Magdalena Ayub, «mi sueño» como le decía Dantón al enamorarla, era distinta. Era la madre, además, del tercer Santiago, cuyo nacimiento borró de un golpe y para siempre los restos del atractivo juvenil de la señora esposa de don Dantón, agobiada por la sentencia médica: un hijo más la mataría, señora. Mantuvo, eso sí, las cejas espesas y ganó, eso también, las caderas anchas.
Santiago creció con ese estigma: pude haber matado a mi madre al nacer, y he anulado la posible vida de mis posibles hermanos, pero Dantón convertía la culpa en obligación. Santiago, por ser el hijo único, por haberle, por poco, arrebatado la vida a su madre para tener la suya, tenía ahora, al cumplir los veinte años, que cumplir también con deberes claros pero normales. Dantón no le pedía a su hijo nada fuera de lo común: estudiar, recibirse, casarse con una chica de su clase, sumar fortunas, prolongar la especie.
– Y darme, hijo, una vejez tranquila y satisfecha. Creo que lo merezco, después de tantos años de trabajo.
Lo decía con una mano en el bolsillo del traje azul a rayas cruzado y la otra acariciándose la solapa. Su cara era como su traje: abotonada, cruzada, a rayas, azulada por el bigote y las cejas y el pelo negro aún. Era un hombre, todo él, color azul medianoche. Nunca se miraba los zapatos. Tenían que estar lustrosos. No hacía falta.
El tercer Santiago no disputó el mapa de ruta trazado para él por su padre, hasta que se enamoró de Lourdes y Dantón reaccionó con la brutalidad y falta de elegancia que el hijo, a partir de ese momento, empezó a atribuir a un padre al cual quería y agradecía todo lo que le daba, la mesada, el Renault cuatro puertas, la no-
vedad de la tarjeta American Express (aunque con límite de gasto), la libertad de hacerse trajes con Macazaga (aunque Santiago prefería chamarras de cuero y pantalones vaqueros), sin poner en tela de juicio los móviles, las acciones, las justificaciones o las fatalidades de un «así son las cosas» que animaba las palabras de su padre, un hombre anclado en la segundad de su posición económica y su moralidad personal, con las cuales, armado, podía decirle a su hijo «seguirás mi camino» y a la novia de su hijo, «no eres más que una piedra en el camino, apártate o te aparto a puntapiés».
La actitud de su padre enchiló al joven Santiago, le dio mucha muina primero pero luego lo llevó a hacer cosas que nunca se le hubieran ocurrido antes. El joven se dio cuenta de su propia naturaleza moral y se dio cuenta de que Lourdes se daba cuenta; no se iban a acostar juntos hasta aclarar bien la situación, no iban a «chantajear» a nadie ni con un bebé por equivocación ni con un sexo de puro desafío. Santiago, mejor, se puso a pensar, ¿quién es mi padre, qué hace mi padre que tiene ese poder absoluto sobre los demás y esa confianza en sí mismo?
Le dijo a Lourdes, vamos a ser más listos que él, mi amor, vamos a dejar de vernos diario, sólo en secreto los viernes en la noche, para que el viejo no se las huela.
Santiago le dijo a Dantón que estaba bien, estudiaría Leyes pero quería práctica y deseaba trabajar en las oficinas de su padre. La satisfacción de Dantón lo cegó. No imaginó peligro alguno en darle cabida a su propio hijo en las oficinas del Bufete Unido de Factores Asociados (BUFA), un edificio relumbrante de vidrios y metales inoxidables en el Paseo de la Reforma, a escasos metros de la estatua de Cristóbal Colón y del Monumento a la Revolución. Allí había estado la casa parisina, con todo y mansardas esperando la nevada en México, del Nalgón del Rosal, el viejo aristócrata por-firista cuya gracia era deglutir su propio monóculo (de gelatina) en las soirées de Carmen Cortina. Pero La Reforma, el paseo trazado por la emperatriz Carlota para unir su residencia en el Castillo de Chapultepec al centro de la ciudad y concebido por la consorte de Maximiliano como una reproducción de la Avenue Louise de su nativa Bruselas, se parecía cada vez más a una avenida de Houston o Dallas, sembrada de rascacielos, estacionamientos y expendios de fast-food.
Allí, Santiago se iba a entrenar, que recorriese todos los pisos, se enterará de todos los asuntos, era el hijo del patrón…
Se hizo amigo del archivista, un aficionado taurino, regalándole boletos para la temporada dominada ese año por Joselito Huerta y Manuel Capetillo. Se hizo amigo de las telefonistas, consiguiéndoles pases a los Estudios Churubusco para ver filmar a Libertad Lamarque, la misma tanguista argentina que en los cines de Cuernavaca le arrancaba las lágrimas sentimentales a Harry Jaffe.
¿Quién era la señorita Artemisa que llamaba diario a don Dan ton, por qué la trataban con tanta deferencia cuando Santiago no andaba por ahí y con tanto secreteo apenas se acercaba el hijo del jefe? ¿A quién consideraba su padre, por teléfono, con un respeto casi abyecto de sí, señor, aquí estamos para servirle señor, lo que usted mande señor, en contraste con los que sólo recibían órdenes rápidas, implacables y sin adornos, lo necesito ahoritita mismo, Gu-tierritos, no se me duerma, aquí no hay lugar para güevones y a usted se me hace que le cuelgan hasta las rodillas, qué le pasa, Fonse-ca, se le pegaron las sábanas o qué, lo espero en quince segundos o vaya pensando en otra chamba, que a su vez contrastaban con los que recibían amenazas más graves, si estima usted a su mujer y a sus hijos, le recomiendo hacer lo que le digo, no si no le doy órdenes, le mando, a los mandaderos se les manda y usted, Reynoso, nomás recuerde que los papeles están en mi poder y me bastaría dárselos al Excélsior para que a usted se lo lleve la puritita chingada?
– Como usted mande, señor.
– Súbame el expediente volando.
– No se meta en lo que no le concierne, cabrón, o va a amanecer un día con la lengua cortada y los cojones en la boca.
A medida que penetraba el laberinto de metal y vidrio dominado por su padre, Santiago buscaba con ternura y voracidad parejas -eran dos nombres de la necesidad, pero también del amor- el cariño de Lourdes. Se tomaban de las manos en el cine, se miraban muy hondo a los ojos en las cafeterías, se besaban en el coche de Santiago, se tocaban sexualmente en la oscuridad, pero esperaban el momento de vivir juntos para unirse de verdad. Estaban de acuerdo en esto, por más extraño y hasta ridículo, a veces, que pudiera pare-cerle, a veces a uno, a veces, al otro, a veces a los dos. Tenían algo en común. Les excitaba aplazar el acto. Imaginarse.
¿Quién era la señorita Artemisa?