Robert Wilson
Los asesinos ocultos
Serie Falcón 3
Para Jane y mi madre
Y
Para Bindy, Simon y Abigail
Mientras gira y gira en círculos que se ensanchan
el halcón no puede oír al halconero:
todo se derrumba; el centro se deshace;
la mera anarquía se desata en el mundo,
se desata la marea enturbiada de sangre, y por todo
se ahoga la ceremonia de la inocencia;
a los mejores les falta toda convicción, y los peores
rebosan apasionada intensidad.
W. B. Yeats, «El segundo advenimiento»
Y ahora, ¿qué será de nosotros sin los bárbaros?
Esa gente era una solución.
Constantin Kavafis, «Esperando a los bárbaros»
Prólogo
El West End, Londres. Jueves, 9 de marzo de 2006
– ¿Qué, cómo va el nuevo trabajo? -preguntó Najib.
– Trabajo para una mujer -dijo Mouna-. Se llama Amanda Turnen No tiene ni treinta años y ya es directora de cuentas. ¿Sabes lo que hago para ella? Le contrato las vacaciones. Eso es lo que he estado haciendo esta semana.
– ¿Se va a algún sitio bonito?
Mouna soltó una carcajada. Amaba a Najib. Era tan tranquilo que parecía de otro mundo. Encontrarte con él era como toparte con un oasis de palmeras en el desierto.
– ¿Puedes creértelo? -dijo Mouna-. Se va de peregrinaje.
– No sabía que los ingleses se fueran de peregrinaje.
De hecho, Mouna estaba muy impresionada con Amanda Turner, pero le interesaba mucho más obtener la aprobación de Najib.
– No es precisamente religioso. Me refiero a que la razón por la que va no es religiosa.
– ¿Adónde va de peregrinaje?
– A España, cerca de Sevilla. Se llama Romería del Rocío -dijo Mouna-. Cada año se reúne gente de toda Andalucía en ese pequeño pueblo llamado El Rocío. El día que llaman Lunes de Pentecostés sacan a la Virgen de la iglesia y todo el mundo se vuelve loco, baila y se pega el gran banquete, por lo que he oído.
– No lo entiendo -dijo Najib.
– Ni yo. Pero te puedo decir que la razón por la que Amanda va no es la procesión de la Virgen -dijo Mouna-. Va porque se trata de un fiestorro que dura cuatro días. Bebida, bailar y cantar… ya sabes cómo son los ingleses.
Najib asintió. Sabía cómo eran.
– ¿Y por qué te ha llevado toda la semana?
– Porque en Sevilla no queda ni una plaza de hotel, y Amanda tiene una montaña, y digo literalmente una montaña, de exigencias. Las cuatro habitaciones tienen que estar juntas…
– ¿Cuatro habitaciones?
– Se va con su novio, Jim Pez Gordo Maitland -dijo Mouna-. Además de su hermana, el novio de su hermana, y otras dos parejas. Los hombres trabajan todos en la misma empresa que Jim: Kraus, Maitland, Powers.
– ¿Y a qué se dedica Jim en esa empresa?
– Es un fondo de cobertura. No me preguntes lo que significa -dijo Mouna-. Todo lo que sé es que está en ese edificio que llaman el Gherkin y… ¿sabes cuánto dinero ganó el año pasado?
Najib negó con la cabeza. Él ganaba muy poco dinero. Tan poco que no le importaba.
– ¿Ocho millones de libras? -dijo Mouna, dejándolo como una pregunta.
– ¿Cuánto has dicho?
– Lo sé. No te lo crees, ¿verdad? El tipo que cobra menos en la empresa de Jim ganó cinco millones el año pasado.
– Entiendo por qué ponen tantas exigencias -dijo Najib, dando un sorbo a su té.
– Las habitaciones tienen que estar juntas. Quieren estar allí una noche antes de la peregrinación, y tres noches más cuando acabe, y luego una noche en Granada, y después volver a Sevilla y pasar dos noches más allí. Y tiene que haber garaje, porque Jim no aparcará su Porsche Cayenne en la calle -dijo Mouna-. ¿Sabes lo que es un Porsche Cayenne, Najib?
– ¿Un coche? -dijo Najib, rascándose a través de la barba.
– Te diré cómo lo llama Amanda: el Gran Polvazo de Jim al Calentamiento Global.
Najib puso mala cara ante su manera de hablar y Mouna se dijo que ojalá no hubiese tenido tantas ganas de impresionarle.
– Es un cuatro por cuatro -dijo Mouna- que puede alcanzar los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Amanda dice que se puede ver cómo baja el indicador de gasolina cuando Jim llega a los ciento sesenta. ¿Y sabes otra cosa? Se llevan cuatro coches. Podrían ir tranquilamente en dos, pero tienen que llevarse los cuatro. Qué personal, Najib, no te lo puedes creer.
– Oh, sí que me lo puedo creer, Mouna -dijo Najib-. Seguro.
La City de Londres. Jueves, 23 de marzo de 2006
El hombre estaba al otro lado de la calle, enfrente del aparcamiento subterráneo. No se le veía la cara, oculta por el grasiento borde de imitación de piel de la capucha de su parka verde. Caminaba adelante y atrás, las manos encajadas profundamente en los bolsillos. Una de sus zapatillas de deporte se caía a trozos, y el cordón de la otra estaba desatado y golpeaba contra el dobladillo deshilachado y empapado de sus téjanos descoloridos, que parecían sorber la humedad de la acera. Farfullaba.
Podría haber sido uno más de esos cientos de personas invisibles que se ven arrastradas a la ciudad y viven a la altura de nuestros tobillos en los pasos subterráneos, que se revuelven en sábanas de cartón en las entradas de las tiendas, que deambulan como almas perdidas en el limbo del purgatorio entre los vivos y los visibles: los que tienen vidas de verdad y un empleo y crédito en sus tarjetas y acciones en todas las mercancías posibles, incluyendo el tiempo.
Sólo que a él lo estaban viendo, al igual que se nos ve a todos, pues todos nos hemos convertido en comparsas con un pequeño papel en la interminablemente tediosa película de la vida cotidiana. A menudo, a primera hora de la mañana, era la estrella de este documental en blanco y negro de grano grueso, con algún solitario extra a la vista, y tan sólo el tráfico veloz de los primeros operadores de bolsa y los directores de fondos de cobertura del Lejano Oriente proporcionaban algo de acción. Luego, cuando abrían las cafeterías y las calles se llenaban de banqueros, corredores de bolsa y analistas, su papel volvía a ser el de dar «color local», y a menudo quedaba extraviado en la fecha o en los parpadeantes números del tiempo veloz.
Como todos los actores de televisión de circuito cerrado, su talento pasaba inadvertido, su potencial para la telerrealidad seguiría sin descubrirse a menos que, por alguna razón, alguien percibiera que su papel era crucial, y el editor de la vida cotidiana cayera de repente en la cuenta de que había estado presente en ese momento en que la niña fue vista por última vez, o se llevaron a ese muchacho, o, como a menudo ocurre en las películas, se intercambiaran los maletines.
Pero no había tal conmoción.
Ese solitario ser (bajo la capucha no estaba claro ni siquiera si era hombre o mujer) se movía en medio de una marea de extras, a veces en su misma dirección, a veces en la contraria. Era un extra de los extras, y, peor aun que ser superfluo, obstruía el paso. Estuvo allí hora tras hora, semanas tras semana, mes tras… Sólo estuvo un mes. Durante cuatro semanas farfulló y caminó arrastrando los pies entre las rayas de la acera, enfrente del aparcamiento subterráneo, y luego desapareció. La telerrealidad siguió sin él, sin percatarse siquiera de que había tenido delante de su objetivo a una estrella de la pantalla muda durante más de 360 horas.