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– Comenzó como una especie de presión, como si una membrana se extendiera a lo largo de mi mente, como una lámina opaca de látex, contra la cual alguien o algo hacía presión. Ya me había pasado antes. Me siento mareada, como si me hallara en ese punto intermedio entre estar contenta y borracha. En el pasado, cuando eso me ocurría, para que se me pasara hacía algo, como rebuscar en mi bolso. La actividad física me ayudaba a reafirmar la realidad, pero me quedaba con la sensación de algo inminente que no había llegado a pasar. Lo interesante es que dejé de experimentar esos momentos hace unos años.

– ¿Y los sustituyó alguna otra cosa?

– En aquel momento no lo pensé -dijo Consuelo-. Simplemente me alegraba haberme librado de esa sensación. Pero ahora pienso que fue entonces cuando empezaron las urgencias sexuales. De la misma manera que la presión comenzaba durante un periodo de calma de la actividad cerebral, la urgencia me acuciaba a veces en una reunión, o jugando con los niños, o probándome un par de zapatos. Me desasosegaba no poder controlarla cuando aparecía, pues venía acompañada de imágenes gráficas que me dejaban disgustada conmigo misma.

– ¿Qué pasó ayer? -preguntó Aguado.

– Regresó la membrana -dijo Consuelo, con las palmas repentinamente húmedas apoyadas en los brazos de la butaca-. La presión era mucho más grande, y parecía expandirse a una velocidad increíble, hasta que pensé que me iba a estallar la cabeza. De hecho, sentí una sensación como de estallido, o como si el cráneo se me fuera a partir en dos, acompañado de esa sensación que tienes en los sueños de caer sin parar. Me dije: esto es el final. Estoy acabada. El monstruo ha salido de las profundidades y voy a volverme loca.

– Pero eso no ocurrió, ¿verdad?

– No. No había ningún monstruo.

– ¿Había algo?

– Estaba yo sola. Una mujer solitaria en una calle lluviosa, llena de dolor, de culpa y desesperación. No sabía qué hacer conmigo.

– Cuando esto ocurrió, habíamos estado hablando de alguien que conocías -dijo Aguado-. Un marchante de arte de Madrid.

– Ah sí, él. ¿Te dije que había matado a un hombre?

– Sí, pero me lo contaste de una manera especial.

– Ya lo recuerdo -dijo Consuelo-. Te lo conté como si su crimen fuera mayor que el mío.

– ¿Qué significa eso?

– ¿El que yo creyera haber cometido un crimen? -dijo Consuelo-. La diferencia es que yo sabía lo que había hecho. Siempre afronté que había tenido dos abortos, incluso la vergonzosa manera en que gané dinero para pagarme el primero.

– Cuyo resultado fue que tu mente quedara un poco confusa -dijo Aguado-. ¿Las imágenes sexuales gráficas?

– No te entiendo.

– El dolor que mencionaste cuando mirabas dormir a tus hijos, sobre todo al pequeño… ¿qué crees que era?

Consuelo tragó la saliva espesa que tenía en la boca y las lágrimas le cayeron por las mejillas.

– Una vez me dijiste que era el amor lo que te dolía -dijo Aguado-. ¿Sigues creyendo que era amor?

– No -dijo Consuelo al cabo de unos minutos-. Era culpa por lo que había hecho, y pena por lo que pudo haber sido.

– Volvamos a ese momento en que estabas en la calle lluviosa. Creo que en otra sesión me dijiste que mirabas a la gente elegante que salía de una galería de arte. ¿Recuerdas lo que pensabas antes de decidir que querías ser como ellos, que querías «reinventarte»?

Hubo un largo silencio. Aguado no se movió. Se quedó con aquellos ojos que no veían clavados al frente, sintiendo el pulso bajo sus dedos, como una cuerda que se desenreda.

– Arrepentimiento -dijo Consuelo-. El deseo de no haberlo hecho, y cuando vi a esa gente saliendo a la calle me dije que no eran de la clase de personas que acaban sumidas en el mismo estado que yo. Fue entonces cuando decidí abandonar esa persona patética, solitaria y digna de lástima que estaba en aquella calle mojada, y ser otra.

– Así que, aunque siempre habías «afrontado» lo que habías hecho, faltaba algo. ¿Qué era?

– La persona que lo había hecho -dijo Consuelo-. Yo.

Las órdenes de registro de la casa de Eduardo Rivero, las oficinas de Fuerza Andalucía, el apartamento de Ángel Zarrías y la residencia de Agustín Cárdenas se emitieron a las 7:30 de la mañana. A las 8:15 la policía científica ya había entrado, habían copiado los discos duros del ordenador y habían reunido las pruebas que posteriormente enviaron a Jefatura. El comisario Elvira, los seis miembros de la brigada de homicidios y los tres componentes del CGI acordaron una reunión estratégica en Jefatura a las 8.45.

La idea era que el equipo de nueve hombres interrogara a los tres sospechosos, con algunas pausas, durante un total de trece horas y media. Para evitar que los sospechosos establecieran relaciones o se acostumbraran a un estilo determinado, cada miembro del equipo interrogaría a cada sospechoso durante una hora y media. Mientras los tres primeros interrogadores trabajaban, los tres siguientes observarían, y los otros tres descansarían o comentarían la información obtenida. A las tres comerían y habría otra discusión táctica. La siguiente sesión duraría de las 4 a las 10, y si ninguno de los sospechosos había confesado para entonces, habría otra pausa para cenar y una sesión final de hora y media hasta medianoche.

La intención de los interrogatorios no era convencer a los sospechosos de que admitieran haber asesinado a Tateb Hassani, sino obligarles a revelar quién le había puesto en contacto con Fuerza Andalucía, por qué lo habían utilizado a él, dónde se habían entregado los documentos que había preparado, y quién más había asistido a la cena en la que fue envenenado Tateb Hassani.

Todos estaban agotados. Cuando acabó la reunión hubo suspiros, algunos se pasaron la mano por el pelo, o se quitaron la chaqueta y se arremangaron la camisa. Acordaron que Falcón se encargaría primero de Ángel Zarrías, Ramírez se las vería con Eduardo Rivero y Barros trabajaría a Agustín Cárdenas. En cuanto les dijeron que los sospechosos estaban en las salas de interrogatorio, bajaron.

Después de Falcón sería Ferrera quien interrogaría a Ángel Zarrías. Se quedaron delante de la cristalera, mirándolo. Zarrías estaba sentado a la mesa. Llevaba una camisa blanca de manga corta, tenía las manos entrelazadas y los ojos fijos en la puerta. Parecía tranquilo. Falcón se sentía demasiado cansado para esa confrontación.

– Pronto verás que Ángel Zarrías es un hombre encantador -dijo Falcón-. Sobre todo le gustan las mujeres. No lo conozco muy bien porque es de esa clase de hombre que te mantiene a distancia con su encanto. Pero debajo de todo eso tiene que haber una persona real. Tiene que estar el fanático que deseaba que esta conspiración funcionara. Ese es el hombre al que queremos llegar, y una vez lo tengamos, querremos mantenerlo ahí, a la vista, el mayor tiempo posible.

– ¿Y cómo va a hacer eso? -dijo Ferrera-. Es prácticamente su cuñado.

– He aprendido unas cuantas cosas de José Luis -dijo Falcón, señalando con la cabeza la sala de interrogatorios donde estaba Rivero, en la que Ramírez acababa de entrar.

– Entonces me fijaré en los dos -dijo Ferrera.

Los ojos de Ángel Zarrías parpadearon cuando Falcón abrió la puerta. Sonrió y se puso en pie.

– Me alegro de verte, Javier -dijo-. Me alegro tanto de verte. ¿Has hablado con Manuela?

– He hablado con Manuela -dijo Falcón, que se sentó sin poner en marcha ninguno de los equipos de grabación ni hacer los trámites habituales de presentación-. Está furiosa.

– Bueno, la gente reacciona de maneras muy diferentes cuando detienen a su pareja en plena noche acusada de asesinato -dijo Zarrías-. Me imagino que algunos se enfadan. Yo mismo no sé cómo me sentiría.

– No estaba furiosa por tu detención -dijo Falcón.

– Se puso hecha una fiera con tus agentes -dijo Ángel.