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– Nos ayudó a formular nuestra política de inmigración.

– Jesús Alarcón dice que ya había quedado fijada hacía meses.

– Tateb Hassani era un experto en todo lo referente al Norte de África. Había leído muchos informes de Naciones Unidas sobre los asaltos en masa de inmigrantes en Ceuta y Melilla. Incorporamos nuevas ideas a nuestra política. No teníamos ni noción de lo oportuna que resultaría esa ayuda en vista de lo ocurrido el 6 de junio.

Falcón anunció el final del interrogatorio y apagó la grabadora. Ahora era más importante preparar a Zarrías para el próximo interrogatorio. Había muchas muestras de decrepitud en su cara, pero se había retraído, concentrando sus facultades en un núcleo defensivo. El daño que había hecho Falcón era sólo superficial, pero le había hecho vulnerable.

– Tuve que contárselo a Manuela -dijo Falcón-. Ya sabes cómo es. Le dije que tuviste que asesinar a Tateb Hassani porque era el único elemento que quedaba fuera de la conspiración y, por tanto, el único que la podía poner en peligro. Si seguía vivo, Fuerza Andalucía sería vulnerable. Manuela no estaba dispuesta a conformarse con esas generalizaciones, así que tuve que darle los detalles; cómo lo utilizasteis y dónde se encontraron las muestras de su escritura. Manuela te conoce, Ángel. Te conoce muy bien. No se había dado cuenta de lo lejos que llegaba tu obsesión. No se había dado cuenta de que habías pasado de ser un extremista a un fanático. Y te admiraba mucho, Ángel, lo sabes, ¿verdad? La ayudaste mucho con tu energía positiva. También me ayudaste a mí. Salvaste mi relación con ella, lo que para mí fue importante. Creo que podría haberte perdonado este intento insensato de conseguir por fin una parcela de poder, aun cuando no compartiera tus ideas extremistas. Al menos te consideraba una persona honorable. Pero hubo algo que no te ha podido perdonar.

Al final Zarrías levantó la cara, como si acabara de asomar a la superficie de sí mismo. Aquellos ojos cansados, amoratados y flácidos de repente cobraron vida. En aquel momento Falcón comprendió algo que nunca había tenido del todo claro: Ángel amaba a Manuela. Falcón sabía que su hermana era atractiva, mucha gente le había dicho que la encontraban divertida, y ella poseía unas enormes ganas de vivir, y había visto cómo los hombres caían a sus pies tanto si actuaba como una jovencita o como una mujer hecha y derecha. Pero Falcón la conocía demasiado bien, y siempre le había parecido improbable que alguien no emparentado con Manuela pudiera llegar a amarla, porque constantemente exhibía defectos y rasgos desagradables. Estaba claro, de todos modos, que ella le había dado a Ángel algo que él había echado de menos en su anterior matrimonio, pues ahora él necesitaba saber por qué ella lo odiaba.

– Te escucho -dijo Zarrías.

– No podía perdonarte por el modo en que le hablaste aquella mañana, cuando ya habías planeado que la bomba explotara y ella aún no había vendido sus propiedades.

39

Rabat. Viernes, 9 de junio de 2006, 08:45 horas

Yacoub estaba en la biblioteca de la casa del grupo en la medina cuando fueron a buscarlo. Sin advertencia previa lo rodearon cuatro hombres. Le colocaron una capucha negra en la cabeza y le sujetaron las manos a la espalda con unas esposas de plástico. Nadie dijo una palabra. Lo sacaron a la calle, y allí lo metieron a empellones en el suelo de la parte de atrás de un coche. Tres hombres entraron después de él y le colocaron los pies encima del cuerpo. El coche arrancó.

El viaje duró horas. El suelo era incómodo, pero al menos iban sobre asfalto. Yacoub controló su miedo diciéndose que eso formaba parte del rito de iniciación. Después de varias horas abandonaron la carretera y comenzaron a subir por una pista de firme muy irregular. Hacía calor. El coche no tenía aire acondicionado y las ventanillas estaban bajadas. Debía de haber mucho polvo, porque Yacoub podía olerlo incluso dentro de la capucha. Pasaron una hora bajando de manera más o menos abrupta por la pista irregular hasta que el vehículo se detuvo. Se oyó el mecanismo de un fusil, seguido de un intenso silencio, como si cada una de las caras que iban en el coche fuera escrutada. Les indicaron que siguieran.

El coche siguió durante otros quince minutos hasta que se detuvo otra vez. Se abrieron las puertas y sacaron a Yacoub, que perdió sus babuchas. Lo llevaron por un terreno rocoso a tanta velocidad que tropezaba y perdía pie. Lo levantaron sin miramientos. Se abrió una puerta. Lo llevaron por un terreno de tierra batida y bajaron unos peldaños. Otra puerta. Lo arrojaron contra un muro. Cayó al suelo. Se cerró la puerta y los pasos se alejaron. La luz no penetraba por la densa tela de la capucha. Escuchó atentamente y oyó un ruido que no parecía proceder de la misma habitación. Era un ruido humano. Llegaba de la garganta de un hombre, y eran gritos ahogados y gruñidos, como si sufriera un gran dolor. Llamó al hombre, pero la voz calló y se oyó un leve sollozo.

El sonido de unos pasos al acercarse aceleró el corazón de Yacoub. Se le secó la boca al abrirse la puerta. La habitación parecía estar llena de gente, todos gritando y empujándole. De la habitación de al lado llegó un chillido y una voz suplicante de hombre. Levantaron a Yacoub en vilo, boca abajo, y volvieron a llevarlo escaleras arriba hasta salir fuera. Tras cruzar un trecho del terreno áspero lo soltaron y retrocedieron. Quienquiera que hubiera estado antes abajo, en las celdas, ahora estaba con él al aire libre, gritando de dolor. Se oyó el mecanismo de un fusil cerca de su oído. A Yacoub le levantaron la cabeza y le quitaron la capucha. Vio los pies de un hombre, ensangrentados y destrozados. Le tiraron del pelo por detrás y quedó encarado con el hombre que tenía delante. Un disparo, fuerte y cercano. La cabeza del hombre sufrió una sacudida y la masa cerebral salió por el otro lado. Sus pies ensangrentados sufrieron un espasmo. Volvieron a colocarle la capucha a Yacoub. Le clavaron el cañón del arma en la nuca. Oía el corazón tronándole en los oídos, y tenía los ojos muy apretados. El gatillo emitió un chasquido tras su cabeza.

Volvieron a levantarlo. Ahora parecían más amables. Lo alejaron de allí, ya sin prisas. Lo metieron en una casa y le dieron una silla donde sentarse. Le quitaron las esposas de plástico y la capucha negra. El sudor le resbalaba por el cuello y se le metía en el cuello de la chilaba. Un muchacho volvió a ponerle las babuchas. Le sirvieron un té con menta. Estaba tan desorientado que ni siquiera pudo fijarse en las caras que le rodeaban antes de que lo dejaran solo. Yacoub dejó caer la cabeza sobre la mesa, soltó un grito ahogado y lloró.

Después de tanto rato con la capucha puesta, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de ese cuarto. Sólo había una cama en un rincón. Una pared estaba forrada de libros. Todas las ventanas estaban cerradas con postigos. Dio un sorbo de té. El corazón se le fue tranquilizando y bajó de las cien pulsaciones. La garganta, constreñida de histeria hasta ese momento, se le aflojó. Se acercó a los libros y estudió los títulos. Casi todos eran de arquitectura e ingeniería: volúmenes con detalles de edificios y máquinas. Incluso había manuales de montaje de coches, gruesos planos de fabricación de vehículos cuatro por cuatro. Estaban todos en francés, inglés y alemán. Los únicos textos en árabe eran volúmenes de poesía. Se reclinó en la silla.

Entraron dos hombres que le dispensaron una bienvenida formal pero cálida. Uno se llamaba Mohamed, el otro Abu. Les seguía un muchacho que portaba una bandeja con té, vasos y un plato con pan. Los dos hombres tenían barba poblada, llevaban túnicas marrón oscuro y botas del ejército. Se sentaron a la mesa. El muchacho sirvió el té y salió. Abu y Mohamed estudiaron atentamente a Yacoub.

– Esto no suele formar parte de los trámites de iniciación -dijo Mohamed.