– Uno de los miembros de nuestra dirección ha considerado que eras un caso especial -dijo Abu-, ya que tienes muchos contactos en el exterior.
– Le ha parecido que no te debía quedar ninguna duda de cuál era el castigo por traición.
– Nosotros no estamos de acuerdo con él -dijo Abu-. No pensamos que nadie que lleve el nombre de Abdulá Diouri necesite esa demostración.
Yacoub les agradeció el honor que le conferían a su padre. Sirvieron más té y bebieron. Partieron un pan y lo repartieron.
– El miércoles te visitó un amigo tuyo -dijo Mohamed.
– Javier Falcón -dijo Yacoub.
– ¿De qué quería hablarte?
– Es quien investiga el atentado de Sevilla -dijo Yacoub.
– Lo sabemos todo de él -dijo Abu-. Sólo queremos saber de qué hablaste.
– La central de inteligencia española le había pedido que me sondeara en su nombre -dijo Yacoub-. Querían saber si estaría dispuesto a pasarles información.
– ¿Y qué les dijiste?
– Le di la misma respuesta que les había dado a los estadounidenses y a los ingleses cuando me propusieron lo mismo -dijo Yacoub-, que es el motivo por el que estoy aquí hoy.
– ¿Y qué motivo es ese?
– Al rechazar a esas personas, que me deshonraron ofreciéndome dinero por mis servicios, comprendí que había llegado el momento de tomar partido. Si me sentía tan seguro de que no quería estar con ellos, de ello se deducía que mi lealtad se orientaba en otra dirección. Los rechacé porque sería la máxima traición a todo lo que mi padre representaba. Y si ese era el caso, entonces yo debía tomar partido por aquello en lo que él creía, en contra de la decadencia que tanto había despreciado. Así que cuando mi amigo se fue me dirigí directamente a la mezquita de Salé y les hice saber que deseaba ayudarles como mejor pudiera.
– ¿Sigues considerando un amigo a Javier Falcón?
– Sí. No actuaba en su nombre. Sigo considerándolo un hombre honorable.
– Hemos seguido con interés el atentado de Sevilla -dijo Mohamed-. Como es probable que hayas visto, ha trastornado enormemente uno de nuestros planes, lo que ha exigido una tremenda reorganización. Tenemos entendido que ayer por la noche se practicaron algunas detenciones. Hay tres hombres detenidos. Todos son miembros del partido político Fuerza Andalucía, un partido que mantiene una postura antiislámica, que pretende trasladar a la política regional. Los hemos vigilado de cerca. Recientemente han elegido un nuevo líder, del que sabemos muy poco. Lo que sabemos es que los tres detenidos han sido acusados de asesinato. Se cree que mataron a un apóstata y traidor llamado Tateb Hassani. Esto no nos interesa, ni tampoco esos tres hombres, que no creemos que sean importantes. Lo que nos gustaría saber, y creemos que tu amigo Javier Falcón podrá ayudarnos, es quién dio la orden de poner una bomba en la mezquita.
– Si él lo supiera, seguro que habría detenido a los culpables.
– Nosotros creemos que no -dijo Abu-. Nosotros creemos que quienes dieron la orden son demasiado poderosos para que tu amigo pueda tocarlos.
Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 10:00 horas
Falcón sabía que la manera en que había pinchado a Ángel Zarrías no le ayudaría de manera directa, pero esperaba que causara algún daño estructural invisible que desembocara en una confesión posterior. Ángel Zarrías se había puesto en evidencia, claro… ¡cómo no! Mientras él se dedicaba a combatir los poderes corruptores del materialismo y la implacable energía del Islam radical, su pareja, la mujer que él amaba, tenía una rabieta de niña de dos años, consumida por sus patéticas necesidades y preocupaciones. Para él representaba todo lo que no le gustaba de esta vida moderna que había acabado despreciando, que era ahora su manera de justificar por qué había utilizado unos poderes igualmente corruptores y una energía igual de fanática para volver a encarrilar un mundo sin rumbo.
A Falcón le había preocupado mucho que la rabia desatada al revelarle la irritación de Manuela pudiera causarle una embolia o un infarto fatales. Los cuarenta y cinco años de frustración política de Ángel habían salido por fin a la luz, provocando unas farfullantes admisiones que indicaban, sin la menor duda, su implicación y la de Fuerza Andalucía en la conspiración, pero que no contribuían a que la investigación consiguiera penetrar en zonas ignotas. Como habían acordado, Falcón no tenía que interrogar a nadie entre las 10:30 y el mediodía. Pensaba asistir al funeral de Inés Conde de Tejada. Cogió el coche y se dirigió al cementerio de San Fernando, al norte de la ciudad. Mientras se acercaba contó tres furgonetas de televisión y siete equipos de filmación.
En el cementerio estaba presente todo el personal del Edificio de los Juzgados y del Palacio de Justicia. Cerca de doscientas personas se arremolinaban alrededor de la verja, casi todos fumando. Falcón los conocía a todos, y tardó en poder abrirse paso entre el gentío y llegar hasta donde estaban los padres de Inés.
Ni su padre ni su madre eran altos, pero la muerte de su hija parecía haberlos menguado. La enormidad del hecho y la multitud los empequeñecían. Falcón presentó sus respetos a ambos, y la madre de Inés le besó y lo abrazó tan fuerte como si Falcón fuera un salvavidas en medio de ese mar de humanidad. En el apretón de manos de su marido no hubo nada. Tenía la cara caída, los ojos acuosos. De la noche a la mañana había envejecido diez años. Hablaba como si no reconociera a Falcón. Cuando este estaba a punto de marcharse, la madre de Inés lo agarró del brazo y en un ronco susurro le dijo: «Debería haberse quedado contigo, Javier», a lo que no hubo respuesta.
Falcón se unió a la multitud que desfilaba por el camino flanqueado de árboles que conducía al mausoleo familiar. Los equipos de filmación rondaban cerca, pero mantenían las distancias. Mientras subían el ataúd por los escasos peldaños, se oyó sollozar a algunas mujeres. Esas ocasiones, sobre todo cuando se trataba de una muerte prematura, eran tan emocionalmente dolorosas que muchos hombres también habían sacado sus pañuelos. Cuando una anciana se puso a gritar: «¡Inés, Inés!» en el momento en que el ataúd desaparecía en la oscuridad, la multitud pareció sufrir una convulsión de rabia.
Los asistentes se dispersaron tras la breve ceremonia. Falcón regresó a su coche, la cabeza gacha y un nudo tan fuerte en la garganta que fue incapaz de responder a la gente que intentaba detenerlo. Fue un alivio poder volver solo, como si se aflojara toda la emoción contenida. Cuando llegó a Jefatura lloró durante un minuto, con la frente apoyada en el volante, antes de recobrar la serenidad para enfrentarse a la siguiente ronda de interrogatorios.
A la hora de comer descubrieron cuál era el problema fundamental. Ni siquiera Rivero, que era el más débil de los tres, les proporcionaría el vínculo necesario entre Fuerza Andalucía y los que habían preparado la bomba. Ninguno mencionaría Informaticalidad, por no hablar de delatar a Lucrecio Arenas y César Benito.
En una reunión que mantuvieron Elvira, Del Rey y Falcón, en la que intentaban ver cuáles eran los cargos más graves de los que podían acusar a los tres sospechosos, Elvira avanzó la posibilidad de que el vínculo no apareciera porque no existía.
– Tuvieron que darle el trabajo de Hassani a alguien -dijo Del Rey.
– Y yo pienso que todos creemos que la razón por la que Ricardo Gamero se suicidó fue que la tarjeta del electricista, que acabó en manos del imán a través de Botín, le hacía responsable -dijo Falcón-. Mark Flowers me dijo que el imán esperaba una vigilancia más estrecha. De hecho quería que le colocaran micrófonos en su despacho para que el CGI averiguara los planes de Hammad y Saoudi. Obviamente, ninguno de ellos sabía que además de ese micrófono pensaban colocar una bomba. La cuestión es que Gamero se dirigió a la persona que le había dado la tarjeta exigiendo una explicación. Pero ¿quién le dio la tarjeta a Zarrías?