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Rivero estaba en el suelo, entre dos paramédicos que le daban oxígeno.

– ¿Qué le pasa?

– Arritmia cardíaca y presión sanguínea alta -dijo el paramédico-. Le llevaremos al hospital y lo tendremos bajo observación. Las pulsaciones se le han puesto a ciento sesenta y son completamente irregulares. Si no se las bajamos hay peligro de que la sangre se estanque y forme un coágulo en el corazón, y si ese coágulo se libera puede provocarle una embolia.

– Mierda -dijo Ramírez desde el pasillo-. Dios sabe lo que dirá la prensa de esto. Contarán al mundo que tenemos aquí un Abu Ghraib.

Todos los interrogadores pensaban que Rivero, de todos los sospechosos, era el menos implicado en la conspiración central. Sólo había sido importante como líder del partido, y dado que lo que pretendían era quitarle el liderazgo para dárselo a Jesús Alarcón, lo más razonable era pensar que lo habían tenido poco informado. El colapso había ocurrido durante el insistente interrogatorio del inspector jefe Barros acerca de cuál había sido su verdadera razón de renunciar al liderazgo del partido. La presión de tener que atenerse a la historia de su edad, mientras la verdad pugnaba por asomar en su mente, había sido demasiado para él.

Justo después de las siete de la tarde llevaron a Marco Barreda, de Informaticalidad. Lo habían recogido en el aeropuerto, pues acababa de llegar de Barcelona. Habían accedido a las llamadas registradas en su móvil, pero ninguno de los números a los que había llamado correspondía a los teléfonos de Ángel Zarrías. Falcón se aseguró de que Zarrías se enterara de que Barreda estaba en Jefatura. Zarrías no se inmutó. Interrogaron a Barreda durante una hora y media acerca de su relación con Ricardo Gamero. No se desvió de su historia original. Lo soltaron a las 8:30 y volvieron con Zarrías. Le mintieron: le dijeron que Barreda había admitido que Gamero no le había dicho nada de que estaba enamorado de él y que ni siquiera era homosexual. Zarrías no se lo tragó.

A las nueve Falcón ya no podía más. Salió a respirar un poco de aire fresco, pero tras el aire acondicionado de Jefatura encontró la calle calurosa y sofocante. Se tomó un café en un bar del otro lado de la calle. Entre lo de Yacoub y el interrogatorio de los tres sospechosos, tenía la mente confusa. Bebió agua para quitarse la amargura del café, y de repente recordó las palabras que había dicho Zorrita la noche anterior.

Cuando llegó a Jefatura bajó a las celdas y le preguntó al agente de guardia si podía hablar con Esteban Calderón, que estaba en la última celda, echado boca arriba, mirándose el dorso de las manos, que mantenía delante de la cara. El guardia dejó entrar a Falcón, que cogió un taburete y se inclinó contra la pared. Calderón se incorporó en su camastro.

– Pensaba que ya no vendrías -dijo Calderón.

– No me parecía que tuviera mucho sentido venir -dijo Falcón-. Ni puedo ayudarte ni hablar contigo de tu caso. He venido sólo por curiosidad.

– He pensado en declararme inocente -dijo Calderón.

Falcón asintió.

– Sé que en tu trabajo has visto muchas cosas -dijo Calderón.

– Nadie experimenta mayor sentimiento de culpa que un asesino -dijo Falcón-, y negarlo es la mejor defensa de la mente humana.

– ¿Me estás explicando el proceso? -dijo Calderón-. La teoría siempre es distinta a la realidad.

– Sólo después de un delito grave, como es el asesinato, el motivo de haber llegado a tan desastroso extremo parece de repente ridículamente desproporcionado -dijo Falcón-. Matar a alguien por celos, por ejemplo, parece una locura, una afrenta al intelecto. La manera más fácil y rápida de enfrentarse a esa aberración es negar que ocurriera. Una vez se ha negado, la mente no tarda en crear su propia versión de los hechos, que el cerebro acaba creyendo con absoluta certeza.

– Intento ser lo más concienzudo que puedo -dijo Calderón.

– A veces eso no es suficiente para derrotar un deseo profundamente arraigado -dijo Falcón.

– Eso es lo que me da miedo, Javier -dijo Calderón-. No entiendo que el intelecto pueda estar a merced de la mente. No entiendo que la información, los hechos, las cosas que he visto y oído puedan ser transformadas, reordenadas y manipuladas tan fácilmente… ¿por quién? ¿Qué es? ¿Qué es la mente?

– A lo mejor no es tan buena idea quedarse echado en la celda de una cárcel, torturándote con preguntas que no tienen respuesta -dijo Falcón.

– No tengo otra cosa que hacer -dijo Calderón-. No puedo impedir que mi cerebro siga funcionando. Me hace todas estas preguntas.

– La satisfacción de los deseos es una poderosa necesidad humana, tanto a nivel personal como colectivo.

– Lo sé, y por eso me examino de manera tan concienzuda -dijo Calderón-. He empezado por el principio y he admitido algunas dificultades.

– Yo no soy ni tu confesor ni tu psicólogo, Esteban.

– Pero, aparte de Inés, eres la persona a la que más he perjudicado en mi vida.

– No me has perjudicado, Esteban, y si lo has hecho no necesito saberlo.

– Pero yo necesito que lo sepas.

– No puedo absolverte -dijo Falcón-. No estoy cualificado.

– Sólo necesito que sepas con qué esmero me he autoanalizado.

Falcón tuvo que admitir en su fuero interno que estaba interesado. Se recostó contra la pared y escuchó. Calderón tardó unos instantes en empezar.

– Seduje a Inés -dijo-. La seduje a sabiendas, no por su belleza, su inteligencia ni por ser quien era. Tan sólo la seduje por su relación contigo.

– ¿Conmigo?

– No por quién eras, el hijo del famoso Francisco Falcón, que era lo que te había hecho interesante a los ojos de Inés. Tenía más que ver con… No sé cómo expresarlo: lo que te hacía diferente. En aquellos días no eras muy apreciado. Casi todo el mundo te consideraba frío y distante, y por tanto arrogante y condescendiente. Vi algo que no entendía. Así que lo primero que se me ocurrió, la manera más natural de entenderte, era seducir a tu esposa. ¿Qué veía en ti esa mujer hermosa y tan admirada que yo no tenía? Por eso la seduje. Y la ironía fue que a través de ella tampoco entendí nada. Pero antes de darme cuenta ya no era la simple aventura que yo había pretendido; nos convertimos en un secreto a voces. Ella siempre iba por delante de mí en lo que se refiere a las relaciones públicas. Podía manipular a las personas y las situaciones con consumada facilidad. Así que nos convertimos en la pareja de moda y tú en el cornudo, del que la gente se reía a sus espaldas. Y ahora lo admito, Javier, tan sólo para que sepas cómo soy: disfrutaba de la situación porque, aunque no te entendía, cosa que me hacía sentirme débil, de manera inadvertida me había colocado por encima de ti, y eso me hacía sentirme fuerte.

– ¿Estás seguro de que quieres contarme esto? -dijo Falcón.

– Lo que quiero decirte ahora no es tan personal -dijo Calderón, dándole unos golpecitos con las dos manos, como si Falcón hubiera hecho ademán de irse-. Es importante que me conozcas como el… iba a decir el «hombre», pero ya no estoy seguro de que esa sea la palabra correcta. ¿Te acuerdas de Maddy Krugman?

– Nunca me cayó bien -dijo Falcón-. La encontraba siniestra.

– Probablemente fue la mujer más hermosa con la que nunca me he acostado.

– ¿No te acostaste con ella?

– Yo no le interesaba -dijo Calderón-. La belleza… quiero decir, la gran belleza, para una mujer supone su suerte y su desgracia. Todo el mundo se sentía atraído por ella. A la gente normal le resulta difícil comprender esa presión. Todo el mundo quiere complacer a una mujer hermosa. Encienden algo en todo el mundo, no sólo en los hombres; y como la presión es tan constante, no tienen ni idea de quién va con buenas intenciones, de a quién deberían elegir. Naturalmente, reconocen a los pobres desgraciados que se quedan babeando, pero luego están los otros, los cientos y miles que poseen dinero, encanto, inteligencia y carisma. Maddy te apreciaba porque hacías caso omiso de su belleza…