– No tiene buen aspecto, Agustín -dijo Falcón-. Esta mañana no le vendrían mal unos retoques.
– No estoy acostumbrado a madrugar -dijo Agustín.
– ¿Cuánto hace que conoce a César Benito?
– Unos ocho años.
– ¿Cómo le conoció?
– Su mujer vino a mi clínica, y luego vino él.
– ¿Quería que le hiciera algo?
– Le quité las bolsas de los ojos y le estiré el cuello y la papada.
– ¿Quedó contento?
– Quedó tan contento que se buscó una amante.
– Por aquel entonces, ¿sus clínicas formaban parte del grupo Horizonte?
– No, César Benito creía que Horizonte debía comprar mi negocio.
– Lo que le hizo ganar mucho dinero -dijo Falcón-. ¿En Horizonte le dieron opción de compra de acciones?
Cárdenas asintió.
– Y formar parte del grupo significaba que usted tenía capital -dijo Falcón.
– Amplié el negocio con nueve clínicas repartidas entre Barcelona, Madrid, Sevilla, Nerja y otra que iba a abrir en Valencia.
– Es una pena que haya creado un negocio tan provechoso y no vaya a recoger los frutos de su labor -dijo Falcón-. ¿No estará protegiendo a César Benito porque él le ha hecho ganar esa fortuna de la que nunca disfrutará?
Cárdenas inspiró profundamente y se quedó mirando la mesa, pensativo.
– No -dijo Falcón-. Seguramente hay algo más que eso, ¿verdad? Está su juramento hipocrático. César debía de tenerlo bien pillado para poder convencerlo no sólo de que envenenara a Hassani en su última cena, sino también de que le cortara las manos, le quemara la cara y le arrancara el cuero cabelludo. ¿Hizo todo eso por César sólo porque le había hecho rico?
Cárdenas seguía en silencio. Algo le reconcomía. Era un hombre que se había pasado la noche pensando mucho y durmiendo poco.
– ¿Qué puede ofrecerme? -dijo Cárdenas, tras unos minutos.
– ¿Se refiere a un trato? -dijo Falcón-. Nada.
Cárdenas asintió, meciéndose en la silla. Falcón sabía lo que estaba corroyendo las entrañas de Cárdenas: resentimiento.
– Sólo puedo entregarle a César Benito -dijo Cárdenas-. Fue la única persona con la que tuve contacto.
– Con eso me bastará -dijo Falcón-. ¿Qué puede decirme?
– Cuando conocí a César yo no era tan rico como debería, entre otras razones, porque durante casi diez años había sido un ludópata -dijo Cárdenas.
– ¿Sabía eso César Benito cuando consiguió que Horizonte le comprara su clínica de cirugía estética?
– No, pero poco después lo averiguó -dijo Cárdenas-. Gracias a él conseguí controlar la adicción.
– ¿Y cómo volvió a descontrolarse?
– Me fui de viaje de negocios con César a la Costa del Sol en marzo. Él me llevó a jugar.
– ¿Que le llevó él?
Cárdenas asintió, mirando muy fijamente a Falcón.
– Entonces volví a empezar. Pero esa vez fue incluso peor. Era mucho más rico que antes. Mis fondos, en comparación, parecían ilimitados. A principios de mayo debía más de un millón de euros, y tuve que vender algunas cosas para pagar los intereses de los préstamos que había pedido.
– ¿Y cómo lo averiguó César?
– Se lo conté yo -dijo Cárdenas-. Me fue a ver alguien a quien le debía dinero. Me llevaron al cuarto de baño de mi piso alquilado en Madrid y me aplicaron la toalla húmeda. Ya sabes, piensas que vas a ahogarte de verdad. Dijeron que volverían al cabo de cuatro días. Me asusté tanto que fui a pedirle ayuda a César. Nos encontramos en su piso de Barcelona. Se quedó de una pieza cuando se lo conté, pero también me dijo que lo entendía. Me había pasado tres días aterrado y ahora me sentía aliviado. Luego me dijo que sabía cómo acabar con el problema.
– ¿Es usted un hombre religioso, señor Cárdenas?
– Sí, nuestras familias van juntas a la iglesia.
– ¿Cómo describiría su relación con César Benito?
– Nos habíamos hecho muy amigos. Por eso fui a verle.
– Cuando Benito le dijo que tendría que cometer asesinato y mutilar y desfigurar a alguien, supongo que usted le pidió todos los detalles de la conspiración.
– Sí, pero no en esa ocasión -dijo Cárdenas-. En cuanto comprendí lo que me pedía decidí cubrirme las espaldas. La siguiente vez que nos vimos en mi piso de Madrid grabé en secreto toda la conversación.
– ¿Y dónde está la grabación?
– Sigue en mi apartamento -dijo, anotándole la dirección y el número de teléfono-. La pegué con cinta detrás de uno de los cajones de la cocina.
Cuando Lucrecio Arenas estaba en su chalet de Marbella le gustaba levantarse temprano, antes de que llegara el servicio, no antes de las nueve los sábados. Arenas se puso el bañador, se enfundó un enorme albornoz blanco y se calzó unas sandalias. De camino a la puerta de la casa cogió una toalla blanca, grande y gruesa y un par de gafas de nadar. Detestaba que le entrara cloro en los ojos y siempre le había gustado ver con claridad, incluso bajo el agua. Bajó la pendiente del jardín en aquella cálida mañana, deteniéndose para contemplar la espléndida vista de las verdes colinas y el azul del Mediterráneo, que a esa hora del día, antes de que el calor levantara la bruma, era tan intenso que incluso su pétreo corazón se conmovía un poco.
Habían construido la piscina al final del jardín, rodeada de una densa vegetación de adelfas, buganvillas y jazmines. Su esposa insisto en situarla allí porque Lucrecio había querido un monstruo de veinte metros de largo. Dinamitaron trescientas toneladas de roca de la ladera de la montaña para que él pudiera nadar su kilómetro diario en cincuenta largos, en lugar de tener que someterse al fastidio de tener que dar media vuelta justo cuando acababa de coger el ritmo. Llegó a un lado de la piscina, colocó la toalla sobre una tumbona y dejó caer el albornoz encima. Se quitó las sandalias y se encaminó al extremo. Se encajó las gafas en la cara y se ajustó la goma alrededor de las cuencas de los ojos.
Levantó los brazos y a través de los cristales rosa de las gafas vio algo en el extremo del trampolín que le pareció una tarjeta. Dejó caer los brazos y al momento sintió dos colosales golpes en la espalda, como dos mazazos, pero más penetrantes. El tercer golpe fue en el cuello y cayó con toda la fuerza de un cuchillo de carnicero. Las piernas ya no le sostuvieron y se derrumbó en el agua de cualquier manera. La densa vegetación que había a su espalda recuperó su apariencia de antes. Se oyó una Vespa que arrancaba. El espléndido día continuaba. El agua de la piscina, de un azul palidísimo, formaba una nube roja en torno al cuerpo. Una lancha motora se alejó en la mañana azul, seguida de su estela de espuma blanca.
El Holiday Inn de la plaza Carlos Trías Bertrán de Madrid no era uno de los hoteles favoritos de César Benito, pero tenía sus ventajas. Estaba cerca del centro de congresos donde la noche anterior había pronunciado una conferencia ante los principales constructores españoles. También estaba cerca del Santiago Bernabéu, e incluso cuando no había partido del Madrid le gustaba estar cerca del corazón palpitante del fútbol español. Aquel sábado el hotel tenía una tercera ventaja, y era que se encontraba a sólo veinte minutos del aeropuerto, y tenía que coger un avión a Lisboa a las once de la mañana. Había pedido que le sirvieran el desayuno en su suite, pues a primera hora de la mañana detestaba ver a nadie que no fuera su familia. El chaval del servicio de habitaciones acababa de entrar con el carrito, y Benito estaba hojeando el ABC del sábado y comiendo un cruasán cuando volvieron a llamar a la puerta. Hacía tan poco que el chaval del servicio de habitaciones se había ido que supuso que era él quien volvía por algún motivo. No miró por la mirilla. Tampoco habría visto a nadie.