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– ¿Te la follas a ella igual que a mí? ¿La haces gritar de dolor?

Inés no acabó la frase porque de manera inexplicable se encontró en el suelo, y sus pies daban pedaladas contra los azulejos de mármol blanco, luchando porque el aire le llegara a los pulmones. Se concentró en los dedos de los pies de él, los nudillos arrugados por la fuerza. Calderón le dio una patada. Le hincó el dedo gordo en el riñón. Inés intentaba tragar aire. Estaba atónita. Era la primera vez que le pegaba. Ella le había provocado. Quería una reacción. Pero la contención de Calderón la había dejado atónita. Pensaba que él le daría una bofetada para acallar esa boca que le lanzaba pullas, que le hincharía el labio, le dejaría un moretón en la mejilla. Quería llevar la insignia de la violencia de Esteban para que el mundo viera cómo era de verdad y que él sintiera el arrepentimiento hasta que la señal desapareciera. Pero él la había golpeado bajo el arco de las costillas, le había dado una patada en el costado.

El pecho se le agrietó cuando encontró la memoria motora que le permitió volver a respirar. Sintió la mano de su marido en la nuca, acariciándola. Ya ves, la amaba. Ahora venían los remordimientos, la ternura. No había sido más que otro lío… Pero Esteban no la acariciaba, la estaba cogiendo del pelo, con fuerza. Sus uñas se hundieron en su cuero cabelludo. Le zarandeó la cabeza como si fuera un perro, agarrada por el pescuezo, y la levantó. Inés todavía no había conseguido ponerse en pie y él ya la llevaba colgando de la mano. La sacó a rastras de la cocina, le llevó en volandas por el pasillo y la lanzó encima de la cama. Ella rebotó y cayó a un lado. Tres pasos y ya lo tuvo encima. Inés se metió bajo la cama.

Aquello no había funcionado como pensaba. Calderón metió la mano bajo la cama y la agarró del camisón. Ella se apartó. Vio aparecer la cara de él, con una espantosa expresión de ira. Calderón se puso en pie. Sus pies se alejaron. Ella los contemplaba como si fueran armas cargadas. Salieron de la habitación. Calderón maldijo y se oyó un portazo. A Inés le dolía el cuero cabelludo. El miedo barría las demás emociones. Era incapaz de chillar, era incapaz de llorar.

Se estaba bien bajo la cama. Le traía recuerdos de la infancia: recuerdos en los que se sentía segura, observaba en secreto, pero no podían contener su confusión. Su cerebro buscó lo que quería que fueran certezas, pero no la ayudaron. En lugar de eso, intentó justificar el comportamiento de su marido. Ella le había probado su infidelidad. Lo había humillado. Estaba furioso porque se sentía culpable. Era algo natural. Atacabas a la persona que amabas. Era eso, ¿verdad? Él no quería putañear con esa zorra negra. Era sólo que no podía evitarlo. Era un macho alfa, viril, un follador de alto voltaje. No tenía por qué ser tan dura con él. Se llevó la mano a un costado y apretó los ojos ante la punzada de dolor que le llegó del riñón.

La puerta se abrió de un golpe, y los pies volvieron a entrar en el cuarto. Su presencia la acoquinó. Calderón sacó calcetines limpios de un cajón y se los puso. Se vistió con unos pantalones y cogió una camisa blanca, impoluta y planchada en la lavandería a la que seguía mandando la ropa. La desplegó de una sacudida y metió los brazos en las mangas, abrochó los puños. Se puso una corbata carmesí con un nudo perfecto. Era eficiente, vigoroso, preciso. Metió aquellos pies brutales en un par de zapatos, se puso una americana: su salvajismo ahora perfectamente disimulado.

– Esta noche trabajaré hasta tarde -dijo, de nuevo con su tono normal.

La puerta del piso se cerró con un chasquido. Inés salió de debajo de la cama y se dejó caer contra la pared. Se sentó con las piernas abiertas, las manos inertes a los lados. El primer sollozo la apartó de la pared de una sacudida.

5

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 06:30 horas

Falcón despertó en la profunda oscuridad de su dormitorio, las contraventanas cerradas. Se quedó allí echado, en su universo privado, contemplando lo ocurrido la noche anterior. Después de la decepción en el restaurante de Consuelo, la copa con Laura había ido mejor de lo esperado. Acordaron seguir viéndose como amigos. Ella se sintió un poco ofendida porque él acabara aquella relación, como Falcón le explicó, sin tener nada más en perspectiva.

Se duchó, se puso un traje oscuro y una camisa blanca y dobló una corbata que se metió en el bolsillo. Después de su visita al forense tenía toda la mañana ocupada con reuniones. Era una mañana resplandeciente, casi cegadora, sin nubes en el cielo. La lluvia había limpiado la atmósfera de toda esa desconcertante electricidad.

Un termómetro situado en la calle le indicó que estaban a 16o, mientras la radio advertía que se esperaba que una tremenda oleada de calor descendiera sobre Sevilla, y que a la tarde se esperaban temperaturas que superarían los 36o.

El Instituto Forense estaba junto al Hospital de la Macarena, detrás del Parlamento Andaluz, que quedaba al otro lado de la calle que llevaba a la Basílica de la Macarena, junto a las antiguas murallas. Eran las 8:15 y Falcón llegaba pronto, pero el médico forense se le había adelantado.

El doctor Pintado tenía el expediente abierto en el escritorio y estaba haciendo memoria de los detalles de la autopsia. Se estrecharon la mano, se sentaron y el doctor siguió leyendo.

– En este caso he procurado concentrarme -dijo, ojeando aún las páginas- en darle toda la información posible que le ayude a identificar el cuerpo, aparte de en la causa de la muerte, que fue inmediata, pues lo envenenaron con cianuro potásico.

– ¿Cianuro potásico? -dijo Falcón-. Eso no me casa mucho con la brutalidad de las operaciones post mórtem. ¿Se lo inyectaron?

– No, lo ingirió -dijo Pintado, con otras cosas en la cabeza-. La cara… a lo mejor le puedo ayudar con eso, o mejor dicho, tengo un amigo que está interesado en ayudarle. ¿Se acuerda que le hablé de un caso del que me encargué en Bilbao, cuando me hicieron una reproducción facial a partir de un cráneo que encontré en una tumba poco profunda?

– Costó una fortuna.

– Es cierto, y no va a conseguir fondos para ningún asesinato corriente y moliente.

– ¿Y cuánto me costará su amigo?

– Gratis.

– ¿Y quién es?

– Una especie de escultor, pero no le interesa el cuerpo, sólo las caras.

– ¿He oído hablar de él?

– No. Rechaza el profesionalismo. Se llama Miguel Covo. Tiene setenta y cuatro años y está jubilado -dijo Pintado-. Pero lleva casi sesenta años trabajando con caras. Las hace de arcilla, saca moldes de cera y las talla en piedra, aunque esto último es bastante reciente.

– ¿Qué es lo que propone y por qué es gratis?

– Bueno, nunca ha hecho algo así, pero quiere intentarlo -dijo Pintado-. Ayer por la noche le dejé sacar un molde de yeso de la cabeza.

– O sea, que ya está decidido -dijo Falcón.

– Hará media docena de modelos, algunos esbozos y luego comenzará a trabajar en la cara. También la pintará, y le pondrá pelo… pelo de verdad. A veces su estudio pone los pelos de punta, sobre todo si le caes bien y te presenta a su madre.

– Siempre me he llevado bien con las madres.

– La tiene en un armario -dijo Pintado-. No es más que un modelo de la mujer.

– Sería cruel guardar a una mujer de más de noventa años en un armario.

– Murió cuando él era pequeño, y entonces fue cuando empezó su fascinación por las caras. Quería algo más real que las fotos de ella. Así que la recreó. Fue la única vez que modeló todo el cuerpo. La mujer está en ese armario con pelo de verdad, maquillaje, su propia ropa y sus zapatos.