Levantó a Gloria y la puso de pie.
– Si os lo cuento, dejará de ser un secreto -dijo Fernando-. Tendréis que esperar a que el secreto se revele.
– ¡Cuéntanoslo ahora!
– Esta noche -dijo su padre, besando a Gloria en la cabeza y cogiendo la diminuta mano de Pedro.
Gloria los acompañó hasta la puerta. Besó a Pedro, que se estaba mirando los pies y parecía desinteresado. Besó a su marido en la boca y le susurró a los labios:
– Te odio.
– Esta noche volverás a quererme.
Gloria regresó a la mesa del desayuno y se sentó delante de Lourdes. Aún faltaban quince minutos para que tuvieran que ponerse en marcha. Pasaron unos pocos minutos mirando los dibujos de Lourdes antes de acercarse a la ventana. Fernando y Pedro aparecieron en el aparcamiento que había delante de la guardería. Saludaron con la mano. Fernando levantó a Pedro por encima de su cabeza y el niño saludó.
Tras dejar al crío, Fernando siguió caminando entre los bloques de apartamentos hasta la calle principal para coger el autobús. Gloria se dio media vuelta y vio que Lourdes, sentada a la mesa de la cocina, trabajaba en otro dibujo. Gloria dio un sorbo de café y jugueteó con el pelo sedoso de su hija. Fernando y sus secretos. Practicaba esos juegos para divertirlos y para mantener la esperanza de que algún día podrían comprarse su propio piso, pero los precios de la vivienda estaban por las nubes y sabían que vivirían de alquiler el resto de su vida. Gloria seguiría siendo representante toda la vida y, aunque Fernando siempre decía que iba a hacer un curso de fontanería, necesitaba ganar dinero trabajando en la construcción. Habían tenido suerte al encontrar un piso con el alquiler tan bajo. Tenían suerte de tener dos hijos sanos. Como decía Fernando: «Puede que no seamos ricos, pero tenemos suerte, y la suerte nos será más útil que todo el dinero del mundo».
No asoció inmediatamente el temblor que estremeció el suelo con una explosión procedente del mundo exterior. Fue un ruido tan fuerte que pareció que la caja torácica se pegaba a la columna vertebral y expulsaba el aire de los pulmones. La taza de café le saltó de la mano y se rompió al chocar contra el suelo.
– ¡Mamá! -chilló Lourdes, pero Gloria no podía oírla, sólo vio los ojos como platos de horror de su hija y la agarró.
Cosas terribles sucedieron al mismo tiempo. Las ventanas se hicieron trizas. En las paredes se abrieron grietas y gigantescas fisuras. El sol apareció por donde no debía. Los planos horizontales se inclinaron. Los marcos de las puertas se doblaron. El sólido cemento se combó. El techo ocupó el suelo. Las paredes se partieron por la mitad. Surgió agua de la nada. La electricidad crepitó y chisporroteó bajo los azulejos rotos. Un armario desapareció ante sus ojos, la gravedad les mostró lo implacable que era. Madre e hija estaban cayendo. Sus cuerpos pequeños y frágiles caían en picado hacia un miasma de ladrillos, acero, cemento, cables, tuberías, muebles y polvo. No hubo tiempo para decir nada. No se oía nada, porque el estruendo era ya tan fuerte que acallaba todo lo demás. Ni siquiera sintió miedo, porque todo había sido tremendamente incomprensible. Sólo quedó la escalofriante caída en picado, el asombroso impacto y luego una inmensa negrura, como la de un gran universo que se aleja.
– ¿Qué cojones ha sido eso? -dijo Pintado.
Falcón sabía exactamente lo que era. Había oído explotar un coche bomba de ETA mientras trabajaba en Barcelona. La de ahora había sido gorda. Echó la silla hacia atrás de una patada y salió corriendo del Instituto Forense sin contestar a la pregunta de Pintado. Al salir marcó el número de Jefatura en el móvil. Lo primero que pensó fue que había sido en la estación de Santa Justa, en el AVE procedente de Madrid. La estación estaba a menos de un kilómetro al sureste del hospital.
– Diga -contestó Ramírez.
– Ha estallado una bomba, José Luis…
– La he oído incluso desde aquí -dijo Ramírez.
– Estoy en el Instituto Forense. Ha sonado cerca. Dame noticias.
– No cuelgues.
Falcón pasó corriendo junto a la recepcionista, con el móvil apretado en la oreja, mientras oía los pies de Ramírez corriendo por el pasillo, subiendo las escaleras, la gente gritando en Jefatura. El tráfico se había detenido en todas partes. Conductores y pasajeros salían de sus coches y se quedaban mirando la columna de humo negro que se levantaba al noreste.
– Las primeras informaciones que nos llegan -dijo Ramírez, jadeando- hablan de una explosión en un bloque de apartamentos en la esquina de las calles Blanca Paloma y Los Romeros, en el barrio de El Cerezo.
– ¿Dónde está eso? No lo conozco. Debe de ser cerca, porque veo el humo.
Ramírez buscó un plano en la pared y le dio unas rápidas instrucciones.
– ¿Se habla de alguna fuga de gas? -preguntó Falcón, sabiendo que eso era excesivamente optimista, al igual que la supuesta subida de tensión el día del atentado en el metro de Londres.
– Estoy hablando con la compañía del gas.
Falcón cruzó corriendo el hospital. La gente iba de un lado a otro a toda prisa, pero sin pánico, ni gritos. Estaban preparados para ese momento. Todos los que llevaban bata blanca se dirigían a urgencias. Los camilleros esprintaban con camillas vacías. Las enfermeras corrían con bolsas de suero salino. El plasma estaba en camino. Falcón cruzó interminables puertas batientes hasta que llegó a la calle principal y al muro de sonido: una cacofonía de sirenas a medida que las ambulancias salían a la calle.
La calle principal estaba milagrosamente despejada de tráfico. Mientras cruzaba los carriles vacíos vio que algunos coches se subían a la acera. No había policía. Todo eso era obra de los ciudadanos corrientes, que sabían que ese trecho de calle tenía que permanecer despejado para transportar a los heridos. Las ambulancias bajaban a toda velocidad de dos en fondo, en medio de un delirante estruendo, con luces intermitentes y mareantes, entre el aire lleno de un polvo rosa-gris y de humo procedente de detrás de los bloques de apartamentos.
En los cruces, gente ensangrentada daba tumbos, sola o ayudada de alguien para caminar; se dirigían al hospital con pañuelos de tela o de papel o rollos de cocina apretados contra la frente, los oídos o las mejillas. Esas eran las víctimas que habían recibido heridas superficiales, cortes producidos por fragmentos de cristal o metal, los más alejados del epicentro, las que nunca aparecerían en el tramo superior de las estadísticas de desastres, pero que quizá perderían la visión en un ojo, o el oído al tener el tímpano perforado, lucirían una cicatriz en la cara el resto de su vida, perderían el uso de un dedo o una mano, o cojearían para siempre. A estos los ayudaban los más afortunados, aquellos que ni siquiera habían recibido un arañazo mientras los trozos de cristal volaban silbando en el aire, pero que en su mente tenían la imagen grabada a fuego de alguien al que conocían o amaban, que había estado entero segundos antes y ahora se encontraba rebanado, desgarrado, golpeado o partido.
En los bloques de pisos que llegaban hasta la calle Los Romeros, la policía local estaba evacuando los edificios. Un niño, que ahora se sentía importante, acompañaba a un anciano que tenía el pijama ensangrentado. Un joven que sujetaba una toalla con destellos carmesíes a un lado de la cara miró a Falcón sin verlo: tenía la cara horriblemente surcada de riachuelos de sangre que se coagulaban con el polvo. Rodeaba con el brazo a su novia, al parecer ilesa, y hablaba a toda velocidad por el móvil de ella.
El aire, a cada momento más lleno de polvo, aun se veía astillado por el sonido de cristales que se rompían al caer de las ventanas de arriba, hechas pedazos. Falcón volvió a llamar a Ramírez y le dijo que organizara tres o cuatro autobuses que hicieran de ambulancias improvisadas para sacar a los heridos leves de los bloques de apartamentos y llevarlos al hospital.
– La compañía del gas ha confirmado que suministran a esa zona -dijo Ramírez-, pero no se ha informado de ningún escape, y el mes pasado hicieron una inspección de rutina.