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– No sé por qué, pero no parece una explosión de gas -comentó Falcón.

– Han informado de que una guardería que estaba detrás del edificio destruido ha sufrido serios daños a causa de los escombros que han caído y. que hay víctimas.

Falcón aceleró el paso. Los edificios no parecían demasiado dañados, pero la gente que asomaba como flotando, llamando y buscando a sus familiares en los espacios que quedaban al pie de los bloques que se iban vaciando, eran fantasmas cubiertos de polvo. La luz se había vuelto extraña: el sol estaba cubierto de humo y de una neblina rojiza. Había un olor en el aire que no era de inmediato reconocible a no ser que hubieras estado en alguna guerra. Se coagulaba en las fosas nasales junto con ladrillos y cemento pulverizados, hedor de cloaca, sumidero y un desagradable olor a carne. La atmósfera era vibrante, pero no con ningún ruido perceptible, aunque la gente hacía ruidos -hablaba, tosía, vomitaba y gruñía-: era más un zumbido que transportaba el aire, provocado por una alarma humana colectiva ante la proximidad de la muerte.

Hileras de coches de bomberos, con sus luces intermitentes, estaban aparcados a lo largo de la avenida San Lázaro. Al otro lado de la calle Los Romeros no había ningún edificio que tuviera los cristales intactos. Un contenedor de vidrio sobresalía a un lado de uno de los bloques como si fuera un enorme tapón verde. Había caído una tapia que discurría paralela a la calle, al otro lado de donde estaba el edificio volado, y algunos coches se amontonaban en un jardín, como si fuera un cementerio de automóviles. Los tocones de cuatro árboles partidos flanqueaban la calle. Otros vehículos aparcados en la calle Los Romeros estaban cubiertos de escombros: los techos abollados, los parabrisas opacos, los neumáticos reventados, los tapacubos arrancados. Había ropa por todas partes, como si la hubieran arrojado desde el cielo. Una tela metálica colgaba de un balcón del cuarto piso.

Los bomberos habían trepado a la cascada de escombros más cercana y habían enfocado las mangueras a las dos secciones que quedaban de lo que había sido un edificio en L. Ahora faltaba un segmento de veinticinco metros de su parte central. La colosal explosión había derribado los ocho pisos del bloque para formar una pila de obleas de cemento armado de unos seis metros de altura. Enmarcado por las líneas quebradas de los restos de los ocho pisos de apartamentos, y apenas visible a través de la neblina de polvo flotante, se veía el tejado de la guardería parcialmente destrozada y los edificios que había más allá, cuyas fachadas estaban salpicadas de ventanas negras o sin cristal. Un bombero apareció en el borde de una habitación reventada de la octava planta, y, en medio de aquel aire más propio de un país en guerra, hizo seña de que el edificio estaba despejado de gente. Una cama cayó del sexto piso, y su estructura se aplastó sobre el montón de escombros, mientras el colchón rebotaba enloquecido en dirección a la guardería.

Al otro lado de los escombros, calle abajo, estaba el coche del jefe de bomberos, pero no se veía ningún bombero. Falcón siguió la tapia derrumbada y rodeó el bloque para ver lo que había pasado en la guardería. El extremo del edificio más cercano a la explosión había perdido dos de las paredes, parte del techo se había derrumbado y el resto colgaba, a punto de desplomarse. Los bomberos y los civiles apuntalaban el edificio, mientras que unas mujeres miraban fijamente en silencio, sin parpadear, las manos en la cara, como para impedir que se les quedara la boca abierta de incredulidad.

En el otro lado, a la entrada de la escuela, la cosa era peor. Cuatro cuerpecillos yacían uno junto al otro, las caras tapadas con batas escolares. Un nutrido grupo de hombres y mujeres intentaba controlar a las madres de dos de los niños muertos. Cubiertos de polvo, eran como fantasmas luchando por el derecho a volver con los vivos. Las mujeres chillaban histéricas y arañaban furiosas las manos que intentaban impedir que se acercaran a los cuerpos inertes. Otra mujer se había desmayado y estaba en el suelo, rodeada de gente arrodillada junto a ella para protegerla de la multitud que aumentaba y se movía sin rumbo. Falcón miró a su alrededor en busca de alguna maestra, y vio a una joven sentada sobre una alfombra de cristales rotos, la sangre cayéndole por la cara, llorando de manera incontrolable, mientras una amiga intentaba consolarla. Llegó un paramédico para ponerle un vendaje provisional en las heridas.

– ¿Es usted maestra? -preguntó Falcón a la amiga de la mujer-. ¿Sabe dónde está la madre del cuarto niño?

La mujer, aturdida, miró hacia el bloque de apartamentos derrumbado.

– Está ahí, en alguna parte -dijo, negando con la cabeza.

Dentro de la guardería sólo se movían los bomberos, sus botas aplastaban escombros y cristal. Llegó más gente para apuntalar el techo destrozado. El jefe de bomberos estaba en un aula que no había sufrido daños, al final de la guardería, informando por el móvil a la oficina del alcalde.

– Se han cortado el gas y la electricidad en la zona, y el edificio dañado se ha evacuado. Los dos incendios están controlados -dijo-. Hemos sacado a cuatro niños muertos de la guardería. Su aula estaba justo en la onda expansiva de la explosión, y la recibieron de pleno. Hasta ahora nos han informado de otros tres cadáveres: dos hombres y una mujer que caminaban por la calle Los Romeros cuando tuvo lugar la explosión. Mis hombres también han encontrado a una mujer que al parecer ha muerto de un ataque al corazón en uno de los apartamentos que hay enfrente del edificio destruido. En este momento es difícil cuantificar el número de heridos.

Escuchó durante unos segundos y apagó el teléfono. Falcón le enseñó su identificación.

– Llega muy pronto, inspector jefe -dijo el jefe de bomberos.

– Estaba en el Instituto Forense. Desde allí sonó como una bomba. ¿Cree que ha sido eso?

– Para provocar estos daños, no me cabe duda de que se trata de una bomba, y muy potente.

– ¿Tiene alguna idea de cuánta gente había en ese edificio?

– Uno de mis hombres está trabajando en eso. Al menos había siete personas -dijo-. De lo único de lo que no podemos estar seguros es de cuántos había en la mezquita del sótano.

– ¿La mezquita?

– Es la otra razón por la que estoy seguro de que ha sido una bomba -dijo el jefe de policía-. Había una mezquita en el sótano, con acceso por la calle Los Romeros. Creemos que la oración de la mañana había finalizado, pero no estamos seguros de si había salido alguien. Respecto a ese punto nos llegan informaciones contradictorias.

6

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 08:25 horas

La desesperación había llevado a Consuelo a la calle Vidrio muy temprano. La vecina llevaría a los niños a la escuela. En ese momento estaba sentada en su coche delante de la consulta de Alicia Aguado, arrepintiéndose de la cita de urgencia que había concertado apenas veinticinco minutos antes. Caminó por la calle para calmarse. No estaba habituada a tener problemas.

Exactamente a las 8:30, tras haber mirado su reloj por segunda vez, contando los segundos -lo que demostraba hasta qué punto se había vuelto obsesiva-, llamó a la puerta. La doctora Aguado la esperaba: llevaba muchos meses esperándola. La entusiasmaba la perspectiva de tener otro paciente. Consuelo subió las angostas escaleras que llevaban a la consulta, pintada de un azul claro y que mantenía la temperatura constante a 22o.

Aunque Consuelo lo sabía todo de Alicia Aguado, dejó que la psicóloga clínica le contara que era ciega a causa de una enfermedad degenerativa llamada retinitis pigmentosa, y que como resultado de esa enfermedad había desarrollado una técnica excepcional para leer el pulso del paciente.