– ¿Qué se supone que significa eso?
– Esto no es una visita de cortesía, señora Jiménez.
– Ya lo sé.
– No debe preocuparle lo que yo piense de usted a ese respecto -dijo Aguado. -Pero no sé qué intenta conseguir que admita.
– ¿Por qué estamos hablando de la pornografía?
– Fue algo que salió a la luz durante la investigación del asesinato de mi marido.
– Le he preguntado si el asesinato de su marido fue traumático -dijo Aguado.
– Entiendo.
– ¿Qué es lo que entiende?
– Que el hecho de que lo de la película saliera a la luz fue para mí más traumático que la muerte de mi marido.
– No necesariamente. Lo de la película porno estaba relacionado con un suceso traumático, y en ese periodo de enorme carga emocional dejó huella en usted.
Consuelo resistía en silencio. La confusa maraña no se estaba desenredando, sino que estaba cada vez más revuelta.
– Últimamente ha concertado varias citas conmigo y no se ha presentado -dijo Aguado-. ¿Por qué ha venido esta mañana?
– Quiero a mis hijos -dijo Consuelo-. Quiero tanto a mis hijos que me duele.
– ¿Dónde le duele? -preguntó Aguado, agarrándose a esa nueva revelación.
– ¿No tiene hijos?
Alicia Aguado se encogió de hombros.
– Me duele en la boca del estómago, en torno al diafragma.
– ¿Por qué le duele?
– ¿Es que no puede aceptar nada de lo que le digo? -dijo Consuelo-. Los quiero. Me duele.
– Estamos aquí para examinar su vida interior. Yo no puedo verla ni sentirla. Todo lo que tengo es su manera de expresarse.
– ¿Y lo del pulso?
– Eso es lo que suscita las preguntas -dijo Aguado-. Lo que usted dice y lo que yo percibo en su sangre no siempre coinciden.
– ¿Me está diciendo que no quiero a mis hijos?
– No, le pido que me diga por qué dice que duele. ¿Qué es lo que le causa ese dolor?
– ¡Joder! Es el puto amor lo que duele, zorra estúpida -dijo Consuelo, apartando la muñeca de las manos de Aguado, arrancando ese pulso delator de aquellas puntas de los dedos interrogadoras-. Lo siento. Lo siento mucho. Ha sido imperdonable.
– No lo lamente -dijo Aguado-. Esto no es un cóctel.
– Y que lo diga -dijo Consuelo-. Mire, yo siempre he sido inflexible sobre decir la verdad. Mis hijos se lo confirmarán.
– Este es otro tipo de verdad.
– Sólo hay una verdad -dijo Consuelo, con celo misionero.
– Está la verdad real y la verdad presentable -dijo Aguado-. A menudo van bastante unidas, excepto por unos cuantos detalles emocionales.
– Aquí se equivoca, doctora. Yo no soy así. He visto cosas, he hecho cosas y siempre lo he afrontado todo.
– Por eso está aquí.
– Me está llamando mentirosa y cobarde. Me está diciendo que no sé quién soy.
– Le hago preguntas, y usted hace todo lo que puede por responderlas.
– Pero si me acaba de decir que lo que digo y lo que nota en mi pulso no encajan. Por tanto, me ha llamado mentirosa.
– Creo que ya es suficiente por hoy -dijo Aguado-. Ya hemos abarcado mucho para una primera sesión. Me gustaría volver a verla pronto. ¿Le va bien a esta hora? La mañana o a última hora de la tarde probablemente sean la mejor hora si ha de atender el restaurante.
– ¿Cree que voy a volver a repetir esta mierda? -dijo Consuelo, encaminándose a la puerta, echándose el bolso al hombro-. ¡Ni lo pienses… ciega de los cojones!
Cerró de un portazo al salir y estuvo a punto de torcerse el tobillo en la calle adoquinada. Se metió en el coche, puso las llaves en el contacto, pero no arrancó. Se agarró al volante, como si fuera la única cosa que pudiera impedirle perder la razón. Lloró. Lloró hasta que le dolió exactamente en el mismo lugar que le dolía cuando veía dormir a los niños.
Ángel y Manuela estaban sentados en la terraza, a la luz de las primeras horas de la mañana, desayunando. Manuela llevaba un albornoz blanco y se examinaba los dedos de los pies. Ángel parpadeó de irritación al leer uno de sus artículos en el ABC.
– Me han cortado un párrafo entero -dijo Ángel-. Algún estúpido subdirector está consiguiendo que mis artículos parezcan escritos por un memo.
– Pues yo me oigo engordar -dijo Manuela, casi sin pensar, pues todo su ser estaba pendiente del negocio que tenía que cerrar esa mañana-. Voy a tener que llevar chándal todo lo que me queda de vida.
– Y yo estoy perdiendo el tiempo -dijo Ángel-. Esto no tiene sentido, no escribo más que chorradas para idiotas. No me extraña que me las recorten.
– Voy a pintarme las uñas -dijo Manuela-. ¿Qué color te gusta más? ¿Rosa o rojo? ¿O algo atrevido para que la gente no me mire el culo?
– Ya está -dijo Ángel, arrojando el periódico por la terraza-. Esta mierda se ha acabado.
Y entonces fue cuando lo oyeron: una explosión lejana, pero poderosa. Se miraron, y sus preocupaciones desaparecieron de pronto. Manuela no pudo evitar decir lo obvio.
– ¿Qué demonios ha sido eso?
– Eso -dijo Ángel, poniéndose en pie tan bruscamente que la silla cayó hacia atrás- ha sido una explosión, y fuerte.
– Pero ¿dónde?
– Se ha oído en el norte.
– ¡Oh, mierda, Ángel! ¡Mierda, mierda, mierda, mierda!
– ¿Qué? -dijo Ángel, esperando verla con todo el pie manchado de laca de uñas.
– ¿Es que no te das cuenta? -dijo Manuela-. Nos hemos pasado media noche hablando de eso. Los dos pisos de la Plaza Moravia… que queda al norte.
– No ha sido tan cerca -dijo Ángel-. La explosión ha sido fuera de los muros de la ciudad.
– Es lo que pasa con los periodistas -dijo Manuela-, que están tan acostumbrados a estar al tanto de lo que pasa que se creen que lo saben todo, incluso a qué distancia ha sonado una explosión.
– Yo diría que… Oh, Dios mío. ¿Crees que ha sido en la Estación de Santa Justa?
– Eso queda al este -dijo ella, señalando vagamente por encima de los tejados.
– Lo que hay al norte es la sede del Parlamento -dijo, mirando su reloj-. Aunque a esta hora no habrá nadie.
– Aparte de unas cuantas limpiadoras prescindibles -comentó Manuela.
Ángel encendió el televisor y cambió de canal hasta llegar a Canal Sur.
– Nos llegan las últimas noticias de una gran explosión en la zona norte de Sevilla… en el área de El Cerezo. Los testigos afirman que todo un bloque de apartamentos ha quedado completamente destruido y una guardería cercana ha sufrido graves daños. No podemos decirles cuál ha sido la causa de la explosión ni cuál es el número de víctimas.
– ¿El Cerezo? -dijo Ángel-. ¿Qué hay en El Cerezo?
– Nada -dijo Manuela-. Bloques de apartamentos baratos. Probablemente sea una explosión de gas.
– Tienes razón. Es una zona de viviendas.
– No todas las explosiones fuertes han de ser una bomba.
– Después de lo del n de marzo y de los atentados de Londres, es lo primero que pensamos -dijo Ángel, desplegando un plano de Sevilla.
– Bueno, siempre quieres que pase algo, y ahora ha pasado. Es mejor que averigües si ha sido una explosión de gas o un atentado. Pero sea lo que sea, Ángel, no…
– El Cerezo está a dos kilómetros de aquí -dijo Ángel, atajando la creciente histeria de Manuela-. Tú lo has dicho. Es una zona de viviendas baratas. Queda lejos de las propiedades que pretendes vender en la plaza Moravia.
– Si ha sido un atentado terrorista, tanto da dónde haya sido… toda la ciudad estará nerviosa. Uno de mis compradores es un extranjero que quiere invertir. Los inversores reaccionan ante estas cosas. Pregúntamelo a mí… yo soy una inversora.
– ¿Se hundió la propiedad inmobiliaria en Madrid tras el 11-M? -dijo Ángel-. Cálmate, Manuela. Probablemente ha sido el gas.
– A lo mejor la bomba ha detonado de forma accidental mientras la preparaban -dijo Manuela-. Quizá la han hecho estallar para suicidarse al comprender que la policía los tenía rodeados.