– Está allí -les dijo a las caras petrificadas y sin expresión del equipo-. Siempre llevaba el móvil con ella. Era representante. «Lágrimas negras» era su canción preferida.
Falcón asintió a Cristina Ferrera y guiaron a Fernando de vuelta a la guardería. Trajeron a una enfermera que le lavó las heridas y se las vendó. Falcón reunió a la brigada de homicidios en el lavabo de la escuela. Se lavó las manos y la cara y los miró a través del espejo.
– Va a ser la investigación más compleja en la que ninguno de nosotros se ha visto envuelto, y eso me incluye a mí -dijo Falcón-. Cuando hay un ataque terrorista nada es sencillo. Lo sabemos por lo que pasó en Madrid el 11 de marzo. Se va a meter mucha gente: agentes del CNI, la brigada antiterrorista del CGI, los artificieros y nosotros… y eso sólo por lo que se refiere a la investigación. Lo que tenemos que tener bien claro es cuál es nuestro objetivo como brigada de homicidios. Ya he pedido un cordón policial para que tengamos despejada la escena del crimen.
– Ya están todos en su sitio -dijo Ramírez-. Procuran mantener alejados a los periodistas.
Falcón se volvió hacia ellos, secándose las manos.
– Ahora ya estáis todos al corriente de que había una mezquita en el sótano de ese edificio. Nuestro trabajo no es especular acerca de lo que ha pasado ni por qué. Nuestro trabajo es averiguar quién entró en esa mezquita y quién salió, y qué pasó dentro de ella en las últimas veinticuatro horas, luego en las últimas cuarenta y ocho, etcétera. Para ello hablaremos con todos los testigos que podamos encontrar. Otra de nuestras tareas fundamentales será investigar todos los vehículos de los alrededores. La bomba era grande. Tienen que haberla transportado hasta aquí. Si el vehículo sigue aquí, hay que encontrarlo.
»Por el momento, la primera tarea va a ser difícil, pues todos los ocupantes de los edificios han sido evacuados. Así que nuestra prioridad es identificar los vehículos y sus propietarios. José Luis os dividirá en equipos y registraréis todos los sectores, empezando por los coches más cercanos al edificio desplomado. Cristina, por el momento, se quedará conmigo.
»Y recordad que aquí todo el mundo sufre de una manera u otra, ya sea porque ha perdido a alguien o ha visto a su familia herida, porque su casa ha sido destruida o porque le han roto las ventanas. Vais a tener mucho trabajo y vais a estar sometidos a mucha presión, tengáis encima o no a los medios de comunicación. Obtendréis más información si obráis con sensatez y os mostráis comprensivos que si lo afrontáis como un procedimiento habitual. Sois buenas personas, y por eso estáis en la brigada de homicidios. Ahora id a averiguar qué ha pasado.
Salieron en fila. Ferrera se quedó. Falcón metió la cabeza debajo del grifo, se lavó el pelo con agua y luego se secó la cara y las manos.
– Se llama Fernando -le dijo a Cristina-. Su mujer y su hija estaban en el edificio desplomado, y su hijo es uno de los niños que han muerto a causa de la explosión. Averigua si tenía más familia, o amigos íntimos. Eso no puede hacerlo cualquiera. Se fue de casa después de desayunar y media hora más tarde descubrió que lo había perdido todo. Cuando sea consciente de ello se volverá loco.
– ¿Y quiere que me quede con él?
– No me lo puedo permitir. Quiero que te asegures de que queda en manos de un equipo de traumas, que debería llegar en cualquier momento. Ese hombre necesita que le expliquen cuál es su situación, es incapaz de hablar. Querrá quedarse hasta que encuentren los cadáveres. Pero no le pierdas la pista. Quiero saber dónde lo llevan.
Salieron de los lavabos. Una brigada de artificieros se abría paso entre el aula hecha pedazos, como mineros en busca de rocas valiosas. Llenaron los sacos de polipropileno con lo que encontraron. Fuera había dos equipos más, que trabajaban enérgicamente para que la maquinaria pudiera iniciar las tareas de demolición y la búsqueda de supervivientes.
Cristina Ferrera entró en el aula en la que la enfermera acababa de vendar los cortes de Fernando. Sabía por qué Falcón la había elegido para ese trabajo. La enfermera hacía lo que podía con Fernando, pero él no reaccionaba, pues otros asuntos más tristes e importantes ocupaban su mente. La enfermera acabó y recogió sus cosas. Cristina le pidió que mandara a alguien de un equipo de traumas lo antes posible. Se sentó en una silla junto a la pizarra, a cierta distancia de Fernando. No quería agobiarlo, aunque era evidente que dentro de su cabeza vivía una intensidad que excluía la totalidad del mundo exterior. El dolor había ensombrecido su cara tan rápidamente como la había iluminado la esperanza, como nubes que pasan sobre los campos.
– ¿Quién es usted? -preguntó Fernando al cabo de unos minutos, como si acabara de verla.
– Soy policía. Me llamo Cristina Ferrera.
– Antes había un hombre. ¿Quién era?
– Era mi jefe, Javier Falcón. Es el inspector jefe de la brigada de homicidios.
– Pues no le va a faltar trabajo.
– Es un buen hombre -dijo Ferrera-. No es como los demás. Llegará al fondo del asunto.
– Todos sabemos quién ha sido, ¿no?
– Todavía no.
– Los marroquíes.
– Es demasiado pronto para decirlo.
– Pregunte por ahí. Todos lo hemos pensado. Desde el 11 de marzo los hemos visto entrar y lo hemos estado esperando.
– ¿Se refiere a entrar en la mezquita? ¿La mezquita del sótano?
– Eso es.
– No todos los que van a las mezquitas son marroquíes, ya lo sabe. Muchos españoles se han convertido al Islam.
– Trabajo en la construcción -dijo el hombre, sin interés por el enfoque equilibrado de Ferrera-. Construyo edificios como este. Edificios mucho mejores que este. Trabajo con acero.
– ¿En Sevilla?
– Sí, construyo apartamentos para profesionales jóvenes y ricos… o al menos eso es lo que me dicen.
La cabeza de Fernando estaba revuelta e intentaba enderezar los muebles. Sólo que, de vez en cuando, se daba cuenta de la vacuidad del mobiliario, y eso devolvía su mente al abismo de la pérdida y el dolor. Intentó hablar de su trabajo en la obra pero se le fue el hilo cuando de repente se puso a imaginarse a su mujer y a su hija cayendo entre el cemento y el acero. Quería salir de su cuerpo, de su mente, para ir… ¿adónde? ¿Dónde encontraría alivio su mente? El sonido de un helicóptero desvió el rumbo de sus pensamientos.
– ¿Usted tiene hijos? -le preguntó a Ferrera.
– Un chico y una chica -dijo ella.
– ¿Qué edad tienen?
– El chico, dieciséis. La chica catorce.
– Buenos chicos -dijo; era más una esperanza que una pregunta.
– Los dos pasan ahora por un momento difícil -dijo Ferrera-. Su padre murió hace tres años. No es fácil para ellos.
– Lo siento -dijo Fernando, deseando que la tragedia de ella ocultara un rato la suya-. ¿Cómo murió?
– Murió de un cáncer muy poco frecuente.
– Eso es duro para los niños. A esa edad necesitan un padre -comentó-. Les gusta poner a prueba a la madre para obtener seguridad con la que rebelarse contra el mundo. Eso es lo que Gloria me decía. Necesitan al padre para que les demuestre que no es tan fácil como creen.
– Puede que tenga razón.
– Gloria dice que soy un buen padre.
– Su esposa…
– Sí, mi esposa -dijo Fernando.
– ¿Puede hablarme de sus hijos?
No fue capaz. No tenía palabras. Le indicó lo que medían levantando palmos del suelo, señaló la ventana del edificio arrasado, y al final sacó el dibujo del bolsillo. Lo contaba todo: palitos y triángulos, un alto rectángulo con ventanas, un árbol verde y redondo y detrás un enorme sol naranja en un cielo azul.
Llegó una grúa colosal, precedida de un bulldozer, que despejó el trecho que quedaba entre el bloque destruido y la guardería. Dos camiones volquete maniobraron detrás de la grúa, y una excavadora comenzó a sacar escombros y a arrojarlos en el volquete. En la tierra despejada la grúa afianzó sus patas y un equipo de hombres con cascos amarillos comenzó a preparar la plataforma.