– Parece un poco inquieto, inspector -dijo Pérez, que tenía la costumbre de manifestar lo evidente, mientras que Falcón tenía la costumbre de no hacerle caso.
– Tenemos un cadáver, que podría resultar imposible de identificar -dijo Falcón, poniendo en orden sus pensamientos, y procurando darles a Pérez y Ferrera un punto de partida para su investigación-. ¿Cuánta gente creen que está implicada en este asesinato?
– Un mínimo de dos -dijo Ferrera.
– Matar, arrancar la cabellera, cercenar las manos, quemar la cara con ácido… sí, ¿por qué le cortaron las manos, cuando hubiera sido más fácil quemarle las yemas de los dedos con ácido?
– Las manos podían delatar algo importante -dijo Pérez.
Falcón y Ferrera intercambiaron una mirada.
– Sigue pensando, Emilio -dijo Falcón-. De todos modos, fue algo planeado y premeditado, y era importante que no se conociera su identidad. ¿Por qué?
– Porque la identidad del cadáver señalaría a los asesinos -dijo Pérez-. Casi todas las víctimas son asesinadas por gente que…
– ¿Y si no hubiera un vínculo evidente? -dijo Falcón.
– La identidad de la víctima, o conocer sus habilidades, podría poner en peligro una futura operación -dijo Ferrera.
– Bien. Ahora decidme cuánta gente creéis que hace falta para meter el cadáver en uno de esos contenedores -dijo Falcón-. A una persona normal le llegan a la altura del pecho, y toda la operación hay que hacerla en cuestión de segundos.
– Tres para manipular el cadáver y dos para vigilar -dijo Pérez.
– Si se volcara el contenedor hasta el borde del maletero de un coche lo podrían hacer dos hombres -dijo Ferrera-. Cualquier que a esa hora bajara por la calle Boteros estaría borracho y hablando a grito pelado. Haría falta un conductor. Tres como máximo.
– Tres o cinco, ¿qué os dice eso?
– Es una banda -dijo Pérez.
– ¿Y a qué se dedica?
– ¿Drogas? -comentó Pérez-. Cortarle las manos, quemarle la cara…
– Los traficantes de drogas no suelen meter a la gente dentro de un sudario y atarlos -dijo Falcón-. Más bien te pegan un tiro, y el cadáver no tenía ningún agujero de bala… ni siquiera herida de arma blanca.
– No parecía una ejecución -dijo Ferrera-, sino más bien una lamentable necesidad.
Falcón les dijo que volvieran a visitar los apartamentos que daban a los contenedores a primera hora de la mañana, antes de que la gente se fuera a trabajar. Debían aclarar si había algún plástico negro en alguno de ellos y si alguien había visto u oído el coche a eso de las tres de la mañana del domingo.
En el laboratorio, Felipe y Jorge habían apartado las mesas y extendido el plástico negro en el suelo. Los dos grandes contenedores de la calle Botero ya estaban en un rincón, precintados. Jorge miraba al microscopio mientras Felipe, con sus gafas de aumento hechas a medida, estaba a cuatro patas, encima del plástico.
– Hemos encontrado sangre que coincide con la de la víctima en el sudario y en el plástico negro. Mañana por la mañana veremos si el ADN también coincide -dijo Jorge-. Mi impresión es que lo colocaron boca abajo en el plástico para operarlo. -Le dio a Falcón las medidas entre un depósito de saliva y algunos depósitos de sangre y dos pelos púbicos, lo que determinaba aproximadamente la estatura de la víctima.
– También estamos analizando el ADN de todo esto -dijo.
– ¿Qué me dices del ácido de la cara?
– Se lo debieron echar en otra parte y lo aclararon. No hay ni rastro.
– ¿Alguna huella?
– No hay huellas digitales, sólo la huella de un pie en el cuadrante superior izquierdo -dijo Felipe-. Jorge ha comprobado que coincide con una zapatilla deportiva Nike, como las que llevan miles de personas.
– ¿Os dará tiempo a echar un vistazo a los contenedores esta noche?
– Les echaremos un vistazo, pero si estaba tan bien envuelto no hay muchas esperanzas de que encontremos sangre o saliva -dijo Felipe.
– ¿Habéis comprobado la lista de personas desaparecidas? -precintó Jorge.
– Ni siquiera sabemos aún si era español -dijo Falcón-. Mañana por la mañana me reuniré con el forense. Esperemos que tenga alguna señal característica.
– El vello púbico era negro -dijo Jorge, sonriendo-. Y el grupo sanguíneo era O positivo… ¿le sirve de ayuda?
– Seguid con vuestro brillante trabajo -dijo Falcón.
Seguía lloviendo, pero de una manera descorazonadoramente razonable después de desatada la locura del chaparrón inicial. Falcón se dedicó al papeleo con la mente en otra parte. Apartó la vista del ordenador y se quedó mirando el reflejo de su oficina en la ventana oscura. La luz fluorescente parpadeó. La lluvia tamborileaba contra el cristal como si un lunático deseara llamar su atención. Falcón se sorprendió de sí mismo. En el pasado había sido un investigador muy científico, siempre dispuesto a estudiar informes de autopsias y pruebas de la policía científica. Ahora sintonizaba con su intuición con más frecuencia. Intentó convencerse de que era una cuestión de experiencia, aunque a veces le pareciera más bien pereza. Le sobresaltó el zumbido del móviclass="underline" era un mensaje de su novia, Laura, invitándole a cenar. Miró la pantalla, y de manera inconsciente se encontró acariciándose el brazo que había rozado el cuerpo de Consuelo Jiménez a la entrada del café. Vaciló a la hora de coger el móvil para contestar. ¿Por qué, de repente, era todo mucho más complicado? No contestaría hasta llegar a casa.
El tráfico era lento por la lluvia. Por la radio las noticias comentaban el éxito de la Romería de la Virgen del Rocío, que se había celebrado ese día. Falcón cruzó el río y siguió a la serpiente metálica que se dirigía al norte. Mientras esperaba en los semáforos garabateó una nota sin pensar antes de coger la calle Reyes Católicos. Luego se metió en el laberinto de callejas hasta llegar a la enorme y laberíntica casa en la que vivía, y que había heredado seis años antes. Aparcó entre los naranjos que conducían a la entrada de la casa, en la calle Bailen, pero no salió. Volvía a luchar contra su desazón, y esta vez tenía que ver con Consuelo… con lo que había visto en su cara esa mañana. Los dos se habían sobresaltado, pero en los ojos de ella no sólo había visto sorpresa. También angustia.
Salió del coche, abrió la puerta más pequeña, incrustada en el portal de roble tachonado de latón, y cruzó hasta el patio, donde las losas de mármol aun relucían por la lluvia. Una luz parpadeante que le llegaba desde el otro lado de la puerta de cristal que conducía a su estudio le indicaba que tenía dos mensajes telefónicos. Una vez dentro apretó el botón y se quedó contemplando en la oscuridad, a través del claustro, el joven corredor de bronce de la fuente. La voz de su amigo marroquí, Yacoub Diouri, llenó la habitación. Saludaba a Javier en árabe y a continuación comenzaba a hablar en perfecto español. El próximo fin de semana su vuelo a París haría escala en Madrid, y se preguntaba si podrían verse. ¿Coincidencia o sincronía? La única razón por la que se vería con Yacoub Diouri, uno de los pocos hombres con los que mantenía una relación estrecha, era por Consuelo Jiménez. La intuición tenía oso, comenzabas a creer que todo significaba algo.
El segundo mensaje era de Laura, que seguía queriendo saber si iría a cenar; estarían los dos solos. Falcón sonrió ante la idea. Su relación con Laura no era exclusiva. Ella tenía otros compañeros a los que veía regularmente, y eso no le había molestado… hasta aquel momento, en que, sin razón aparente, la cosa era diferente. Comer paella y pasar la noche con Laura de repente le pareció ridículo.