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Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 05:30 horas
Manuela Falcón estaba en la cama, pero no dormía. Eran las 5:30 de la mañana. Tenía encendida la lámpara de la mesilla; sentada con las rodillas levantadas, hojeaba el Vogue sin leerlo, ni siquiera miraba las fotos. Tenía demasiadas cosas en qué pensar: su cartera de propiedades, el dinero que debía a los bancos, las cuotas de la hipoteca, las rentas que ya no ingresaba, las dos compraventas que debía firmar aquella mañana, que convertirían su capital en hermoso dinero contante y sonante.
– Por amor de Dios, relájate -le dijo Ángel, que acababa de despertarse a su lado, aún adormilado y con una leve resaca provocada por el coñac-. ¿Por qué estás tan preocupada?
– No me puedo creer que me hagas esa pregunta -dijo Manuela-. Esta mañana son las firmas.
Ángel Zarrías parpadeó sobre su almohadón. Lo había olvidado.
– Mira, cariño -dijo dándose la vuelta-, sabes que no pasa nada, aunque pienses en ello constantemente. Sólo pasa…
– Sí, lo sé, Ángel, sólo pasa cuando pasa. Pero incluso tú eres capaz de comprender que antes de que pase existe cierta incertidumbre.
– Pero si no duermes y le das vueltas y más vueltas sin parar el resultado acaba siendo el mismo, así que es mejor que lo olvides. Si ocurre, ya te enfrentarás al horror, pero no te tortures imaginando que podría ocurrir.
Manuela siguió pasando las páginas del Vogue aún con más rabia, pero se sintió mejor. Ángel era capaz de hacerla sentir mejor. Era mayor que ella. Tenía autoridad. Tenía experiencia.
– A ti te da igual -dijo en voz baja-, no le debes seiscientos mil euros al banco.
– Tampoco tengo propiedades que valen dos millones de euros.
– Poseo una propiedad que vale un millón ochocientos mil euros. Le debo seiscientos mil al banco. Los honorarios del abogado son… Olvídalo. No hablemos de números. Me ponen enferma. Nada vale nada hasta que se vende.
– Que es lo que estás a punto de hacer -dijo Ángel con su voz más sólida de cemento armado.
– Puede pasar cualquier cosa -dijo Manuela, pasando una página con tanta rabia que la rompió.
– Pero no suele pasar.
– El mercado está inquieto.
– Y por eso vendes. Nadie se va a echar atrás en las próximas ocho horas -dijo Ángel, incorporándose con esfuerzo en la cama-. Cualquiera mataría por estar en tu lugar.
– ¿Con dos propiedades vacías, que no dan renta y pagando cuatro mil al mes?
– Bueno, está claro que lo veo desde la perspectiva más ventajosa.
A Manuela eso le gustaba. Por mucho que lo intentaba, no conseguía que Ángel participara en su catálogo de horrores imaginados. Tenía tal autoridad que la hacía sentirse como una niña. Manuela todavía no había llegado al punto de reconocer que aquella relación satisfacía todas sus necesidades. Todo lo que sabía era que Ángel era para ella un fabuloso consuelo.
– Relájate -dijo Ángel, atrayéndola hacia sí y besándola en la cabeza.
– ¿No sería estupendo poder comprimir el tiempo y que ahora fuera ya mañana por la noche -dijo ella, arrimándose a él-, con el dinero en el banco y el verano por delante?
– Mañana por la noche lo celebraremos cenando en el restaurante de Salvador Rojo.
– Eso mismo estaba pensando -dijo ella-, pero soy demasiado supersticiosa y no me atreví a reservar mesa. Podemos decirle a Javier que venga. Que se traiga a Laura, así tendrás alguien con quien coquetear.
– Muy considerado de tu parte -dijo él, volviendo a besarla en la cabeza.
Cuando Ángel y Manuela se conocieron parecía que lo único que los mantenía unidos era su batalla legal contra el derecho de Falcón a heredar la casa en la que vivía. Se conocieron en el bufete del abogado, donde Ángel había ido por cuestiones de la herencia de su difunta esposa. En cuanto se estrecharon la mano ella sintió que se le formaba un gran hueco en la boca del estómago, y ningún hombre le había provocado jamás esa sensación. Al salir del bufete se fueron a tomar una copa, y Manuela, que jamás se había fijado en los hombres mayores, pues sólo tenía ojos para los «chicos», inmediatamente comprendió qué le pasaba. Los hombres mayores te cuidaban. No tenías que cuidarlos tú.
Cuantas más cosas sabía de Ángel más le gustaba. Era un hombre encantador, un político comprometido (a veces un pelín demasiado comprometido), de derechas, conservador, católico, amante de los toros, y de una familia de toda la vida. En política había conseguido que facciones fanáticamente contrarias llegaran a acuerdos porque ningún partido deseaba enemistarse con él. Había sido «alguien» en el Partido Popular de Andalucía, pero lo había abandonado furioso ante la imposibilidad de conseguir que nada cambiara. Hacía poco que se había unido, en calidad de relaciones públicas, a un partido de derechas más pequeño llamado Fuerza Andalucía, que dirigía un viejo amigo suyo, Eduardo Rivero. Tenía una columna política en el ABC, y también era un comentarista taurino muy respetado. Con todos esos talentos a su disposición no había tardado mucho en conseguir que Javier y Manuela se reconciliaran.
– Toda la energía que se gasta en los tribunales en casos como el tuyo es energía negativa -le había dicho Ángel-. Esa energía negativa domina tu vida, y lastra todo lo demás. La única manera de que tu vida vuelva a funcionar es aportarle de nuevo energía positiva.
– ¿Y cómo lo hago? -le había preguntado ella, contemplando con sus ojazos pardos esa enorme fuente de energía positiva que tenía delante.
– Las demandas judiciales agotan recursos, y no sólo los financieros, también los físicos y emocionales. De modo que has de ser productiva -dijo Ángel-. ¿Qué quieres de la vida en este momento?
– ¡Esa casa! -dijo ella, a pesar de que por entonces ya estaba bastante colada por Ángel.
– Es tuya, Javier te la ha ofrecido.
– Está el pequeño detalle del millón de euros…
– Pero no te ha dicho que no pueda ser tuya -dijo Ángel-. Es mucho más productivo ganar dinero para poder comprar algo que quieres que tirarlo en abogados inútiles.
– Este no es un inútil -dijo ella, y perdió fuelle.
Manuela había acumulado miles de razones en contra de la lógica asombrosamente simple de Ángel, pero casi todas ellas eran producto de su lamentable estado emocional, algo que no quería revelarle. Así que le hizo caso, y a principios de 2003 vendió su consulta veterinaria, pidió un crédito con el aval de la propiedad que había heredado en El Puerto de Santa María y lo invirtió en el floreciente mercado inmobiliario sevillano. Después de tres años de comprar, restaurar y vender ya se había olvidado de la casa de Javier, de la demanda judicial y de ese vacío que sentía en la boca del estómago. Ahora vivía con Ángel en un ático que daba a la majestuosa plaza del Cristo de Burgos, bordeada de árboles, en el centro del casco antiguo, y su vida era plena y aún tenía visos de mejorar.
– ¿Cómo te ha ido esta noche? -preguntó Manuela-. Parece que le disteis al coñac.
– ¡Agh! -dijo Ángel, contrayendo la cara por un retortijón.
– Esta mañana nada de fumar hasta después del café.
– A lo mejor mi aliento se podría convertir en algún tipo de energía renovable barata -dijo Ángel, frotándose un ojo-. De hecho, se podría hacer con el aliento de todo el mundo, porque lo único que hacemos es expulsar un aliento caliente y alcohólico.
– ¿Acaso el maestro de la energía positiva empieza a estar un poco aburrido de sus compinches?
– Aburrido no. Son mis amigos -dijo Ángel, encogiéndose de hombros-. Una de las ventajas de la edad es que podemos seguir contándonos las mismas historias una y otra vez y todavía nos reímos.
– La edad es un estado de ánimo, y tú aún eres joven -dijo Manuela-. A lo mejor deberías volver a dedicarte al aspecto comercial de tu negocio de relaciones públicas. Olvídate de la política y de todos estos memos presuntuosos.