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Pero la reunión del consejo no podía tomarse en broma, se dijo Lain. La persona que presentara el caso de la necesidad inmediata y rigurosa de la conservación de los brakkas, necesitaría toda su elocuencia y fuerza, tendría que ordenar todos los argumentos y presentarlos junto con la indiscutible autoridad de las estadísticas relacionadas. Su posición sería contemplada en general con desagrado y atraería especialmente la hostilidad del príncipe Chakkell y del salvaje Leddravohr.

Si Glo se veía incapaz de estudiar a fondo el resumen en el tiempo que faltaba hasta la reunión, llamaría a un delegado para que hablase en su nombre. La sola idea de tener que enfrentarse a Chakkell o a Leddravohr, incluso verbalmente, producía en Lain un pánico helado que amenazaba con afectar a su vejiga. La superficie del vino reflejaba ahora una serie de círculos concéntricos.

Lain dejó el vaso y empezó a respirar profunda y regularmente, esperando que cesase el temblor de sus manos.

Capítulo 4

Toller Maraquine despertó con la sensación agradable y a la vez perturbadora de no estar sólo en la cama.

A su izquierda yacía el cuerpo caliente de una mujer, con un brazo descansando sobre su estómago y una pierna extendida sobre las de él. La sensación resultaba agradable por lo poco habitual. Permaneció quieto, mirando al techo, e intentando recordar las circunstancias exactas que habían traído a aquella compañía femenina a su austero apartamento de la Casa Cuadrada.

Celebró su vuelta a la capital recorriendo las tabernas del barrio de Samlue. La ronda comenzó a primeras horas del día anterior y la intención era prolongarla hasta el final de la noche breve, pero la cerveza y el vino habían ido ejerciendo su poder de persuasión y los conocidos que fue encontrando empezaron a parecerle amigos entrañables. Continuó bebiendo todo el postdía hasta la noche, tratando de olvidar el olor de los crisoles de pikon, advirtiendo al final, entre todo el bullicio, la proximidad siempre de la misma mujer, lo que difícilmente parecía casual.

Era alta, de cabello leonado, con grandes pechos y caderas y hombros anchos; el tipo de mujer con que Toller había soñado durante todo su exilio en Haffanger. Masticaba provocativamente un tallo de doncellamiga. Recordaba bien su cara, redonda, despejada y sencilla, y un color rojo subido en sus mejillas. Su dentadura blanca al sonreír, sólo tenía la imperfección de un incisivo partido. Resultaba fácil hablar con ella, reírse con ella, y a Toller le pareció lo más natural del mundo pasar la noche con ella…

— Estoy hambrienta — dijo de repente, incorporándose para sentarse junto a él —. Quiero desayunar.

Toller echó una ojeada a su espléndido torso y sonrió.

— ¿Y si yo quisiera antes algo más?

Ella pareció decepcionada, pero sólo por un instante, después recobró la sonrisa y se acercó a él.

— Si no tienes cuidado, puedo hacer que te mueras.

— Por favor, inténtalo — dijo Toller, riéndose complacido, arrastrándola hacia él.

Un agradable calor inundó su mente y su cuerpo al besarla, pero de repente le asaltó la idea de que algo no iba bien, una sutil sensación de inquietud. Al abrir los ojos reconoció la causa de ello; la claridad de su habitación indicaba que había amanecido hacía ya un rato. Era la mañana del día doscientos y había prometido a su hermano que se levantaría con las primeras luces para ayudarle a llevar algunos planos y caballetes al Palacio Principal. Era una tarea simple que cualquiera podría haber realizado, pero Lain parecía tener mucho interés en que lo hiciese él, posiblemente para no dejarlo solo en la casa con Gesalla mientras se desarrollaba la reunión del consejo.

¡Gesalla!

Toller casi dejó escapar su nombre en voz alta al recordar que ni siquiera la había visto cl día anterior. Llegó de Haffanger a primera hora de la mañana y, tras una breve entrevista con su hermano, en la que Lain se había mostrado preocupado por esos planos, se marchó para empezar su juerga desenfrenada. Gesalla, como esposa única de Lain, era la señora de la casa y Toller debía haber presentado sus respetos formalmente ante ella en la cena. Otra mujer habría perdonado su descuidado comportamiento, pero era probable que la quisquillosa e intolerante Gesalla estuviera furiosa. En el vuelo de vuelta hacia Ro-Atabri, Toller se prometió a sí mismo que, para evitar tensiones en casa de su hermano, trataría de no contradecir a Gesalla en nada. Pero ya en el primer día había faltado a su promesa al no presentarse ante ella. El movimiento de la mujer a su lado le recordó de repente que sus infracciones del protocolo eran mayores de lo que creía Gesalla.

— Lo siento — dijo liberándose del abrazo —, pero tendrás que irte ahora.

La mujer abrió la boca, desconcertada.

— ¿Qué?

— ¡Vamos, date prisa!

Toller se levantó, recogió las ropas esparcidas y las depositó como un fardo sobre sus brazos. Abrió un armario y comenzó a seleccionar ropa limpia para él.

— Pero ¿qué pasa con mi desayuno?

— No hay tiempo, tengo que sacarte de aquí.

— Es sencillamente fantástico — dijo ella con ironía, comenzando a desenredar las ataduras y retazos de la tela casi transparente que constituía su único atuendo.

— Te dije que lo siento — añadió Toller forcejeando con los calzones que parecían resistirse a que entrase en ellos.

— Esto si que es bueno… — Se detuvo unos instantes mientras se ponía la falda y escrutaba la habitación de arriba abajo —. ¿Estás seguro de que vives aquí?

A Toller le hizo gracia a pesar del nerviosismo.

— ¿Crees que elegí una casa al azar y me colé adentro para usar una cama?

— Anoche me pareció un poco extraño… viniendo en el carruaje hacia aquí… tan silencioso… Esto es Monteverde, ¿verdad?

Su mirada claramente suspicaz recorría ahora los fuertes músculos de los hombros y brazos de Toller. Él se imaginó hacia dónde se dirigían las sospechas de la mujer, que por otra parte no mostraba ningún signo de reproche en su rostro. Decidió no tomar en cuenta la pregunta.

— Hace una mañana preciosa para caminar — dijo levantándola y llevándola hacia la única salida de la habitación, aunque todavía estaba a medio vestir. Abrió la puerta en el instante preciso para toparse con Gesalla Maraquine, que pasaba por el corredor. Gesalla estaba pálida y parecía enferma, más delgada que cuando la vio por última vez, pero la mirada de sus ojos grises no había perdido su fuerza, y era evidente que estaba furiosa.

— Buen postdía — dijo, con una gélida corrección —. Me dijeron que habías vuelto.

— Disculpa lo de anoche — dijo Toller —. Me… me retrasé.

— Obviamente. — Gesalla dirigió una mirada distante a su compañera —. ¿Bien?

— ¿Bien qué?

— ¿Vas a presentarme a tu… amiga?

Toller maldijo interiormente al darse cuenta de que ya no existía la menor esperanza de salir airoso de la situación. Aun contando con que se encontraba bañado en un mar de vino cuando conoció a su compañera de cama, ¿cómo podía haber olvidado la norma básica de preguntarle su nombre? Gesalla era la última persona en el mundo a quien pudiera explicar su estado de la noche anterior y por eso no tenía ningún sentido intentar aplacarla. Lo siento, querido hermano, pensó. No lo planeé así…

— Esta mujer glacial es mi cuñada, Gesalla Maraquine — dijo, rodeando con un brazo los hombros de su compañera y besándola en la frente —. A ella le gustaría saber tu nombre y, teniendo en cuenta el deporte que hemos practicado esta noche, a mí también.