Sisstt aflojó la mandíbula y sus ojos se estrecharon, al tiempo que intentaba deducir si el comentario se refería a su estatura o a sus facultades.
— Eso es una insolencia — le recriminó —. Una insolencia y una insubordinación, y haré que llegue a oídos de ciertas personas.
— Deje de gimotear — dijo Toller, dándose la vuelta.
Bajó corriendo la suave pendiente de la playa hasta donde un grupo de trabajadores se había reunido para ayudar al aterrizaje. Las múltiples anclas de la nave surcaron la espuma y subieron sobre la arena, dejando su rastro oscuro que contrastaba con la blanca superficie. Los hombres asieron las cuerdas, intentando con su peso contrarrestar los caprichosos intentos de la nave de alzarse con las corrientes. Toller podía ver al capitán inclinado sobre la baranda delantera de la barquilla dirigiendo las operaciones — Parecía que en la nave había cierta confusión y varios hombres de la tripulación forcejeaban entre sí. Posiblemente alguien, que había tenido la mala fortuna de encontrarse con un ptertha demasiado cerca, habría enloquecido, como a veces ocurría, y estaría siendo reducido a la fuerza por sus compañeros.
Toller avanzó, agarró un cabo suelto y lo mantuvo tenso, ayudando a dirigir la nave hacia las estacas de amarre que bordeaban la costa. Al final, la quilla de la barquilla crujió contra la arena y los hombres de camisas amarillentas saltaron por el costado para asegurarla. Estaba claro que la proximidad del peligro los había desconcertado. Sudaban copiosamente mientras apartaban a los trabajadores del pikon con excesiva fuerza, y empezaban a amarrar la nave. Toller comprendía sus sentimientos y sonrió con simpatía al ofrecer su cuerda a un tripulante que se acercaba; un hombre de hombros caídos con la piel de color terroso.
— ¿Por qué sonríe, comemierda? — gruñó el hombre alcanzando la soga.
Toller tiró de la cuerda y, con el mismo movimiento, formó un lazo, apresando el pulgar del tripulante.
— ¡Discúlpese!
— ¿Pero qué…?
El tripulante hizo ademán de atacar a Toller con su brazo libre, y sus ojos se abrieron con asombro al descubrir que no se enfrentaba a un técnico científico normal. Volvió la cabeza para pedir ayuda a otros hombres de la tripulación, pero Toller lo atrajo hacia sí tirando bruscamente de la cuerda.
— Esto es algo entre usted y yo — dijo tranquilamente, incrementando la fuerza de su brazo para tensar la cuerda —. ¿Va a disculparse o prefiere que convierta su pulgar en un desecho?
— Se arrepentirá de esto… — Su voz se apagó y se derrumbó jadeante, con el rostro empalidecido, cuando una articulación de su pulgar crujió sonoramente —. Pido disculpas. ¡Suélteme! Pido disculpas.
— Eso está mejor — dijo Toller, soltando la cuerda —. Ahora podemos ser amigos.
Sonrió con cordialidad burlona, sin dar señales del desaliento que sentía crecer en su interior. ¡De nuevo había ocurrido! La respuesta más sensata a un insulto era ignorarlo o responder amablemente, pero su temperamento se había apoderado de su cuerpo en un instante, colocándolo a la altura de un ser primitivo gobernado por sus impulsos. El enfrentamiento con el tripulante no había sido una decisión consciente y, sin embargo, habría estado dispuesto a lisiarlo si la disculpa no hubiera llegado. Y lo que aún era peor, se sabía incapaz de echarse atrás. El trivial incidente podía haberse transformado en algo muy peligroso para todos.
— ¡Amigos! — farfulló el tripulante, apretándose la mano lastimada contra el estómago, con el rostro contraído por el dolor y el odio —. En cuanto pueda volver a coger una espada…
Interrumpió su amenaza cuando un hombre barbudo, con un chaleco bordado de capitán, se dirigió a grandes pasos hacia él. El capitán, de unos cuarenta años, respiraba ruidosamente y el tejido de color azafrán de su chaleco presentaba unas húmedas manchas marrones bajo las axilas.
— ¿Qué le pasa, Kaprin? — dijo, mirando con enojo al tripulante.
Los ojos de Kaprin parpadearon funestamente señalando a Toller, después inclinó la cabeza.
— Me enganché un dedo en la cuerda, señor. Me he dislocado el pulgar, señor.
— Trabaje el doble con la otra mano — dijo el capitán, despidiéndolo con un gesto y volviéndose hacia Toller —. Soy el capitán Hlawnvert. Usted no es Sisstt. ¿Dónde está él?
— Allí.
Toller señaló al jefe de la estación, que avanzaba torpemente por la ladera de la playa, llevando una túnica gris que se confundía con las rocas.
— Así que ese loco es el responsable.
— ¿Responsable de qué? — dijo Toller frunciendo el ceño.
— De cegarme con el humo de esas malditas calderas — respondió Hlawnvert, reflejando su enojo y desprecio y recorriendo con la mirada todo el conjunto de crisoles de pikon y las columnas de vapor que ascendían hacia el cielo —. Me han dicho que aquí están intentando fabricar cristales de energía. ¿Es verdad o es un chiste?
Toller, que apenas había recobrado la calma tras el incidente potencialmente desastroso, se sintió molesto por el tono de Hlawnvert. Lo que más lamentaba en su vida era haber nacido en una familia de filósofos en vez de en una casta militar, y pasaba gran parte de su tiempo burlándose de su situación, pero le disgustaba que los forasteros lo hicieran. Observó al capitán fríamente durante unos segundos, alargando la pausa hasta casi convertirla en una clara falta de respeto, después habló como si se dirigiese a un niño.
— Nadie puede fabricar cristales — dijo —. Sólo puede hacerse que se formen; si la disolución es lo bastante pura.
— Entonces, ¿para qué todo esto?
— Hay buenos depósitos de pikon en esta zona. Estamos extrayéndolo del suelo y tratando de encontrar una forma de refinarlos hasta lograr la pureza suficiente para que la reacción se produzca.
— Una pérdida de tiempo — dijo Hlawnvert con repentina seguridad, abandonando el tema y volviéndose hacia Vorndal Sisstt.
— Buen antedía, capitán — dijo Sisstt —. Me alegro de que haya aterrizado sin problemas. Di órdenes para que sacaran de inmediato las pantallas anti — ptertha s.
Hlawnvert negó con la cabeza.
— No son necesarias. Además, ya ha logrado hacer bastante daño.
— Yo… — Los ojos azules de Sisstt parpadearon con ansiedad —. No le entiendo, capitán.
— Esa niebla y esos humos pestilentes que están arrojando al cielo enmascaran la nube natural. Habrá muertos en mi tripulación; y le acuso de ser personalmente responsable.
— Pero… — Sisstt miró con indignación a la línea de acantilados que se perdía en la lejanía, desde la cual, en una distancia que abarcaba muchos kilómetros, jirones tras jirones de nubes serpenteaban hacia el mar —. Pero esa clase de nubes es característica de toda esta costa. No entiendo por qué tiene que culparme…
— ¡Silencio! — Hlawnvert asió con una mano su espada, dio un paso al frente y empujó con la palma de la otra mano el pecho de Sisstt, haciéndole caer despatarrado —. ¿Está poniendo en duda mi capacidad? ¿Insinúa que he sido negligente?
— Claro que no. — Sisstt se levantó gateando y se sacudió la arena de la ropa —. Perdone, capitán. Ahora que llama usted mi atención sobre el tema, me doy cuenta de que el vapor de nuestras calderas puede ser peligroso para las tripulaciones en ciertas circunstancias.
— Debería instalar balizas de alerta.
— Inmediatamente dispondré que lo hagan — dijo Sisstt —. Hace tiempo que debería habérsenos ocurrido.
Toller, que presenciaba la escena, sintió en su rostro un calor hormigueante. El capitán Hlawnvert era corpulento, cosa habitual en los círculos militares, pero también fofo y obeso, e incluso alguien de la talla de Sissu hubiera podido derribarlo con la ayuda de unos músculos rápidos y fortalecidos por la rabia. Además, Hlawnvert había sido incompetente hasta la criminalidad dirigiendo la aeronave, hecho que intentaba ocultar con sus fanfarronerías; por tanto, un ataque contra él quedaría justificado ante un tribunal. Pero nada de eso le importaba a Sisstt. De acuerdo con su carácter, el jefe de la estación se inclinaba servilmente sobre la misma mano que lo había injuriado. Más tarde, se excusaría de su actitud cobarde con bromas e intentaría compensarla maltratando a sus subordinados más jóvenes.