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Al llegar a la casa de múltiples gabletes, la mente de Toller estaba ya cansada de cavilaciones y empezó a ser consciente de su sensación de hambre. No había desayunado y, además, apenas había comido nada el día anterior. Ahora notaba un vacío feroz en el estómago. Amarró el cuernoazul en el recinto y, sin descargarlo, se dirigió a la casa, con la intención de ir directamente a la cocina.

Por segunda vez aquella mañana, se encontró sin esperarlo ante Gesalla, que atravesaba el vestíbulo de entrada hacia el salón del lado oeste. Se volvió hacia él, deslumbrada por la luz que entraba por la arcada y sonrió. Pero la sonrisa sólo le duró unos segundos, hasta que lo reconoció. Pero a Toller le produjo una extraña impresión. Le pareció que veía a Gesalla por primera vez, como una figura divina de ojos brillantes, y en ese momento tuvo una inexplicable y dolorosa sensación de despilfarro, no de posesiones materiales sino de todas las posibilidades que ofrecía la vida. La sensación se marchó con la misma rapidez con que había llegado, pero lo dejó triste.

— Ah, eres tú — dijo Gesalla con frialdad —. Creí que eras Lain.

Toller sonrió, preguntándose si sería capaz de empezar una relación nueva y más constructiva con Gesalla.

— Un engaño de la luz.

— ¿Por qué vuelves tan pronto?

— Eh… la reunión no fue como se planeó. Surgieron algunos problemas. Lain te lo contará todo; viene hacia aquí.

Gesalla inclinó la cabeza para apartarse de la luz.

— ¿Por qué no me lo cuentas tú? ¿Tuvo algo que ver contigo?

— ¿Conmigo?

— Sí. Le aconsejé a Lain que no te permitiera acercarte al palacio.

— Bueno, quizás está empezando a cansarse tanto como yo de ti y de tus consejos interminables. — Toller intentó callarse, pero la fiebre de las palabras se había adueñado de él —. Quizás empieza a arrepentirse de tener por esposa una rama estéril en vez de una mujer auténtica.

— Gracias; transmitiré a Lain todos tus comentarios. — Los labios de Gesalla esbozaron una débil sonrisa, que demostraba que no estaba herida, sino más bien satisfecha por haber logrado provocar la respuesta violenta que podría justificar que Toller fuese expulsado de la Casa Cuadrada —. ¿Debo pensar que la encarnación de una mujer auténtica es la puta que espera ahora en tu cama?

— Puedes pensar… — Toller frunció el ceño, intentando disimular que había olvidado completamente a su compañera de la noche anterior —. Refrena tu lengua. Felise no es una puta.

Los ojos de Gesalla adquirieron un brillo chispeante.

— Su nombre es Fera.

— Felise o Fera, no es una puta.

— No voy a discutir definiciones contigo — dijo Gesalla, ahora con un tono más frío y exasperado —. El cocinero me dijo que diste instrucciones para que se sirviese a tu… invitada toda la comida que desease. Y si lo que ha consumido este antedía es su norma habitual, tienes suerte de no tener que mantenerla como esposa.

— ¡Pues voy a hacerlo! — Toller vio la ocasión de devolver el ataque verbal y contestó automáticamente, sin tener en cuenta las consecuencias —. Esta mañana, antes de salir, intenté decirte que he otorgado a Fera la condición de esposa de grado. Supongo que pronto podrás disfrutar de su compañía en la casa y entonces todos podremos ser amigos. Ahora, si me excusas…

Sonrió, saboreando la conmoción e incredulidad que se reflejaba en el rostro de Gesalla, después se giró y se dirigió hacia la escalera principal, procurando esconder su propia perplejidad por el efecto que unos segundos de furia podían producir en el curso de su vida. La última cosa que deseaba era la responsabilidad de una mujer, incluso de cuarto grado, y sólo le quedaba esperar que Fera rehusase la oferta que ahora se veía obligado a hacerle.

Capítulo 5

El general Risdel Dalacott se despertó con las primeras luces y, siguiendo la rutina que raramente había variado en los sesenta y ocho años de su vida, se levantó de la cama de inmediato.

Dio varias vueltas por la habitación, adquiriendo un paso más firme al ir desapareciendo poco a poco el dolor y la rigidez de su pierna derecha. Habían pasado casi treinta años desde el postdía, en la primera campaña de Sorka, en que una pesada lanza merriliana había destrozado el hueso de su muslo por encima de la rodilla. La lesión, desde entonces, le molestaba de vez en cuando, y los periodos en que se hallaba libre de dolores eran cada vez más cortos y menos frecuentes.

En cuanto consideró suficiente el ejercicio para su pierna, fue al cuarto de aseo contiguo y tiró de la palanca de brakka esmaltada situada en una pared. El agua que le roció desde los orificios del techo estaba caliente; lo que le recordó que no se hallaba en sus espartanos cuarteles de Trompha. Rechazando un irracional sentimiento de culpabilidad, se dispuso a disfrutar al máximo del calor que penetraba y confortaba sus músculos.

Después de secarse, se detuvo ante el espejo de pared, que estaba hecho con dos capas de vidrio transparente con índices de refracción enormemente distintos, y examinó su figura. Aunque la edad había producido un inevitable efecto en su cuerpo, fuerte en otros tiempos, la disciplina austera de su forma de vida había evitado la degeneración de la obesidad. Su rostro alargado y reflexivo estaba marcado con profundas arrugas, pero las pocas canas que habían crecido entre sus cortos cabellos rubios apenas se distinguían, y en conjunto su aspecto era el de una persona sana y fuerte.

Todavía útil pensó. Pero sólo por un año más. Ya he servido demasiado al ejército.

Mientras se vestía con sus ropas informales de color azul, pensó en el día que empezaba. Era el cumpleaños de su nieto, Hallie, y como parte del ritual que había de demostrar su preparación para entrar en la academia militar, el chico estaba obligado a enfrentarse solo a los pterthas. Era una ocasión importante y Dalacott recordaba claramente el orgullo que sintió al observar a su propio hijo, Oderan, pasar la misma prueba. La subsiguiente carrera militar de Oderan había sido interrumpida por la muerte cuando tenía treinta y tres años, a causa del accidente de una aeronave en Yalrofac, y ahora Dalacott tenía la dolorosa obligación de representarlo en las ceremonias de aquel día. Terminó de vestirse, salió del dormitorio y bajó las escaleras hasta el comedor, donde, a pesar de que era temprano, encontró a Conna Dalacott sentada ante una mesa redonda. Era una mujer alta, de expresión franca en el rostro, cuyas maneras habían adquirido la seguridad de la primera madurez.

— Buen antedía, Conna — dijo, advirtiendo que estaba sola —. ¿Duerme todavía el joven Hallie?

— ¿El día de su duodécimo cumpleaños? — Señaló con la cabeza hacia el jardín amurallado, parte del cual se veía desde el ventanal que iba del suelo al techo —. Está ahí fuera, practicando. Ni siquiera ha desayunado.

— Es un gran día para él. Para todos nosotros.

— Sí. — Algo en el timbre de la voz de Conna le dijo a Dalacott que ésta estaba preocupada —. Un día maravilloso.

— Sé que te inquieta — le dijo amablemente —, pero Oderan habría querido que hiciésemos todo lo posible por el bien de Hallie.

Conna le devolvió una sonrisa serena.

— ¿Sigues desayunando sólo cereales? ¿No puedo tentarte con un poco de pescado? ¿Salchichas? ¿Bizcocho relleno?

— He vivido muchos años siguiendo la dieta de los soldados — replicó, acordando tácitamente limitarse a una corta conversación.

Conna había mantenido la casa y dirigido su propia vida con bastante habilidad sin ayuda durante diez años, desde la muerte de Oderan, y sería presuntuoso darle consejos a aquellas alturas.