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— Muy bien — dijo ella, empezando a servirle de una de las fuentes que había sobre la mesa —, pero en el banquete de la noche breve no habrá menú militar.

— ¡De acuerdo!

Mientras comía los cereales, intercambió algunos comentarios intrascendentes con su nuera, pero la efervescencia de sus recuerdos no había disminuido y, como le ocurría con frecuencia últimamente, los pensamientos sobre el hijo que había perdido evocaron otros sobre el hijo que nunca había reconocido. Mirando hacia atrás en su vida, una vez más, debía considerar los caminos en los cuales los momentos cruciales eran difícilmente reconocibles como tales, en los que lo insignificante podía conducir a lo trascendental.

Si no hubiera estado desprevenido durante aquella escaramuza sin importancia en Sorka hacía tantos años, no habría sido herido en la pierna. La lesión le había obligado a una larga convalecencia en la tranquila provincia de Redant; y fue allí donde, mientras caminaba junto al río Bes-Undar, casualmente se encontró con el objeto natural más extraño que nunca había visto, aquel que llevaba a cualquier sitio que fuese. Hacía un año que el objeto estaba en su poder, cuando en una visita casual a la capital, tuvo el impulso de llevarlo al departamento científico de Monteverde para ver si podían explicarle sus extrañas propiedades.

No le sirvió para averiguar nada sobre el objeto, pero sí encontró algo importante para él.

Como militar de carrera, había tomado una esposa única casi como un deber de su condición, para que le proporcionara un heredero y atendiera sus necesidades entre las campañas. Su relación con Toriane había sido agradable, apacible e incluso cálida; y él la consideraba satisfactoria, hasta el día en que al llegar a la Casa Cuadrada vio a Aytha Maraquine. Su encuentro con la joven y esbelta mujer había sido como una mezcla de verde y púrpura, una violenta explosión de pasión y éxtasis y, al final, un intenso dolor que no hubiera creído posible…

— El carruaje está aquí, abuelo — gritó Hallie, golpeando el ventanal alargado —. Podemos ir a la colina.

— Ya voy.

Dalacott hizo un gesto con la mano hacia el chico de rubios cabellos que excitado se movía de un lado a otro en el patio. Hallie era alto y robusto, perfectamente capaz de manejar los garrotes anti-ptertha que llevaba en su cinturón.

— Aún no has acabado tus cereales — le dijo Conna cuando se levantó, con un tono práctico que no disimulaba del todo su emoción interior.

— No hay ninguna razón para que te preocupes — dijo él —. Un ptertha en terreno descubierto a la luz del día no representa ninguna amenaza. Será un juego de niños; y, en cualquier caso, yo estaré junto a Hallie todo el tiempo.

— Gracias.

Conna permaneció sentada, mirando hacia su comida intacta, hasta que Dalacott abandonó la habitación.

Éste salió al jardín que, como era habitual en las zonas rurales, tenía muros altos sobre los que se alzaban las pantallas anti-ptertha que se cerraban por encima de noche y cuando había niebla. Hallie fue corriendo hacia él, reproduciendo la imagen de su padre a su misma edad, y le cogió la mano. Caminaron hasta el carruaje, en donde aguardaban tres hombres, amigos de la familia, que se precisaban como testigos para la mayoría de edad del niño. Dalacott, que había reencontrado a sus conocidos la noche anterior, intercambió saludos con ellos cuando él y Hallie ocuparon sus puestos en los asientos dentro del gran coche. El cochero hizo crepitar su látigo sobre el grupo de cuatro cuernoazules y el vehículo empezó a moverse.

— ¡Ajá! ¿Tenemos aquí a un experto guerrero de las campañas? — dijo Gehate, un comerciante retirado, inclinándose hacia delante para examinar un garrote anti — ptertha en forma de Y, que se encontraba entre los típicos garrotes cruciformes de Kolkorron que constituían las armas de Hallie.

— Es ballinniano — dijo Hallie orgullosamente, acariciando la madera pulida y decorada del arma, que Dalacott le había regalado el año anterior —. Vuela más lejos que los otros. Es eficaz en treinta metros. Los gethanos también los usan. Los gethanos y los cissorianos.

Dalacott dedicó una sonrisa indulgente a la exhibición de los conocimientos que había enseñado al muchacho. El lanzamiento de garrotes de una forma o de otra se venía practicando desde la antigüedad por casi todas las naciones de Land como defensa contra los pterthas, y había sido adoptado por su eficacia. Las enigmáticas burbujas explotaban como pompas de jabón cuando se encontraban dentro del radio en que podían matar a un hombre, pero, antes de eso, mostraban un sorprendente grado de elasticidad. Una bala, una flecha o incluso una lanza, podía atravesar un ptertha sin causarle ningún daño; la burbuja sólo vibraría momentáneamente y repararía las perforaciones con su piel transparente. Se precisaba un arma arrojadiza rotatoria y contundente que destruyese la estructura del ptertha y dispersase su polvo tóxico en el aire.

Las hondas funcionaban bien para matar a los pterthas, pero eran difíciles de manejar y presentaban el inconveniente de ser demasiado pesadas para transportarlas en grandes cantidades, mientras que un palo arrojadizo de múltiples hojas era plano y comparativamente más ligero y fácil de manejar. Dalacott se preguntaba cómo los hombres de las tribus más primitivas habían aprendido que proporcionando a cada hoja un borde redondeado y otro afilado, el arma se aguantaba sola en el aire como un pájaro, volando mucho más deprisa que un proyectil normal. No había duda de que estas propiedades aparentemente mágicas habían inducido a los ballinnianos a poner tanto cuidado en el cincelado y la ornamentación de sus garrotes anti — ptertha. Por el contrario, los pragmáticos kolkorronianos desarrollaron un arma de cuatro hojas de fácil fabricación, que permitía la producción masiva, ya que se hacía con dos trozos rectos que se pegaban por el centro.

El carruaje poco a poco dejó atrás los campos de cereales y los huertos de Klinterden y empezó a ascender por la colina al pie del monte Pharote. De vez en cuando, el camino desaparecía en algún altiplano cubierto de hierba, después del cual volvía a subir empinado entre la neblina que aún no había sido despejada por el sol.

— Ya estamos — dijo jovialmente Gehate a Hallie, cuando el vehículo llegó a su destino —. Estoy impaciente por ver qué efecto produce ese curioso garrote que tienes. ¿Treinta metros dices?

Thessaro, un banquero de tez rubicunda, frunció el ceño y negó con la cabeza.

— No incites al chico a hacer exhibiciones. No es bueno lanzar el arma demasiado pronto.

— Creo que él ya sabe lo que debe hacer — dijo Dalacott, saliendo del carruaje con Hallie y mirando alrededor.

El cielo era una cúpula de brillo nacarado que gradualmente iba tomando un tono azul. No podían verse las estrellas, e incluso el gran disco de Overland sólo se mostraba parcialmente, desdibujado y pálido. Dalacott había viajado al sur de la provincia de Kail para visitar a la familia de su hijo, y en estas latitudes, Overland estaba notablemente desplazado hacia el norte. El clima era más templado que el del Kolkorron ecuatorial, un factor que, combinado con una noche breve mucho más corta, hacía que la región fuese una de las más productivas del imperio.

— ¡Qué cantidad de pterthas! — dijo Gehate, señalando hacia arriba, donde las burbujas púrpura podían verse flotando en las corrientes de aire que giraban alrededor de, la montaña.

— Últimamente hay muchos pterthas — comentó Ondobirtre, el tercer testigo —. Juraría que están aumentando, aunque digan lo contrario. He oído que algunos incluso penetraron en el centro de Ro-Baccanta hace unos días.

Gehate negó con la cabeza, impaciente.