— Nunca van a las ciudades.
— Yo sólo cuento lo que he oído.
— Eres demasiado crédulo, amigo mío. Escuchas demasiadas habladurías.
— No es momento de discutir — señaló Thessaro —. Éste es un acontecimiento importante.
Abrió el saco de lino que llevaba y enumeró los seis garrotes anti — ptertha para Dalacott y los demás hombres.
— Ésos no serán necesarios, abuelo — dijo Hallie, mirando ofendido —. No voy a fallar.
— Lo sé, Hallie, pero es la costumbre. Además, algunos de nosotros necesitamos practicar un poco.
Dalacott puso un brazo sobre los hombros del muchacho y caminó con él hacia la entrada de un pasillo formado por dos altas redes. Éstas se extendían sobre dos líneas paralelas de postes que atravesaban el altiplano y subían por la ladera desapareciendo en un techo de niebla. Era el sistema tradicional que se usaba para hacer que los pterthas bajasen en grupos pequeños. Hubiera sido fácil para las burbujas escapar flotando hacia arriba, pero siempre unas cuantas seguían el pasillo hasta el extremo prior, ya que eran criaturas sensibles motivadas por la curiosidad. Comportamientos como ése eran la razón principal de la creencia, mantenida por muchos, de que las burbujas poseían cierto grado de inteligencia, aunque Dalacott nunca lo había aceptado debido a que carecían totalmente de estructura interna.
— Ya puedes dejarme, abuelo — dijo Hallie —. Estoy preparado.
— Muy bien, hombrecito.
Dalacott retrocedió una docena de pasos, colocándose alineado con los otros hombres. Era la primera vez que se le ocurría pensar que su nieto era algo más que un niño, pero Hallie estaba afrontando la prueba con arrojo y dignidad, y nunca volvería a ser aquel niño que jugaba en el jardín por la mañana. Pensó que al hablar con Conna en el desayuno le había dado garantías falsas; ella sabía muy bien que el hijo que conocía nunca iba a volver. Esa idea era algo que Dalacott debería anotar en su diario al anochecer. Las esposas y madres de los soldados debían superar sus propias pruebas y su adversario más terrible era el [proprio tiempo (???)].
— Sabía que no tendríamos que esperar demasiado — murmuró Ondobirtre.
Dalacott trasladó su atención desde su nieto a la pared de niebla que había al final de la cerca formada por la red. A pesar de su confianza en Hallie, sintió un arrebato de miedo al ver aparecer dos pterthas al mismo tiempo. Las burbujas lívidas, cada una de dos metros de diámetro, llegaron flotando y oscilando; y al descender por la ladera, con la hierba como fondo, resultaba más difícil distinguirlas. Hallie, que sostenía en garrote de cuatro hojas, alteró levemente su postura y se preparó para lanzar.
Todavía no, le ordenó mentalmente Dalacott, sabiendo que la presencia de un segundo ptertha aumentaba la tentación de destruir uno de ellos desde el máximo alcance. El polvo que liberaba un ptertha al explotar perdía su toxicidad casi en el momento en que tomaba contacto con el aire, de modo que el mínimo alcance seguro para matar podía ser de hasta seis pasos, dependiendo de las condiciones del viento. A esa distancia era prácticamente imposible fallar, lo que significaba que el ptertha en realidad no era un rival peligroso para un hombre sensato; pero Dalacott había visto muchos principiantes que de repente perdían el juicio y el control. Para algunos, aquellas esferas trepidantes tenían extrañas propiedades hipnóticas y debilitadoras, especialmente cuando, al acercarse a su presa, dejaban de moverse a la deriva y se aproximaban en silencio con un propósito destructivo.
Los dos que flotaban hacia Hallie estaban ahora a menos de treinta pasos de él, planeando sobre la hierba, rastreando a ciegas de una red a la otra. Hallie llevó hacia atrás un brazo, realizando movimientos de tanteo con la muñeca, pero se abstuvo de lanzar. Mirando a la figura solitaria y erguida que se mantenía firme a pesar de que los pterthas cada vez estaban más cerca, Dalacott experimentó una mezcla de orgullo, cariño y auténtico temor. Él también aguantaba su propio garrote en posición para ser arrojado. Hallie se acercó a la red de su izquierda, conteniendo aún el primer golpe.
— ¿Sabes lo que va a hacer el pequeño diablo? — susurró Gehate —. Yo creo que…
En ese preciso instante, los bandazos inciertos de los pterthas hicieron que se juntasen, quedando uno tras otro, y Hallie realizó su tiro. Las hojas del arma cruciforme se hicieron borrosas en su trayectoria recta y certera, y un instante después las burbujas púrpuras dejaron de existir.
Hallie volvió a ser un chico, el tiempo de dar un salto de alegría, para recuperar después su posición expectante al surgir un tercer ptertha de entre la neblina. Desenganchó un nuevo palo de su cinturón y Dalacott observó que era el arma ballinniana en forma de Y.
Gehate dio un codazo a Dalacott.
— El primer lanzamiento fue para ti, pero creo que éste me va a ser dedicado; para que tenga la boca cerrada.
Hallie dejó que el globo se acercase no más de treinta pasos antes de realizar su segundo lanzamiento. El arma se deslizó rápidamente a través del pasillo, como un pájaro de vivos colores, sin apenas descender, y cuando empezaba a perder estabilidad atravesó al ptertha, aniquilándolo. Hallie sonrió al volverse hacia los hombres que observaban, dedicándoles una complicada reverencia. Había logrado los tres aciertos necesarios y ahora, oficialmente, entraba en la etapa adulta de su vida.
— El chico ha tenido suerte, pero se la merecía — dijo Gehate —. Oderan tendría que haberlo visto.
— Sí.
Dalacott, invadido por una sensación agradable y amarga a la vez, no fue capaz de articular nada más, y se sintió aliviado cuando Gehate y Thessaro se apartaron para abrazar a Hallie, y Ondobirtre fue a buscar al carruaje el frasco ritual de coñac. Los seis hombres, incluido el cochero contratado, se reunieron nuevamente cuando Ondobirtre distribuyó los diminutos vasos semiesféricos cuyos bordes, decorados asimétricamente, representaban los pterthas vencidos. Dalacott observó de reojo a su nieto mientras éste tomaba su primer sorbo de licor, y le hizo gracia cuando el chico, que acababa de derrotar a un enemigo mortal, transformó su cara en una mueca grotesca.
— Supongo — dijo Ondobirtre al rellenar los vasos de los adultos — que todos los presentes habrán advertido las características inusuales de esta excursión matutina.
Gehate soltó una carcajada.
— Sí; me alegro de que no atacases el coñac antes de que nosotros lo probásemos.
— No me refiero a eso — añadió seriamente Ondobirtre, ignorando la ironía —. Todo el mundo piensa que soy un idiota, pero en todos los años que hemos presenciado este tipo de acontecimientos, ¿habíais visto alguna vez aparecer a tres pterthas juntos antes de que los cuernoazules hubiesen terminado de ventosear después de la escalada? Os aseguro, amigos miopes, que los pterthas están aumentando. De hecho, a menos que el coñac me esté haciendo ver visiones, tenemos un nuevo par de visitantes.
Sus compañeros se volvieron a mirar el espacio entre las redes y vieron otros dos pterthas deslizándose hacia abajo desde el oscuro techo neblinoso, rozando las barreras acordonadas.
— ¡Míos! — gritó Gehate corriendo hacia delante. Después se detuvo, se colocó en posición y lanzó dos palos casi simultáneamente, destruyendo en el acto ambas burbujas. El polvo tiznó el aire durante unos segundos.
— ¡Ya está! — exclamó Gehate —. No se necesita ser un soldado para saber defenderse. Todavía podría enseñarte alguna otra cosa, Hallie.
Hallie devolvió su vaso a Ondobirtre y corrió a unirse con Gehate, ansioso por competir con él. Después del segundo coñac, Dalacott y Thessaro también sé adelantaron para retarse en la destrucción de cualquier burbuja que apareciera, hasta que la niebla despejó el extremo superior del pasillo y los pterthas se retiraron con ella a mayores alturas. Dalacott estaba impresionado porque en una lesa se habían presentado casi cuarenta, muchos más de los que hubiera esperado en condiciones normales. Mientras los demás iban guardando sus palos preparándose marchar, comentó el tema con Ondobirtre.